Cuento | "Edelmira y la foto maravillosa"
Edelmira acude a un estudio fotográfico para inmortalizar su paso por la tierra, sin esperar que se abrirá ante sus ojos un gran agujero negro que la llevará al pasado.
Cada vez que Edelmira salía a la calle para estirar las piernas, solía pasar por el mismo sitio, le llamaba la atención ver en el fondo de un pasaje que estaba a algunas cuadras de su casa un cartel que anunciaba con letras lumínicas: "SE HACEN FOTOS MARAVILLOSAS AL INSTANTE".
Recordaba que de joven nunca había tenido la posibilidad de hacerse retratos, porque por los años sesenta, cuando apenas tenía dieciséis años, su familia no tenía dinero, y el poco que entraba a la casa era utilizado para comida, algo de ropa y calzado. También los tiempos eran otros. Hoy en día veía a cualquier persona haciéndose fotografías de calidad con teléfonos celulares.
Y no sabía el motivo, pero cada vez que presenciaba algo así se lamentaba, maldecía haber tenido tan mala suerte en la vida, y sin querer albergar malos sentimientos, sentía cierta envidia de esas chicas jóvenes a las que ahora todo se les hacía más fácil. Para ella, una simple ilustración serviría para rememorar tiempos pasados. De alguna manera la imagen congelada en la cartulina ayudaba a la gente a no olvidar.
Sujetos marcados
Esa misma mañana, al regresar a casa buscó la cajita de madera donde guardaba fotografías antiguas. Edelmira se sentó en una esquina de su cama, y una por una comenzó a observarlas. Ver a sus padres la entristeció, pero al mismo tiempo recordarlos le hizo bien. De ella solo encontró tres fotos de cuando apenas tendría unos cuatro o cinco años, le pareció que era demasiado gorda, y eso le causó risa.
Una ilustración en específico llamó mucho su atención, esta estaba mucho más opaca que las otras. Allí aparecía su padre con ella en brazos, era un día nublado de esos que dan la sensación de que en cualquier momento estallará una tormenta. Ambos pernoctaban en una larga fila donde había mucha gente extraña y mal vestida. Por lo descolorida de la imagen le fue completamente imposible descifrar los números que cada uno de los sujetos llevaba marcado en una de las mangas de sus camisas. El número de su padre ella lo cubría con sus manos que se aferraban a él como si advirtiese algún peligro.
Por un momento comenzó a picarle la curiosidad, y en su mente renacieron algunas preguntas: ¿Por qué su padre tenía una mirada tan triste? ¿Por qué estaban marcados con números? ¿A dónde iban? ¿Por qué no era capaz de recordar aquel momento? ¿Por qué nunca más supo de su padre? ¿Por qué su madre nunca le contó qué había sido de él? ¿Dónde estaba su madre ese día?
Alguna foto para el recuerdo
Habría querido encontrar alguna imagen de cuando era adulta, pero las pocas fotos que se hizo en su juventud cuando vivía en el campo con sus padres, se perdieron con el paso de un temporal que barrió con la casa y con todo lo que había adentro.
No existían fotos suyas, por lo que pensó que no dejaría evidencias de su paso por la tierra. De no haber imágenes de ella, quién podría recordarla en un futuro. Aún tenía algunos familiares a los que veía pocas veces porque viven un poco distante de la ciudad. Pensó que no estaría mal dejarles alguna foto para el recuerdo.
Pensó que tal vez podía invitar a su casa a uno de esos primos lejanos que tenía y que ellos podían tomarle alguna foto con sus celulares, pero no le pareció buena idea porque de seguro no sería una foto maravillosa como la que anunciaba aquel cartel. No lo dudó un segundo, por lo que Edelmira cogió algo de su dinero ahorrado, y muy animada salió a la calle.
Al entrar por el pasaje, se sintió como una adolescente, nerviosa. Adentrándose más pudo ver las fotos que adornaban el cartel y que de lejos le era difícil apreciar. Pensó que estaba siendo ridícula, y que era demasiado vieja para inventarse esa fantasía de querer hacerse una foto, supuestamente maravillosa, pero no le importó, y tocó el timbre del portón de madera que permanecía cerrado.
Aprovechó que no había nadie por los alrededores para sacar de su cartera un creyón de labios y un espejito para retocarse el maquillaje. Viéndose en el espejo le entró un poco de desgano al presenciar una vez más las arrugas tan profundas que surcaban su cara. Pensó en Bette Davis. Era tan idéntica que podría mentir y decirle a cualquiera que era su hermana, y se lo creerían. Cerró el espejito y luego de regresarlo a la cartera, con ambas manos se retocó el pelo entrecano.
Esperó con ansiedad disfrutando las imágenes de las jóvenes que parecían muñequitas de porcelana. En el cartel promocional no vio a ninguna mujer envejecida, al parecer las sesiones de fotos eran cosa de personas jóvenes, y sobre todo tendrían que contar con cierto aire de glamour.
Fotos maravillosas
Tocó varias veces sin recibir respuesta. Cuando ya había decidido marcharse, un señor demasiado flaco y de piel negra salió afuera. La miró sonriente y con un tono de voz amable, le dijo: —Hacemos fotos maravillosas—. Y del interior del lugar escuchó a otra persona pregonando que se hacían fotos extraordinarias. Por un instante Edelmira creyó que más que un estudio fotográfico aquel lugar era un circo.
