Referentes │ Julia Kristeva: “El tiempo de las mujeres” (Primera parte)
“El feminismo ha tenido el enorme mérito de volver la diferencia entre los sexos dolorosa, es decir, productora de sorpresa y de vida simbólica.”
Nacionales y europeas
La nación: sueño y realidad del siglo XIX. Parece que alcanzó su apogeo y sus límites con la crisis de 1929 y el apocalipsis nacional-socialista. Vimos hundirse los pilares que la constituían: la homogeneidad económica, la tradición histórica y la unidad lingüística. Librada en nombre de valores nacionales, la segunda guerra mundial puso fin a la realidad nacional para no hacer de ella más que una ilusión mantenida en lo sucesivo con un fin ideológico o restringidamente político. Aunque es de esperar o de temer que haya renacimientos nacionales y nacionalistas, la coherencia tanto social como filosófica de la nación ha llegado a sus límites.
La búsqueda de una homogeneidad económica ha dado lugar a la interdependencia (cuando no a la sumisión a las grandes potencias económicas). Paralelamente, la tradición histórica y la unidad lingüística se han fundido en un denominador a la vez más vasto y más profundo que podemos llamar un “denominador simbólico”: la memoria cultural y religiosa forjada por una historia y una geografía intrincadas. Esa memoria genera territorios nacionales gobernados por la confrontación, aún en uso, aunque va perdiendo velocidad, entre los partidos políticos. No obstante, el “denominador simbólico” común hace que surjan, más allá de la mundialización y de la uniformación económica, particularidades superiores a la nación y que a veces abarcan las fronteras de un continente.
Se constituye así un nuevo conjunto social superior a la nación en el que, lejos de perder sus rasgos, esta los reencuentra y los acentúa. Pero en una temporalidad paradójica: una especie de “futuro anterior”, en el que el pasado más reprimido, transnacional, confiere un rostro particular a la uniformidad programada. Porque la memoria de la que se trata, el denominador simbólico común, consiste en la respuesta que los grupos humanos, unidos por su tierra y en el tiempo, han dado, no a los problemas de producción de bienes materiales (terreno de la economía y de las relaciones humanas que esta implica, la política), sino a los problemas de re-producción, de sobrevivencia de la especie, de vida y de muerte, de cuerpo, de sexo, de símbolo.
Si bien es cierto, por ejemplo, que Europa representa un conjunto sociocultural de este tipo, su existencia se atiene más a ese “denominador simbólico” manifestado en su arte, su filosofía, sus religiones, que a su perfil económico. La dependencia de este último vis-a-vis de la memoria colectiva es cierta, pero sus características se modifican rápidamente bajo la presión de sus socios mundiales.
Es fácil de comprender que un conjunto social de este tipo posee una solidez arraigada en el modo de reproducción y sus representaciones, por las que la especie biológica se articula a su humanidad tributaria del tiempo. Pero también reviste una fragilidad, porque el denominador simbólico ya no puede pretender la universalidad y sufre las influencias y los ataques de otras memorias socioculturales.
“Quisiera situar la problemática de las mujeres en Europa en una interrogación sobre el tiempo: aquel que el movimiento feminista hereda, aquel que su aparición modifica.”
Así, apenas constituida, Europa se ve abocada a reconocerse en las construcciones culturales, artísticas, filosóficas, religiosas propias de otros conjuntos supranacionales. Esto parece natural cuando se trata de entidades que la historia ha podido acercar (Europa y Norteamérica, o Europa y América Latina), por ejemplo. Pero el fenómeno se produce también cuando la universalidad de ese denominador simbólico pone en resonancia modos de producción y de reproducción aparentemente opuestos (Europa y el mundo árabe, Europa y la India, o Europa y China).
En suma, con los conjuntos socioculturales tipo “Europa” estamos permanentemente ante una doble problemática: la de la identidad que se ha constituido por sedimentación histórica y la de la pérdida de identidad producida por una conexión de memorias que escapa a la historia para encontrarse en la antropología. Dicho en otros términos: enfrentamos dos dimensiones temporales: el tiempo de una historia lineal, cursiva (breve, rápida), y el tiempo de otra historia, de otro tiempo por lo tanto, monumental (los términos son de Nietzsche), que engloba en entidades aún más grandes esos conjuntos socioculturales supranacionales.
