Explicativo │ La violencia digital no es “virtual”, es una continuidad del patriarcado en línea

La violencia digital busca silenciar a las mujeres y mantenerlas en una posición subordinada, reproduciendo patrones históricos de desigualdad.

| Observatorio | 09/10/2025
Violencia digital.
Violencia digital.

Reducir la violencia en línea a “broncas en redes” o “troles” es minimizar un daño que erosiona cuerpos, mentes y trayectorias vitales; es naturalizar que las tecnologías se conviertan en herramientas de control, persecución y muerte.

Internet no es un espacio etéreo: es una extensión de la vida social donde se reproducen jerarquías, prejuicios y violencias que existen fuera de la pantalla. Las mismas lógicas de control que existen en la calle —la vigilancia, la humillación, la sexualización, la retaliación por la autonomía femenina— se trasladan y amplifican en el espacio digital.

En Cuba, donde la desigualdad estructural, la cultura misógina y la precariedad institucional conviven, la violencia en línea se articula con violencias offline y puede terminar en daños físicos y en asesinatos directos o indirectos (por empujes a la desesperación, el aislamiento y el daño psicosocial). Las estadísticas regionales sobre femicidio muestran la dimensión letal de este tipo de violencia, y la violencia digital es una pieza de ese panorama que no puede obviarse.

Las plataformas tecnológicas facilitan la rápida difusión de contenidos degradantes y de campañas de acoso; la anonimidad parcial, la viralidad algorítmica y la monetización de la indignidad (tráfico de imágenes, extorsión, lucrificación de material íntimo) multiplican víctimas y agresores.

¿Qué entendemos por violencia en línea y cuáles son sus modalidades?

Para analizar políticas y respuestas es necesario delimitar conceptos. Existen muchas definiciones y matices, pero conviene partir de algunas categorías operativas utilizadas por organismos especializados:

  • Violencia en línea facilitada por la tecnología: cualquier acto que cause daño físico, sexual, psicológico, económico o social que sea perpetrado, facilitado o amplificado mediante tecnologías de la información y la comunicación (TIC). La ICRW y otras instituciones usan la expresión technology-facilitated gender-based violence (TF-GBV) para abarcar este espectro.
  • Ciberacoso / cyberharassment: envío persistente de mensajes ofensivos, amenazas, insultos, publicaciones que humillan o persiguen a una persona en redes o por mensajería.
  • Ciberbullying: modalidad de acoso repetido en entornos digitales, frecuente entre menores y adolescentes, pero no exclusiva de ellos.
  • Doxxing: publicación maliciosa de datos personales (dirección, teléfono, lugar de trabajo, fotos) con la intención de exponer, intimidar o provocar daño físico o reputacional.
  • Sextorsión / chantaje sexual: extorsión económica o de otro tipo basada en la amenaza de publicar material íntimo.
  • Distribución no consentida de imágenes íntimas (image-based sexual abuse): difusión de fotos o videos privados sin autorización; en la región se ha institucionalizado su penalización a través de iniciativas como la “Ley Olimpia” en México y otras reformas locales.
  • Grooming: técnicas de manipulación para ganarse la confianza de un menor con fines sexuales.
  • Outing: revelar la orientación sexual o identidad de género de una persona sin su consentimiento, exponiéndola a graves riesgos.
  • Discursos de odio (hate speech) contra personas o sectores sociales por razones de género, raza u otra condición: campañas coordinadas que combinan insultos, amenazas y desinformación.

Estas prácticas no son independientes entre sí: se combinan en estrategias de humillación, venganza o control que generan efectos acumulativos y crónicos.

Escala y gravedad: datos internacionales y regionales que demandan acción

Los datos globales y regionales muestran un fenómeno masivo y con consecuencias profundas. Un informe de la Comisión de Banda Ancha de la ONU y reportes subsecuentes han documentado que una gran proporción de las mujeres han sufrido algún tipo de agresión en línea; cifras ampliamente citadas ponen en evidencia que el 73% de las mujeres ha experimentado ciberviolencia en algún grado. Asimismo, investigaciones como la de Amnistía Internacional han descrito la plataforma X/Twitter como un espacio particularmente hostil para mujeres periodistas y activistas, con millones de tuits abusivos dirigidos a ellas en periodos muestreados. Estas evidencias no son anecdóticas: exhiben patrones de género, raza y clase en la victimización.