—Sí, ya he leído el cartel— respondió Edelmira, e intentó mirar adentro. El hombre enclenque entreabriendo un poco más la puerta, la dejó ver.
Tras la silueta de aquella criatura enflaquecida, presenció una enorme pared forrada por cientos de fotografías a color.
Lo que más atrajo su curiosidad fue ver que de cada foto que estaba en la pared había dos versiones diferentes, una junto a la otra. En una, la modelo aparecía joven y en otra, envejecida. Sin salir del asombro Edelmira preguntó.
—¿Y esos, son viejos o son jóvenes?
—Señora, hacemos fotos maravillosas al momento.
—Ya lo sé, leí el anuncio, pero son fotos maravillosas ¿por qué?
—Porque son fotos maravillosas, señora. Pueden hacerla regresar al pasado—. Volvió a decirle él, y con un gesto de manos la invitó a pasar adentro. Por un instante Edelmira dudó en entrar, pero finalmente se decidió a hacerlo.
Entró a una sala oscura donde le era imposible comprobar el tamaño del espacio, se sentó en una pequeña silla que estaba iluminada de manera cenital, estando allí creyó perder la conciencia. Solo tardó tres minutos, y en el ínterin del proceso lo único que experimentó fue la sensación de haber recibido la mordida de una víbora, que por un instante la hizo sentir anestesiada.
Con las manos temblorosas sacó el dinero de su cartera y pagó por el servicio. No dijo una palabra. Salió medio aturdida con un sobre entre sus manos, y sin mirar atrás caminó aprisa, estaba asombrada y contenta al mismo tiempo.
Al llegar a casa, fue hasta el espejo grande del cuarto, y por un buen rato se miró en él. Se dio cuenta de que apenas recordaba cómo había sido en su juventud. Era extraño porque no olvidaba la fisonomía de sus padres, ni amigos, sin embargo, ella sin querer se había olvidado de sí misma. Sintió el deseo de poder recordar aquel día en que su padre la sostenía en sus brazos en aquella larga fila.
Sin dejar de apretar el sobre contra su pecho, Edelmira, primero se sentó en el borde de la cama, para luego dejarse caer. Se acomodó quitándose los zapatos que le apretaban demasiado, y por último, cuando ya se sentía cómoda, rasgó el sobre, sacó la fotografía y la alzó para deleitarse mirándola.
La fotografía estaba en blanco. Por un momento creyó que había sido estafada, pero enseguida pudo percibir que algo raro estaba ocurriendo, porque al quedarse mirándola fijamente comenzaron a surgir una serie de imágenes que como peces de río parecían querer saltar al vacío. Cada color cobraba vida.
Sin espéraselo un gran agujero negro se abrió ante sus ojos, y de manera gradual fue conduciéndola al pasado, mostrándole varias etapas de su vida, haciéndole recordar cuántas cosas había olvidado. Le dio cierta melancolía ver a sus compañeros del colegio burlándose de su gordura, y sus granos en la cara, y allí vio a Samuel su primer y único novio acariciándole la cara, lamiendo sus labios, ofreciéndole clases de sexo y todas esas cochinadas que tanto le gustaban.
Las imágenes corrían a gran velocidad, pero no ocurría como en algunos sueños que se olvidan, cada una de aquellas vivencias del pasado se iban quedando atrapadas en su memoria, y le brindaban la posibilidad de no volver a olvidarlas, supuso que no lo haría hasta el día de su muerte.
Le parecía estar poseída por algún ente de luz. Desde hacía mucho tiempo no revivía en ella esa mezcla de emociones tan profundas. Dejó caer la foto sobre su pecho, suspiró profundo. Cerró los ojos mientras su corazón no dejaba de latir a un ritmo acelerado. Pudo sentir el bullicio de la gente, y los hombres que hablaban en diferentes idiomas.
Y sí, ahora estaba siendo sostenida en los brazos de su padre que sollozaba mientras le acariciaba el pelo, y le besaba la frente. Pudo ver a su madre frente a ellos con una cámara antigua, era ella quien dejaba inmortalizado aquel instante que había sido el último de sus vidas, porque nunca más volvió a verle. Su madre lloraba y no era feliz. Solo pudo comprender que se trataba de una separación. Era demasiado pequeña para conseguir recordarlo. Estaban allí, solas, sin saber qué hacer en aquella triste despedida, y su padre hacía el número 73 de la fila, ella lo sabía.
Nonardo Perea
(La Habana, 1973). Narrador, artista visual y youtuber. Cursó el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso del Ministerio de Cultura de Cuba. Entre sus premios literarios se destacan el “Camello Rojo” (2002), “Ada Elba Pérez” (2004), “XXV Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios” (2003- 2004), y “El Heraldo Negro” (2008), todos en el género de cuento. Su novela Donde el diablo puso la mano (Ed. Montecallado, 2013), obtuvo el premio «Félix Pita Rodríguez» ese mismo año. En el 2017 se alzó con el Premio “Franz Kafka” de novelas de gaveta, por Los amores ejemplares (Ed. Fra, Praga, 2018). Tiene publicado, además, el libro de cuentos Vivir sin Dios (Ed. Extramuros, La Habana, 2009).
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