En un organismo sociocultural de este tipo, me gustaría llamar la atención sobre ciertas formaciones que me parece que resumen su dinámica. Se trata de grupos socioculturales, es decir, definidos por su lugar en la producción, pero que están definidos sobre todo por su papel en el modo de reproducción y sus representaciones. Porque aunque porten los rasgos específicos de la formación sociocultural en cuestión, están en diagonal respecto a ella y la vinculan a las demás formaciones socioculturales.
Pienso en particular en los grupos socioculturales a los que se define rápidamente como clases de edad (por ejemplo, “los jóvenes de Europa”) o como divisiones sexuales (por ejemplo, “las mujeres de Europa”), etc. Es evidente que los “jóvenes” o las “mujeres” de Europa tienen una particularidad que les es propia. No es menos evidente que lo que los define como “jóvenes” o “mujeres” los coloca de inmediato en diagonal respecto a su “origen” europeo y revela sus connivencias con las mismas categorías en Norteamérica o en China, entre otros lugares. Como pertenecen también a la “historia monumental”, no serán solamente “jóvenes” o “mujeres” de Europa. Repercutirán, de un modo específico, por supuesto, los rasgos universales que son los de su lugar estructural en la reproducción y sus representaciones.
En las páginas que siguen quisiera situar la problemática de las mujeres en Europa en una interrogación sobre el tiempo: aquel que el movimiento feminista hereda, aquel que su aparición modifica.
Después, trataré de desprender dos fases o dos generaciones de mujeres que, aunque son inmediatamente universalistas y cosmopolitas por sus exigencias, son distintas. La primera sigue estando más determinada por una problemática nacional, mientras que la segunda, más determinada por el “denominador simbólico”, es europea y transeuropea.
Por último, trataré de que surja, tanto por los problemas abordados como por el tipo de análisis que propongo, lo que en un terreno en lo sucesivo de una generalidad mundial, sigue siendo una proposición europea. O al menos, lo que será la proposición de una europea.
¿Qué tiempo?
“Father's time, mother's spedes”, decía Joyce. Es en efecto en el espacio generador de nuestra especie humana en lo que se piensa al evocar el nombre y el destino de las mujeres, más que en el tiempo, en el devenir o en la historia. Las ciencias modernas de la subjetividad, de su genealogía o de sus accidentes, confirman esta división que puede ser el resultado de una coyuntura sociohistórica.
Freud, a la escucha de los sueños y los fantasmas de sus pacientes, pensaba que “la histeria estaba vinculada al lugar”.1 Los estudios ulteriores sobre el aprendizaje de la función simbólica por los niños demuestran que la permanencia y la calidad del amor materno condicionan la aparición de las primeras referencias espaciales. Estas inducen en primer lugar la risa infantil y después toda la gama de manifestaciones simbólicas que conducen al signo y a la sintaxis.2
Por su parte, la antipsiquiatría y el psicoanálisis aplicado al tratamiento de las psicosis ¿no proceden, antes de dotar al paciente de capacidades de transferencia y de comunicación, al ordenamiento de nuevos lugares, sustitutos gratificantes y reparadores de antiguas fallas del espado materno? Se podría multiplicar los ejemplos. Todos convergerían hacia esta problemática del espado que muchas religiones con resurgimientos matriarcales atribuyen a “la mujer”. Platón, resumiendo en el interior de su propio sistema a los atomistas de la Antigüedad, lo designó mediante la aporía de la chora: espacio matricio, nutriente, innombrable, anterior al Uno, a Dios, y que por consiguiente desafía la metafísica.3
En cuanto al tiempo, la subjetividad femenina parece conferirle una medida específica que, de sus múltiples modalidades conocidas por la historia de las civilizaciones, conserva esencialmente la repetición y la eternidad.
Por un lado: ciclos, gestación, eterno retomo de un ritmo biológico en concordancia con el de la naturaleza. Su estereotipia puede disgustar; su regularidad al unísono con lo que se vive como un tiempo extrasubjetivo, un tiempo cósmico, es ocasión de deslumbramientos, de goces innombrables.