En América Latina, los análisis regionales de ONU Mujeres y de la propia Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL/ECLAC) vinculan la violencia digital con la reducción de la participación política y pública de las mujeres, y subrayan que la violencia en línea contribuye al progreso hacia formas letales de violencia de género. La CEPAL registra miles de feminicidios anuales en la región y señala que la violencia simbólica y la exposición digital agravan el riesgo para las mujeres en contextos de alta impunidad.

El propósito fundamental de esta forma de violencia es silenciar a las mujeres y mantenerlas en una posición de subordinación, reproduciendo los patrones estructurales de desigualdad que históricamente las han marginado de los espacios públicos. En el ámbito digital, esta violencia se traduce en una amenaza directa a su libertad de expresión y en un obstáculo para el ejercicio pleno de su ciudadanía en línea. Al limitar su participación, se restringe también la diversidad de perspectivas en los entornos virtuales, lo que genera un déficit democrático y empobrece los debates digitales, especialmente en temas vinculados con los derechos humanos, la igualdad de género y la justicia social.

Investigaciones señalan que la violencia digital contra las mujeres tiene consecuencias profundas en su comportamiento y bienestar. Se estima que un 28% de las mujeres que han sido víctimas de agresiones mediadas por las TICs han reducido deliberadamente su presencia en Internet o se autocensuran por miedo a nuevas agresiones, a la exposición no consentida de su información privada o a amenazas contra su seguridad. Este retiro progresivo de los espacios digitales implica no solo una pérdida individual de voz y agencia, sino también una exclusión colectiva que refuerza las brechas de género en la esfera pública contemporánea.

Efectos concretos: daño psicológico, social, económico y riesgo de muerte

El el 73% de las mujeres ha experimentado alguna forma de ciberviolencia.
El el 73% de las mujeres ha experimentado alguna forma de ciberviolencia.

Las consecuencias de la violencia digital abarcan dimensiones múltiples y materiales:

  1. Daño psicológico y de salud mental: depresión, ansiedad, ataques de pánico, trastorno de estrés postraumático, ideación suicida. Muchas víctimas reportan una sensación persistente de vulnerabilidad e inseguridad que altera la vida cotidiana. Estudios y organizaciones señalan que la exposición prolongada a campañas de odio y a la difusión de imágenes íntimas sin consentimiento está asociada a intentos de suicidio y a necesidades de atención de salud mental.
  2. Efectos sociales y laborales: pérdida de empleos o de oportunidades profesionales por difamación o por la difusión de contenido que estigmatiza; retirada del espacio público y autocensura —especialmente entre periodistas, defensoras y activistas— con el consiguiente debilitamiento de la democracia. Los informes sobre periodistas y lideresas muestran que muchas optan por reducir su presencia pública para evitar ataques, lo que empobrece el debate colectivo.
  3. Impacto económico directo: extorsión, chantaje y venta o uso comercial de imágenes íntimas por redes y foros que trafican con la intimidad. También hay costos indirectos en tratamientos, asesorías legales, y pérdida de ingresos por abandono de empleos.
  4. Riesgo físico y asesinato: la exposición de datos personales (doxxing) puede facilitar seguimientos en la vida real y poner a la víctima en riesgo de violencia física. En contextos donde la respuesta estatal es débil, la combinación de hostigamiento digital y violencia machista offline ha conducido a femicidios. La violencia en línea no es un daño “menor”: es parte de una escalada de agresiones que puede culminar en la muerte.

Por qué la impunidad es estructural: de las plataformas y fallas estatales

La persistente normalización de la violencia de género en los entornos digitales ha limitado de manera significativa el ejercicio pleno del derecho a la libertad de expresión de las mujeres y de otros grupos históricamente oprimidos. Este derecho resulta esencial para garantizar la participación social y política en condiciones de igualdad.

