Crónica | Chincha Coja
“Cohabitaban, sin tensiones manifiestas, delincuentes, comunistas, homosexuales, boliteros, católicos, santeros, galleros, disidentes, artistas y escritores”, comenta Ileana Álvarez, sobre el barrio en el que nació, en el centro de Cuba.
A mis padres Edesa y Aricho, y a mis hermanos.
Al barrio.
Nací y viví, durante más de veinte años, en un barrio marginal, precisamente uno de los más populares de Ciego de Ávila. Situado al este de la ciudad, después de la línea del Ferrocarril, entre el Barrio Central y el camino El Jiquí que conducía al poblado de Las Coloradas, había surgido en los años 40 —por el auge del cultivo de la Piña—, con el nombre del dueño de la zona: Reparto Díaz Pardo. Pronto, sin embargo, la población lo bautizó con el apodo de un personaje del lugar al que todos conocían por su carácter burlón y su cojera.
No bastaron los decretos después del triunfo de la revolución para desterrar calificativo al parecer tan indecoroso. En una resolución del 10 de abril de 1961, que le endilgaba oficialmente al barrio el nombre del patriota Roberto Rivas Fraga, se argüía que “un bromista de pésimo mal gusto y peor ortografía le puso por nombre el de un insecto hemíptero de repugnante fetidez”. El peculiar topónimo se impuso, y seguimos siendo chinchacojeros con un orgullo que en nada rebaja esa sentencia fóbica de quienes habitan el centro de la ciudad, los “del pueblo”, temerosos de infestarse con molestas criaturillas: “Nada bueno viene de Chincha Coja”.
Desde niña me vi en la obligación de aprender a defenderme para sobrevivir, mientras tenía necesidad de buscar sitios de soledad donde dar rienda suelta a la imaginación. En el barrio, mi espacio natural, no se hablaba comúnmente de futuro y la cobardía no tenía cabida. Los guapos de Ciego de Ávila eran de Chincha Coja. Todo allí era de uso público, colectivo: cada patio era el de todos, la mayoría sin cercas. La calle, la escuela, la bodega, la placita: una para todos, por lo que carencias, secretos y ambiciones debían compartirse como vaso de agua. Las mujeres se compartían en los momentos de mayor escasez los huesos de ternera que lograban conseguir. Nadie con catarro se quedaba sin la “sopa de sustancia”. Sin las hojas medicinales o milagrosas para remediar el mal. Ah, las madres, las madres se multiplicaban para alumbrar cualquier abismo de día a día.
Ser distinto o vivir “aparte”, en un sentido ontológico de la palabra, conllevaba maldición. Me explico mejor: había ese sentimiento de hermandad, de solidaridad, que tendía a anular el individualismo y la privacidad que se respiraba en el centro del pueblo. Cohabitaban, sin tensiones manifiestas, cortadores de caña, vendedores ambulantes, delincuentes, comunistas, homosexuales, boliteros, católicos, santeros, galleros, disidentes, artistas y escritores (por cierto, en Chincha Coja han nacido y/o vivido otros escritores, unos cuantos: Reynaldo González que lo retrató en su libro Siempre la muerte su paso breve (1968), Jorge Luis Arzola, Félix Sánchez, Antonio González, y los poetas José Rolando Rivero y Arlen Regueiro que lamentablemente ya no están con nosotros...)
La diversidad se respetaba. Lo que no se veía bien era maldecir haber nacido o vivir en el lugar. El barrio era espacio para la felicidad. También de la violencia. Y algunas de las que te marcan para siempre. Pero, en la naturalidad de vivir el presente, sus habitantes encontraban la alegría de lo cotidiano, su sentido de la vida y quizás, por esta razón, sin darse cuenta, la transformaban.
De estancias exteriores que a fuerza de imaginar tornaba en rinconcitos, se compone en mi memoria ese peculiar rompecabezas. La casa y la calle no eran lugares yuxtapuestos sino extensiones del ser único que era el barrio. Un puente de madera quejumbrosa cubierto de enredaderas que le colgaban hasta alcanzar las aguas pútridas de la “cañá”, que en tiempos de lluvias siempre se desbordaba y penetraba todas las casas próximas, haciendo sacar al sol la miseria.