Por otro lado: una temporalidad compacta, sin falla y sin huida, que tiene tan poco que ver con el tiempo lineal que el nombre mismo de temporalidad no le conviene. Englobadora e infinita como el espacio imaginario, hace pensar en el Cronos de la mitología de Hesíodo que, hijo incestuoso, cubría con su presencia compacta toda la extensión de Gaia para separarla de Urano, el padre. O bien en los mitos de resurrección que en todas las creencias perpetúan la huella de un culto materno, hasta su elaboración más reciente, la cristiana. Para esta, el cuerpo de la Virgen Madre no muere sino que pasa, en el mismo tiempo, de un espacio al otro, por dormición (según los ortodoxos) o por asunción (según los católicos).4
Estos dos tipos de temporalidades, cíclica y masiva, están tradicionalmente vinculados a la subjetividad femenina en la medida en que esta se piensa como necesariamente materna. No olvidemos, sin embargo, que encontramos la repetición y la eternidad como concepciones fundamentales del tiempo en numerosas experiencias, en particular en las místicas.5 Cuando las corrientes del feminismo moderno se reconocen en esas concepciones, no son por lo tanto fundamentalmente incompatibles con los valores “masculinos”.
En cambio, es solo respecto a una cierta concepción del tiempo cuando la subjetividad femenina parece plantear problema. Se trata del tiempo como proyecto, teleología, desarrollo lineal y prospectivo: el tiempo de la partida, del camino y de la llegada, el tiempo de la historia.
Ha sido ampliamente demostrado que esta temporalidad es inherente a los valores lógicos y ontológicos de una civilización determinada. Podemos suponer que explicita una ruptura, una espera o una angustia que otras temporalidades ocultan. Este tiempo es el del lenguaje como enunciación de frases (sintagma nominal y sintagma verbal; tópico-comentario; comienzo-fin). Se sostiene por su tope, la muerte. Un tiempo de obsesivo, diría el psicoanalista, reconociendo en el dominio de este tiempo desasosegado la verdadera estructura del esclavo. La histeria, él o ella, que sufre de reminiscencias, se reconocería más bien en las modalidades temporales anteriores, la cíclica, la monumental.
En el seno de una civilización, esta antinomia de estructuras psíquicas se convierte sin embargo en una antinomia entre grupos sociales y entre ideologías. En efecto, las posiciones radicales de ciertas feministas incorporan el discurso de grupos marginales de inspiración espiritual o mística y, curiosamente, el de preocupaciones científicas recientes.
“No se puede hablar de Europa ni de las “mujeres de Europa” sin evocar en qué historia se sitúa esta realidad sociocultural.”
¿No es cierto que la problemática de un tiempo indisociable del espacio, de un espacio-tiempo en expansión infinita o bien ritmado por accidentes y catástrofes preocupa tanto a la ciencia del espacio como a la genética? ¿Y que, en otra modalidad, la revolución de los medios de comunicación que se anuncia con el almacenamiento y la reproducción de la información implica una idea de tiempo congelado o que explota según los azares de las demandas? Un tiempo que retorna pero indomeñable, que desborda inexorablemente a su sujeto y que no deja a los que lo aprueban más que dos preocupaciones: ¿quién tendrá el poder sobre el origen (la programación) y sobre el fin (la utilización)?
Al lector le habrá llamado la atención la fluctuación del término de referencia: madre, mujer, histérica... La coherencia aparente que reviste el término “mujer” en la ideología actual, aparte de su efecto “masa” o “choque”, borra las diferencias entre las funciones o estructuras que actúan sobre esta palabra. Tal vez ha llegado el momento de hacer surgir precisamente la multiplicidad de los rostros y de las preocupaciones femeninas.
Del crecimiento de estas diferencias es importante que surja de manera más precisa, menos publicitaria, pero más verdadera, la diferencia fundamental entre los dos sexos. El feminismo ha tenido el enorme mérito de volverla dolorosa, es decir, productora de sorpresa y de vida simbólica en una civilización que, aparte de la Bolsa y de las guerras, no hace más que aburrirse.
No se puede hablar de Europa ni de las “mujeres de Europa” sin evocar en qué historia se sitúa esta realidad sociocultural. Es cierto que una sensibilidad femenina se expresa desde hace ya un siglo. Pero es muy probable que al introducir su noción de tiempo, no concuerde con la idea de una “Europa eterna” y tal vez ni siquiera con la de una “Europa moderna”. Buscaría más bien, a través del pasado y el presente europeos y con ellos, como a través y con el conjunto “Europa” en tanto que depósito de una memoria, su temporalidad propia, transeuropea.