A pesar de la magnitud del problema, las herramientas disponibles para denunciar agresiones digitales continúan siendo escasas, y las medidas adoptadas por las empresas propietarias de las plataformas resultan lentas e insuficientes. Los sistemas automatizados de moderación de contenidos suelen carecer de sensibilidad contextual y perspectiva de género, por lo que no resuelven de forma estructural los abusos en línea. La lógica de diseño y negocio —priorizar el engagement— choca con la necesidad de protección efectiva.

Aunque Internet se concibió como un espacio abierto, horizontal e independiente, no es un entorno neutral ni seguro. Desde una mirada feminista y decolonial, el diseño y el funcionamiento de las plataformas digitales reproducen desigualdades históricas, ya que la red fue concebida sin atender a las relaciones de poder ni a la diversidad de experiencias sociales y culturales. Así, su potencial para el empoderamiento se ve con frecuencia socavado por dinámicas de exclusión y violencia simbólica.

Por ello, si bien las plataformas digitales tienen la responsabilidad de modificar sus políticas y algoritmos para prevenir y sancionar la violencia de género, los Estados también deben asumir un papel activo. Es indispensable que elaboren y apliquen marcos jurídicos integrales que garanticen la protección efectiva de las víctimas, el acceso a la justicia y la reparación del daño, asegurando que los entornos digitales sean espacios verdaderamente democráticos e inclusivos.

En muchos países de la región, incluida Cuba, existen lagunas legales, falta de protocolos claros y escasa capacitación técnica en fuerzas de seguridad y fiscalías para investigar delitos digitales. La respuesta judicial suele enmarcarse en figuras tradicionales (difamación, amenazas) que no capturan la especificidad del daño digital ni la continuidad de la violencia de género en línea. La ONU ha advertido repetidamente sobre la necesidad de marcos legales específicos y de acciones integrales para proteger a mujeres y niñas en entornos digitales.

Contexto cubano: particularidades y obstáculos

En el contexto cubano, la violencia de género en el entorno digital adquiere rasgos específicos condicionados por la estructura social, cultural y política del país. Aunque se han hecho ciertos avances en materia de igualdad y reconocimiento de los derechos de las mujeres, el marco jurídico vigente sigue siendo insuficiente para enfrentar las manifestaciones de violencia digital. La ausencia de una legislación sólida y de mecanismos eficaces de denuncia y protección mantiene a las víctimas en un estado de vulnerabilidad frente a estas agresiones.

Las disposiciones legales actuales abordan de forma general la igualdad de género y la protección de los derechos de las mujeres, pero la regulación concreta de la violencia de género —y en particular de su expresión digital— resulta limitada y dispersa:

  • La Constitución de la República de Cuba, en su artículo 42, garantiza la igualdad de derechos y oportunidades sin distinción por sexo, género u orientación sexual, y prohíbe toda forma de violencia. Sin embargo, no incluye referencias explícitas a la violencia digital ni a sus modalidades específicas.
  • El Código Penal, en su artículo 279, contempla sanciones por el delito de amenazas, aplicables en algunos casos de agresiones en línea. Asimismo, el Título XV regula los delitos contra el honor —difamación, calumnia, injuria o actos contra la intimidad, la imagen o los datos personales—, pero la redacción es generalista y no considera de manera explícita las particularidades de la violencia de género o del acoso digital.
  • La Ley de Procedimiento Penal establece los procesos de denuncia y enjuiciamiento, aunque carece de previsiones adaptadas a las dinámicas del entorno digital. Esto genera vacíos en la tramitación y el seguimiento de casos vinculados con violencia de género en redes o plataformas virtuales.
  • El Código de las Familias promueve la igualdad y la protección de los derechos de las mujeres en el ámbito familiar, pero no ofrece una definición precisa de la violencia digital ni aborda de forma diferenciada fenómenos como el acoso en línea, la difusión no consentida de imágenes íntimas o el doxxing.
  • La Ley de Comunicación Social incluye disposiciones relativas a la protección de la dignidad y la privacidad, y prohíbe los contenidos que fomenten la violencia o el odio por razones de género, orientación o identidad sexual (artículo 13.3.d, e). No obstante, carece de medidas preventivas y de protocolos claros de atención a las víctimas. Si bien el artículo 54 asigna ciertas responsabilidades a los proveedores de telecomunicaciones y servicios TIC, no detalla cómo deben actuar frente a casos de violencia digital. La ausencia de una definición exhaustiva y de obligaciones específicas de monitoreo, denuncia o retiro de contenido abusivo dificulta una respuesta institucional efectiva.

