La Avellaneda en Martí: del juicio sombrío al testimonio de luz

| Escrituras | 03/08/2017

Martí utilizó símbolos situados en orillas antagónicas para distanciar a dos de las poetas más grandes del siglo XIX cubano: la “roca” para Gertrudis Gómez de Avellaneda, y la “flor” para Luisa Pérez de Zambrana. Para la Tula el mineral que significa dureza, solidez, solidaridad consigo mismo, que también puede connotar poder, frialdad, cohesión, arrogancia masculina; para la Zambrana, la flor, símbolo de la fugacidad de la existencia, de la primavera y la belleza, la flor como “imagen del centro”, y por consiguiente imagen arquetípica del alma. Para una, el cuerpo, su carnalidad; para otra el espíritu, el numen, a la larga lo inmortal, lo que verdaderamente permanece a pesar de su carácter frágil.

Martí distingue tempranamente en Luisa “un alma clara de mujer”1 y toma partido por su falta de elocuencia, la exquisita ternura de los sentimientos que se expresan no sin cierta timidez, frente a la rudeza y severidad, el énfasis retórico de la mayoría de los poemas de la Avellaneda. Contrapone el temblor femenino de Luisa, con la seguridad varonil de la Avellaneda. El binarismo palpable en los conceptos que esgrime para calificar a una y otra poetisa, las ubica en orillas irreconciliables. No hay en su análisis justo medio. Resonancias que las asemeje, las acerque, ni siquiera por el solo hecho de que ambas eran mujeres que habían canalizado el sufrimiento y el dolor a través de una escritura de calidad indiscutible. Palabras tan duras sorprenden en quien concebía la crítica alejada de la censura y como ejercicio de un criterio siempre amoroso.

En su discurso sobre Echegaray, en el Liceo de Guanabacoa en 1879, expresaba: “Criticar, no es morder, ni tenacear, ni clavar en la áspera picota, no es consagrarse impíamente a escudriñar con miradas avaras en la obra bella los lunares y manchas que la afean; es señalar con noble intento el lunar negro, y desvanecer con mano piadosa la sombra que oscurece la obra bella. Criticar es amar...”2

¿Qué le pasó entonces a Martí con La Avellaneda? ¿Por qué no pudo calibrarla en la justa medida en que sí entendió a la cercana poeta de las elegías y de las palmas como cruces?

A mi modo de ver, La Avellaneda, tanto en la creación literaria como en su actuar en la esfera pública, violaba preceptos y estereotipos patriarcales, de los cuales Martí no había podido liberarse, a pesar de su visión tan amplia y revolucionaria. La Avellaneda, para Martí, rompía los esquemas a los que habían estado sometidas durante siglos las mujeres que se dedicaban a las letras. Ni sus temas, ni su tono, y mucho menos los subtextos que manejaba —muchas veces en voz de personajes femeninos como la Carlota y Teresa de la novela Sab, o la Catalina de Dos mujeres—, eran de los que usualmente manejaba el sexo femenino. No había en su carácter sumisión ni humildad.

Había mucho de altivez y orgullo de mujer, actitudes que el Apóstol no supo penetrar en sus esencias, por cuanto subvertían la propia imagen que la sociedad había construido de la mujer y con la cual él se había contaminado. La creadora de las novelas Sab, Dos Mujeres y Espatolino, ponía en el centro mismo de sus obras a los pobres de la tierra, los marginados por los que también él penaba: el esclavo, la mujer, los rebeldes... y, sin embargo, aún así, no la entendió. Y es que incluso Martí se hace eco del pensamiento excluyente, androcéntrico de los contemporáneos de La Avellaneda, como aquel del poeta y mentor Nicasio Gallego que para alabarla no veía mejor recurso que despojarla de su género: “Todo en sus cantos es nervioso y varonil; así cuesta trabajo persuadirse de que no son obras de un escritor de otro sexo. No brillan tanto en ellos los movimientos de ternura, ni las formas blandas y delicadas propias de un pecho femenil, y de la dulce languidez que induce en sus hijos, el sol caliente de los trópicos que alumbró su cuna”.3

Pero sigamos con el artículo aparecido en la sección «Letras» de la Revista Universal (1875), y veamos esta absoluta e inquisitiva valoración, difícil de borrar en el ánimo de quien la lee o escucha:

No hay mujer en Gertrudis Gómez de Avellaneda: todo anunciaba en ella un ánimo potente y varonil; era su cuerpo alto y robusto, como su poesía ruda y enérgica; no tuvieron las ternuras miradas para sus ojos, llenos siempre de extraño fulgor y de dominio: era algo así como una nube amenazante. Luisa Pérez es algo como nube de nácar y azul en tarde serena y bonacible. Sus dolores son lágrimas; los de la Avellaneda son fierezas. Más: la Avellaneda no sintió el dolor humano; era más alta y más potente que él; su pesar era una roca; el de Luisa Pérez, una flor. Violeta casta, nelumbio quejumbroso, pasionaria triste.4

Así, encuentra en Luisa los atributos con que el discurso hegemónico había caracterizado durante siglos a la mujer y que se simboliza con expresiones tales como «nube de nácar», «tarde serena y bonacible», «violeta casta, nelumbio quejumbroso, pasionaria triste». Y en contraposición, nos entrega un retrato masculinizado de La Avellaneda, al calificarla de robusta, ruda, enérgica, «nube amenazante», y hasta de que «no sintió el dolor humano». Al emplearse estas expresiones, con que la palabra autorizada se refería a las virtudes del hombre, para caracterizar el cuerpo y la obra de una mujer, adquirían una connotación negativa.