En todo caso, en los movimientos feministas en Europa se puede observar tres actitudes respecto a esta concepción de la temporalidad lineal que se califica fácilmente de masculina y que es tanto producto de la civilización como obsesiva.
Dos generaciones
En sus inicios, con la lucha de las sufragistas o de las feministas existencialistas, el movimiento femenino aspira a hacerse un lugar en el tiempo lineal como tiempo del proyecto y de la historia. En este sentido y aunque fuera de entrada universalista, el movimiento se arraiga profundamente en la vida socio-política de las naciones.
Las reivindicaciones políticas de las mujeres, las luchas por la igualdad de salarios y de funciones, por la toma de poder en las instituciones sociales con el mismo derecho que los hombres, el rechazo de los atributos femeninos o maternales que se juzgan incompatibles con la inserción en esa historia, pertenecen a esta lógica de identificación con los valores, no ideológicos (estos son combatidos con razón como reaccionarios), sino lógicos y ontológicos de la racionalidad propia de la nación y del Estado. No es necesario enumerar los beneficios que esta lógica de identificación y esta lucha reivindicativa han aportado y aportan aún a las mujeres (aborto, anticoncepción, igualdad de salario, reconocimiento profesional, etc.). Tienen o van a tener efectos más importantes aún que los de la revolución industrial.
Universalista en su trayectoria, esta corriente del feminismo globaliza los problemas de las mujeres de diferentes medios, edades, civilizaciones o simplemente de diferentes estructuras psíquicas bajo la etiqueta de La Mujer Universal. En su orbe, no podría concebirse una consideración sobre las mujeres más que como una sucesión, una progresión hacia la realización del programa proclamado por las fundadoras.
“No es un azar el hecho de que la problemática europea y transeuropea se haya impuesto como tal al mismo tiempo que esta nueva fase del feminismo.”
Una segunda fase está vinculada a las mujeres que llegaron al feminismo después de mayo de 1968 con una experiencia estética o psicoanalítica. Se asiste a un rechazo casi global de la temporalidad lineal y a una desconfianza exacerbada respecto a la política. Es cierto que esta corriente más reciente del feminismo se refiere a sus fundadoras y que la lucha por el reconocimiento sociocultural de las mujeres es necesariamente su preocupación mayor. Pero se concibe cualitativamente diferente de la primera generación.
Interesadas esencialmente por la especificidad de la psicología femenina y sus realizaciones simbólicas, estas mujeres tratan de dar un lenguaje a las experiencias corporales e intersubjetivas que la cultura anterior dejó mudas. Artistas o escritoras, se involucran en una verdadera exploración de la dinámica de los signos. Su exploración se emparenta, al menos en sus aspiraciones, con los grandes proyectos de conmoción estética y religiosa.
Designar esta experiencia como la de una nueva generación no significa solamente que otros problemas se hayan agregado a las reivindicaciones de identidad sociopolítica de los inicios. Al exigir el reconocimiento de una singularidad irreductible y resplandeciente en sí misma, plural, fluida, no idéntica en cierto modo, el feminismo actual se sitúa fuera del tiempo lineal de las identidades que comunican por proyección y reivindicación. Reanuda con una memoria arcaica (mítica) así como con la temporalidad cíclica o monumental de los “marginalismos”.
No cabe duda de que no es un azar el hecho de que la problemática europea y transeuropea se haya impuesto como tal al mismo tiempo que esta nueva fase del feminismo. ¿Qué procesos o acontecimientos de orden sociopolítico han provocado esta mutación? ¿Cuáles son los problemas, tanto las aportaciones como los callejones sin salida?
Socialismo y freudismo
Se puede sostener que esta nueva generación de mujeres se manifiesta de manera más clara en Europa occidental que en los Estados Unidos, en razón de un verdadero corte en las relaciones sociales y en las mentalidades producido por el socialismo y por el freudismo.