En síntesis, el marco normativo cubano reconoce de forma general el principio de igualdad y la prohibición de la violencia, pero no logra aún un enfoque integral ni ha creado mecanismos específicos para abordar la violencia de género en el espacio digital.

Avances legislativos en América Latina: ¿sirven para detener la violencia?

Durante la última década la región mostró avances importantes en marcos legales para enfrentar la violencia digital:

  • México — Ley Olimpia: proceso legislativo y reformas a nivel federal y estatal que tipifican la difusión no consentida de imágenes íntimas y la violencia digital, y que incorporan medidas de protección y agravantes. La Ley Olimpia es paradigma en la región, aunque enfrenta retos de implementación y límites prácticos (jurisdicción sobre servidores, responsabilización de intermediarios).
  • Perú — Decreto Legislativo N.º 1410 (2018): incorpora delitos como acoso, chantaje sexual y difusión de imágenes sexuales a través de las TICs, fortaleciendo respuestas penales.
  • Chile — Ley 21.153 (2019): tipifica el acoso en espacios públicos y penaliza la difusión de imágenes íntimas sin consentimiento en determinados supuestos.
  • Nicaragua — Ley de Ciberdelitos: sanciona amenazas, acoso y difusión de material sexual explícito a través de nuevas tecnologías.
  • Argentina — Ley de Protección Integral para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres (Ley 26.485, 2009): reconoce diversas formas de violencia. Aunque en esa ley no estaba originalmente contemplada la violencia digital, luego se promulgó la Ley 27.736, llamada como en México “Ley Olimpia”, que incorpora a la anterior Ley 26.485 la violencia contra mujeres en entornos digitales como una modalidad de violencia de género.
  • Otros países: reformas y proyectos en Paraguay, Brasil, Colombia y Bolivia, con variaciones en alcance y eficacia. Varias fiscalías y divisiones de cibercrimen fueron creadas para atender estos delitos, aunque con resultados desiguales en capacidad de respuesta.

Estos avances son relevantes ya que por primera vez muchas legislaciones reconocen la violencia digital como materia autónoma. No obstante, persisten desafíos de implementación: pruebas digitales frágiles, procedimientos largos, dificultades de cooperación internacional para retirar contenido y localizar a agresores, y la frecuente criminalización de las víctimas (revictimización). Además, el uso exclusivo del derecho penal puede resultar insuficiente si no se combina con medidas civiles, administrativas y preventivas (educación, protocolos en plataformas, protocolos de atención psicosocial).

Resistencias feministas y respuestas comunitarias: estrategias que salvan vidas

Frente a las fallas estatales y corporativas, los movimientos feministas han desarrollado respuestas cruciales:

  1. Campañas de incidencia y reformas legales: el activismo que impulsó la Ley Olimpia en México o movilizaciones similares en otros países ha sido motor de cambios normativos y de visibilización (RESURJ).
  2. Redes de apoyo y plataformas de acompañamiento: colectivos y ONG han creado protocolos de acompañamiento psicológico, legal y técnico para víctimas (servicios de desindexación, guías de evidencia, lobby para retirar contenidos). Estas redes son esenciales donde el Estado no responde.
  3. Estrategias digitales feministas: formación en seguridad digital (gestión de contraseñas, verificación en dos pasos, uso de canales seguros), campañas de alfabetización sobre consentimiento y circulación de imágenes, y prácticas colectivas para deslegitimar mercados que trafican con cuerpos.
  4. Periodismo feminista y documentación: la labor investigativa que documenta grupos que trafican imágenes privadas, canales de Telegram o cuentas anónimas ha permitido visibilizar redes de explotación y presionar plataformas y autoridades. El escrutinio público ha sido, en numerosas ocasiones, el primer paso para lograr bloqueos o investigaciones.

¿Qué políticas públicas y cambios normativos se necesitan con urgencia?