Desconcierta. Verdaderamente perturba porque provienen de alguien como el Apóstol, hombre de anchura y justeza de alma y pensamiento. Y es que, hasta para un genio como Martí, es difícil superar los límites de su tiempo todo el tiempo. Pero hay más. En un arranque romántico inquiere a la naturaleza americana: “¿A quién escogerías por tu poetisa, oh apasionada y cariñosa naturaleza americana?»,5 para sentenciar al final: «Una hace temer; otra hace llorar [...] Lo plácido y lo altivo: alma de hombre y alma de mujer; rosa erguida y nelumbio quejumbroso, ¡delicadísimo nelumbio!»6

Estas apreciaciones, que resultan tan mordaces porque se exponen en un esquema comparativo de dos mujeres excepcionales para su tiempo, las contradijo Cintio Vitier en su estudio Lo cubano en la poesía, cuando afirmó:
“ [...] ciertamente no le negamos americanidad, como hizo Martí en su artículo de 1875 sobre Luisa Pérez. Todo lo contrario. El ímpetu de la Avellaneda nos parece profundamente americano, mientras la delicadeza de Luisa tiene una luz específicamente insular».7 Pero luego Cintio termina, de forma inesperada para el lector, con una afirmación aún más controversial e impugnable, que lo sitúa del mismo lado de los que no la entendieron, al negar su ya hoy indiscutible aporte a lo cubano: “ [...] lo que no descubrimos en ella es una captación íntima, por humilde que sea, de lo cubano en la naturaleza o en el alma; ni una voz que nos toque las fibras ocultas”. 8

Posteriores estudios como el ensayo La Avellaneda bajo sospecha, de Susana Montero,9 se han encargado de neutralizar este criterio y visualizar aspectos ignorados o minimizados de la obra y la personalidad de tan compleja y grande mujer cubana; no es mi interés en esta apreciación, adentrarme en las sutiles variaciones que exhibe la Avellaneda poeta, esa otra manera en que reafirmó y defendió su naturaleza femenina, en un rígido siglo XIX donde el actuar de la mujer estaba reservado para el espacio doméstico y, cuando este rebasaba los ámbitos tradicionales asignados por la sociedad, se le intentaba anular o disfrazar, en vez de comprender el valor de su diferencia.

Opino que las máscaras con que cubrió su alma, los travestimos a los que acudió fueron el cauce que aprovechó para imponerse en una sociedad marginante que nunca logró reconocer en verdad su grandeza y aportes a la cultura hispana, a pesar de los homenajes de que fue objeto. Como sabemos, al prescindir de esos travestimos en sus escritos más íntimos, sus cartas y su diario, deja ver la otra cara de la luna. La validez de esas máscaras ha sido objeto de análisis en estudios más prolijos como el señalado, y han servido para desentrañar la enmarañada psicología y pertenencia a nuestra cultura de la que es considerada por gran parte de la crítica como la más alta voz de mujer del siglo XIX en habla hispana.10

Dulce María Loynaz, sin mencionar nombres, en su sentida conferencia: “Gertrudis Gómez de Avellaneda, la gran desdeñada”, alude a: “el injusto, inexplicable desprecio que ella encuentra en los elegidos de su corazón”. Y este eco crítico al que aludíamos, y del cual Martí no logró distanciarse, según la Loynaz, parece contagiar de un crítico a otro, parece incluso arraigar por momentos en una colectividad determinada, y hasta transmitirse como una triste herencia de generación en generación. Casi toda esta conferencia es para explicar las razones de semejante desdén, por parte de personas tan profundas como el propio Martí. La Loynaz, a propósito del aspecto de su firmeza y altivez, que otros han menospreciado, intenta persuadirnos sobre su condición doblemente “real”, por auténtica y, al mismo tiempo, aristocrática en el punto de asumir y sobrellevar su destino —con este guiño, sin duda se reconoce en su antecesora, hablando como de su propia vida—:

“Esta conciencia inconmovible de su alto destino aún mantenida en sus flaquezas femeninas, esta seguridad de sí misma que no la abandonará ni siquiera en sus días tristes, le prestan en verdad un singular aire de realeza, de una realeza un tanto exótica e inquietante”.11

He aquí revelado solo por otra mujer, también desdeñada, incomprendida, de la que se ha dicho, no sin ironía, que llevaba una flor en la mano y en la otra un látigo, una razón poderosa para su cuestionamiento y desprecio: la conciencia de un alto compromiso, el destino cabal del escritor, en su época solo previsto para los hombres.