El socialismo, aunque actualmente sufre una crisis profunda como ideología igualitaria, impone a los gobiernos y a los partidos de todo tenor ampliar la solidaridad en la distribución de los bienes así como en el acceso a la cultura. El freudismo, en tanto que palanca interna al campo social, interroga el igualitarismo planteando la pregunta de la diferencia sexual y de la singularidad de los sujetos, irreductibles unos a otros.
El socialismo occidental, trastornado en sus inicios por las exigencias igualitarias de sus mujeres (Flora Tristan), pronto descartó a las que aspiraban al reconocimiento de una especificidad del papel femenino en la sociedad y en la cultura. No ha conservado, en el espíritu igualitario y universalista del humanismo de las Luces, más que la idea de una necesaria identidad entre los dos sexos como solo y único medio de la liberación del “segundo sexo”.
No discutiremos aquí el hecho de que este “ideal de igualdad” está lejos de ser aplicado en la práctica de los movimientos y partidos de inspiración socialista. Es, en parte, de la revuelta contra esta situación como nació la nueva generación de mujeres en Europa occidental después de mayo de 1968. Digamos solamente que, en teoría, y en la práctica, en los países de Europa del Este, la ideología socialista, fundada en una concepción del ser humano determinada por su situación en la producción y en las relaciones de producción, no tenía en cuenta el lugar de ese ser humano en la reproducción y en el orden simbólico. Por consiguiente, el carácter específico de las mujeres no podía más que parecer inesencial, si no es que inexistente, en el espíritu totalizante y hasta totalitario de esta ideología.6
Se empieza a percibir que el mismo tratamiento igualitario y censurador fue impuesto por el humanismo de las Luces y hasta por el socialismo a las especificidades religiosas. En particular a los judíos.7
“Se trata de especificar la diferencia entre los hombres y las mujeres, en su relación con el poder, con el lenguaje, con el sentido.”
Las vivencias de esta actitud son, a pesar de todo, capitales para las mujeres. Tomaré como ejemplo de ello el cambio del destino femenino en los ex países socialistas de Europa del Este. Se podría decir apenas exagerando que las reivindicaciones de las sufragistas y de las feministas existencialistas han sido en gran parte realizadas.
Es cierto que tres de estas exigencias del feminismo fundador han sido realizadas a pesar de las errancias y las equivocaciones en los países del Este: la igualdad económica, política y profesional. La cuarta, la igualdad sexual, que implica la permisividad de las relaciones sexuales, el aborto y la anticoncepción, sigue adoleciendo de los tabúes de la ética marxicizante así como de la razón de Estado.
Es pues esta cuarta igualdad la que plantea problemas y parece esencial para la lucha de la nueva generación. Pero, simultáneamente y a consecuencia de esta realización socialista, que es en realidad una decepción, ya no es en busca de la igualdad como se libra la lucha a partir de entonces. Se reivindica la diferencia, la especificidad.
En este punto preciso del recorrido, la nueva generación encuentra la cuestión que hemos llamado simbólica. La diferencia sexual, biológica, fisiológica y relativa a la reproducción, traduce una diferencia en la relación de los sujetos con el contrato simbólico que es el contrato social. Se trata de especificar la diferencia entre los hombres y las mujeres, en su relación con el poder, con el lenguaje, con el sentido. La punta más fina de la subversión feminista aportada por la nueva generación se sitúa en lo sucesivo en este terreno. Conjuga lo sexual y lo simbólico para tratar de encontrar en ello lo que caracteriza a lo femenino ante todo y a cada mujer en último término.
La saturación de la ideología socialista, el agotamiento de su programa para un nuevo contrato social transmiten sus poderes al... freudismo. No ignoro que muchas militantes han visto en Freud al molesto falócrata de una Viena pudibunda y decadente que se imagina a las mujeres como subhombres, hombres castrados.
Castrados o sujetos al lenguaje
Antes de rebasar a Freud para proponer una visión más justa de las mujeres, tratemos primero de comprender su noción de castración. El fundador del psicoanálisis constata una angustia o un miedo de castración y una envidia correlativa del pene: formaciones imaginarias propias de los discursos de los neuróticos de ambos sexos, hombres y mujeres.
Una lectura atenta de Freud, superando su biologismo y su mecanicismo de la época, nos permite ir más lejos. Primero, como presupuesto de la “escena primitiva”, el fantasma de castración con su correlato de envidia del pene son hipótesis, a priori propios de la teoría. Representan necesidades lógicas que hay que situar en el “origen” para explicar lo que no deja de funcionar en el discurso neurótico.