Allí abajo solía esconderme para jugar con renacuajos y completar las historias que mi abuelo Polo me contaba; un almendro siempre florecido, a cuya sombra mi padre jugaba dominó los fines de semana con los amigos, con una botella de ron y un tabaco que sólo quitaba de sus labios para decir alguna sentencia, pues él era el filósofo del barrio, o mejor, mata de almendra “machorra” que sólo ha florecido en mis poemas: un puente y un árbol reinvencionados en mis recuerdos, bastarían para hacer del lugar mi jardín sagrado, mi “paraíso perdido” de la infancia.
Las casas eran todas de madera, con excepción de dos o tres bien contadas. Frente a la mía aún pervive la del haitiano Nicolás. Era “la casa del misterio”. De ladrillos y tejas, había estado ahí antes del barrio mismo, (cuando los españoles se empecinaban en dividir la Isla en dos mitades) y, rodeada de árboles, sólo se dejaba ver a través de un alto portón de hierro.
Nicolás hablaba una jerga que asustaba a todos los chiquillos, era el brujo, traía un machete siempre a la cintura con el que decía haber cortado más cabezas que años tenía. Los muchachos medían su valor según se atrevían a traspasar el portón y adentrarse en el patio. Prueba de iniciación a la que todos debimos someternos. Tiemblo de pensar en el día en que lo hice, y sobre todo cuando descubrí un pozo al centro del patio y, venciendo el temor, me acerqué: aquellas cabezas cortadas que imaginé ver al fondo, en las oscuras aguas, aún me acechan.
Yo vivía entre 5ta y final, lo que significaba que mi calle era la última, después venía el potrero, el campo cubano desyerbado, noble, donde habitaban la ceiba y el sicomoro, el tamarindo, el caimito (nuestro chicle), el corojo y la guanábana silvestre, y no podía faltar el cundeamor, delicia de los sinsontes y los azulejos que las pandillas de muchachos se empecinaban en atrapar. Casi al alcance de los labios el sabor del monte, su aspereza benévola, el horizonte siempre amigo del potrero, sus aromas y colores característicos que invadían los portales y penetraban la madera de los hogares. Esto hacía de Chincha Coja un barrio especial, de tan apretado e indeciso entre la tierra y el cemento. Como las cabras, sus moradores infantiles tiraban al monte, y no al después de la línea donde estaba “el pueblo”, es decir, la ciudad, o “el peligro”, como decía mi madre.
Cercano quedaba “nuestro río Machaca”, tímido arroyo en realidad, en el cual aprendimos a nadar y a conocer el cuerpo y donde muchos se iniciaron sexualmente. Más allá, río arriba, entre una tupida vegetación que ningún muchacho se atrevía a desbrozar, vivían el güije y la madre de agua, y rondaba también el jinete sin cabeza del conde de Villamar que venía desde el Sur a saciar la sed, porque no había agua más fresca y pura.
Entre la resistencia de la ciudad que modela al hombre y el monte que libera sobrevivió por mucho tiempo el barrio, hasta que a finales de los 80 comenzó a crecer, y con su ímpetu doblegó al monte y sus criaturas. Fue por esos años cuando me fui a la Universidad; y luego, cuando volví a la casa, ya habíamos cambiado. Quizás el barrio se sintió traicionado y terminé perdiéndolo. Luego habité “en el pueblo”, y mis hijos nacieron y crecieron en ese “pueblo”.
Una ciudad altiva, ahora, a veces con desdén me cala la extrañeza; yo la miro a ella, también como a una extraña. ¿Nos hemos cruzado tarde?
En los días más grises, los más fríos, he ido poco a poco recuperando el barrio que no existe, la evocación de aquellos años actúa sobre mi espíritu como una especie de imagen de la resistencia.
En los momentos de desasosiego, cuando la fragmentación de la vida social, su polarización, o caída irremediable hacia un "no sé qué" turbios propósitos también intentan compartimentar nuestra intimidad, se abren en mi memoria, tangibles, las moradas del barrio y su gente, el drama cotidiano de su humilde sentido de la felicidad; y encuentro el consuelo, el equilibrio preciso para permanecer.
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Qué belleza de crónica, como todo lo que escribes. Amiga, me transportó al barrio en el que crecimos juntas. Tantos recuerdos, por Dios.