Regular la violencia digital exige instrumentos legales precisos.
Regular la violencia digital exige instrumentos legales precisos.

Con base en evidencias regionales e internacionales, y atendiendo a las experiencias prácticas, la hoja de ruta debería incluir medidas combinadas, interdependientes y con perspectiva de género e interseccionalidad:

  1. Marco jurídico integral y coherente: leyes que reconozcan la violencia digital como modalidad de violencia de género, que tipifiquen la difusión no consentida de imágenes, el doxxing y la sextorsión, y que contemplen medidas civiles y administrativas rápidas (órdenes de retiro, bloqueo y desindexación). Esto debe complementarse con protocolos de garantía de derechos (no revictimización, protección de evidencias, acceso a reparación). La experiencia de la región muestra que las leyes aisladas son insuficientes sin implementación efectiva.
  2. Unidades especializadas y formación técnica: fiscalías y policías con capacidades forenses digitales y protocolos sensibles al género que permitan investigar agresiones en línea sin culpar a la víctima. La capacitación debe incluir evaluación de riesgo real, cadenas de custodia digital, y cooperación internacional para retirar contenidos alojados en servidores extranjeros.
  3. Obligaciones claras para intermediarios y plataformas: regulaciones que exijan transparencia en políticas de moderación, tiempos acotados para la respuesta a reportes de contenido íntimo no consentido, y mecanismos de reparación accesibles para las víctimas (retirada prioritaria, desindexación, suspensión de cuentas reincidentes). Los conflictos sobre jurisdicción deben resolverse mediante cooperación internacional que priorice la protección de derechos.
  4. Programas de prevención y educación digital con perspectiva de género: currículos escolares, campañas públicas y formación para familias y docentes sobre consentimiento, privacidad digital y manejo de incidentes. La prevención también exige políticas públicas que cuestionen las masculinidades violentas y la cultura de la reputación sexual como factor de estigmatización.
  5. Servicios integrales para víctimas: acompañamiento psicosocial, asesoría legal gratuita, líneas de atención 24/7 y protocolos de seguridad para la vida offline cuando el riesgo sea inminente. Estos servicios deben estar articulados con la justicia para evitar revictimización.
  6. Protección para defensoras y periodistas: medidas específicas para mujeres en la vida pública, incluyendo protección de datos, adjudicación de riesgos, y estrategias de mitigación ante campañas de desinformación y odio.

Las políticas deben evitar dos trampas opuestas: la censura indiscriminada y la inacción. Regular el abuso en línea exige instrumentos precisos que no supriman la libertad de expresión legítima pero que eliminen el contenido que vulnera derechos fundamentales. Esto requiere definiciones técnicas claras, estándares judiciales y mecanismos de revisión independientes que prioricen la protección de las víctimas y la proporcionalidad en las sanciones. Las lecciones de la región muestran que la acusación automática de “censura” a toda regulación puede ser un obstáculo si no se combinan salvaguardas procesales y transparencia.

Transformar las tecnologías desde una agenda feminista

La violencia en línea mata en sentido directo e indirecto: destruye proyectos de vida, empuja a la autocensura, facilita el seguimiento y la exposición física, y en muchos casos entronca con el camino hacia la violencia letal. Negar esto es permitir que las herramientas digitales sigan siendo armas del patriarcado. Para revertirlo se necesita una estrategia integral que combine legislación, políticas públicas, obligaciones a las plataformas y una apuesta sostenida por la educación digital con perspectiva de género.

América Latina ya registra avances legales y presencia de movimientos feministas que han marcado la agenda pública. Sin embargo, esos logros deben traducirse en implementación con recursos, especialización técnica y cooperación internacional. En el contexto cubano, como en otros países de la región, la urgencia es triple: fortalecer marcos normativos, capacitar e institucionalizar protocolos de atención, y crear redes de apoyo que cubran la brecha entre la denuncia y la reparación.

Finalmente, la protección efectiva frente a la violencia en línea exige reconocer que la vida digital y la vida offline conforman un continuo: la democracia, la libertad de expresión y la seguridad de mujeres y diversidades dependen de que hagamos de Internet un espacio donde los derechos humanos se cumplan, no un territorio de impunidad.

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