En otros términos, el discurso neurótico, de hombre y de mujer, no se comprende en su lógica propia más que si se admiten sus causas fundamentales: el fantasma de la escena primitiva y de la castración. Y esto incluso cuando nada los presentifica en la propia realidad. La realidad de la castración es tan real como la hipótesis de una explosión que hubiera habido, según la astrofísica moderna, en el origen del Universo. Pero nos atañe infinitamente menos cuando este tipo de trayectoria intelectual se refiere al mundo inanimado que cuando se aplica a nuestra propia subjetividad y al mecanismo fundamental de nuestro pensamiento epistemológico.
Por otra parte, algunos textos de Freud (La interpretación de los sueños, pero sobre todo los de la segunda época, La metapsicología en particular) y sus prolongaciones recientes (sobre todo Lacan) dejan entender que la castración es la construcción imaginaria que se apuntala en un mecanismo psíquico que constituye el campo simbólico y todo ser que se inscribe en él. Se trata del advenimiento del signo y de la sintaxis, es decir, del lenguaje como separación respecto a un estado de placer fusional, para que la instauración de una red articulada de diferencias, refiriéndose a los objetos separados de un sujeto, constituya el sentido.
“Muchas militantes han visto en Freud al molesto falócrata de una Viena pudibunda y decadente que se imagina a las mujeres como subhombres, hombres castrados.”
Esta operación lógica de separación (que la psicología infantil y la psicolingüística confirman) precondiciona el encadenamiento sintáctico del lenguaje y es la suerte común de ambos sexos, hombres y mujeres. Ciertas relaciones bio-familiares conducen a las mujeres (sobre todo a las histéricas) a negar esta separación y el lenguaje que se deduce de ello, mientras que los hombres (sobre todo los obsesivos) las magnifican y, aterrados, tratan de dominarlas: esto es lo que dice el descubrimiento freudiano sobre este punto.
La escuela analítica demuestra que el pene se convierte en el fantasma, en el referente mayor de esta operación de separación y confiere su pleno sentido a la falta o al deseo que constituye al sujeto cuando este se incluye en el orden del lenguaje.
Para que esta operación constitutiva de lo simbólico y de lo social pueda aparecer en su verdad y sea entendida por ambos sexos, sería justo inscribir en ella toda la serie de privaciones y de exclusiones que acompañan la angustia de perder el pene, y que imponen la pérdida de la completud y de la totalidad. La castración aparece entonces como el conjunto de los “cortes” indispensables para el advenimiento simbólico.
_________________________
1 S. Freud y C.G. Jung, Correspondance, t. 1, Gallimard, 1975, p. 87.
2 Cf. R. Spitz, La Premiere Année de la vie de l'enfant, PUF, 1958; Winnicott, Jeu et réalité, Gallimard. 1975; J. Kristeva, “Nom de lieu” en Polylogue, Seuil, 1977, pp. 469-491.
3 Platón, Tímeo § 52: “Un lugar indefinidamente; no puede sufrir la destrucción, pero proporciona una sede a todas las cosas que tienen un devenir, siendo capturable, fuera de toda sensación, por medio de una especie de razonamiento bastardo; apenas merece crédito; es él precisamente lo que nos hace soñar cuando lo percibimos y afirmar como una necesidad que todo lo que es debe estar en alguna parte, en un lugar determinado...” Cf. J. Kristeva, La Révolution du langage poétique, Seuil, 1975, p. 23 y ss.
4 Cf. J. Kristeva, “Herética del amor”, en Historias de amor, Siglo XXI, México, 1987.
5 Cf. H. Ch. Puech, La gnose et le temps, Gallimard, 1977.
6 Cf. D. Desanti, “L'autre sexe des bolcheviks”, Tel Quel, núm. 76, 1978; J. Kristeva, Des chinoises, Editions des femmes, 1975, (Urizen Books, 1977).
7 Cf. Arthur Hertzberg, The French Enlightenment and the Jews, Columbia University Press, 1968; Les Juifs et la Révolution francaise, dirigido por B. Blumenkranz y A. Soboul, Ed. Privat, 1976.
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