Pero hay otra razón que la Loynaz no quiere pasar por alto. Y es la paradójica negación de la cubanidad de la Avellaneda, que también la perseguía como los tábanos de los mitos griegos, aún después de muerta. Cuando se pregunta por qué no se le pone al Teatro Nacional de Cuba el nombre de La Avellaneda, Dulce María expresa un criterio que aún hoy mantiene su vigencia, pues en no pocas ocasiones se le ha negado cubanidad a algún escritor cubano por vivir fuera de la Isla:

Parecía por tanto, lógico, sencillo que un teatro de Cuba y para Cuba se llamara como ella. Era lo natural, lo que caía por su peso ¿Lo natural? No hay nada natural. El hombre se complace en complicarlo todo; de pronto aquí, allí, detrás, en frente comenzó a repetirse la vieja cantinela. ¿Y qué era a fin de cuentas lo hecho por la insigne dramaturga para justificar estos escrúpulos de fariseos? ¿Vivir fuera de sus lares por largos años? ¿Escribir en Madrid y hacerse allí de fama?12

La poeta de «La novia de Lázaro», defendiendo la pertenencia a Cuba de la Avellaneda, explica que no había excusa para no darle el nombre a la más alta mujer en lengua española que escribió teatro. Cuenta que aunque se esgrimió el testimonio irrecusable de Martí, para defender que el nombre del teatro fuera el de la creadora del drama Baltazar, lo cierto es que se prefirió ignorarlo y el Teatro “casi puede decirse que quedó sin nombre, que por no darle el de ella, no se le dio ninguno”.13

Y a cuál testimonio martiano se refiere Dulce María Loynaz, no sin dudas al que hemos venido comentando aparecido en la Revista Universal de México, sino a otro más privado, más personal, quizás por ello más valioso a nuestro entender que contradice al otro, el cargado de juicios sombríos y parcialidad. Lo borra de un tajo. Reivindica, alivia la desazón que nos dejara aquel. Nos referimos al que escribió, muchos años después, en 1891, en una carta a Enrique Trujillo, donde realizando un retrato de Rafael María de Mendive, su Maestro, elogiaba en él, precisamente el hecho de que «defendía de los hispanófobos; y de los literatos de enaguas, la gloria cubana que le querían quitar a la Avellaneda».14

La gloria cubana de la Avellaneda, es ese el juicio martiano que también debemos levantar, es ese el eco crítico que debe permanecer para no hacernos cómplice del «mismo silencio de García Tasara, de Ignacio de Cepeda, del furtivo entierro bajo el frío y el granizo. Silencio de la muerte... de la vida».15

  1. José Martí, Obras Completas, t. 8, Ed. Ciencias Sociales, La Habana, 1975, p. 311.
  2. José Martí, Ob. cit., t.15, p.94.
  3. En: Emilio Cotarelo y Mori: La Avellaneda y sus obras. Tipografía de Archivos, Madrid, 1930, p.77.
  4. José Martí, Ob. cit., t.8, p.311.
  5. Ídem.
  6. Ibídem, pp. 311-312.
  7. Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Instituto Cubano del Libro, Colección Letras Cubanas, La Habana, 1970, p. 129.
  8. Ibídem, p.130.
  9. Cf. Susana Montero: La Avellaneda bajo sospecha, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2005, p.46. También resultan muy significativos, de Roberto Méndez: Otra mirada a La Peregrina, Ed. Letras Cubanas, La Habana, 2007; de Antón Arrufat: Las máscaras de Talía. Para una lectura de la Avellaneda, Ed. Matanzas, Matanzas, 2008, y de Luis Álvarez y Olga García Yero: La Avellaneda en su centenario, Ed. Ácana, Camagüey, 2013.
  10. Me parece realmente profundo e iluminador el ensayo de Evelyn Pico Garfield: Poder y sexualidad: el discurso de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Editorial UH, La Habana, 2013, pues desde la perspectiva de los estudios postcoloniales y feministas, se analizan algunas de sus obras más significativas de prosa y teatro, develando notables aristas que la crítica hacia el interior de Cuba había pasado por alto.
  11. Dulce María Loynaz: La palabra en el aire, Ed. Hnos. Loynaz, Pinar del Río, 2000.
  12. Ibídem, p. 66.
  13. Ibídem, p.67.
  14. José Martí, Ob. cit., t.2, p.298. Nótese que aún en este testimonio que defendía la cubanidad de La Avellaneda, el término «literatos de enaguas», utilizado por Martí para atacar a aquellos que la consideraban española, se inscribe dentro del discurso hegemónico patriarcal.
  15. Dulce María Loynaz: Ob. Cit., p.67.

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