Narrativa española | Emilia Pardo Bazán: “¿Justicia?”
Defensora de los derechos de la mujer, Emilia Pardo Bazán enfrentó a una muy conservadora sociedad patriarcal y logró imponerse con talento y lucidez.
Sin ser filósofo ni sabio, con solo la viveza del natural discurso, Pablo Roldán había llegado a formarse en muchas cuestiones un criterio extraño e independiente; no digo que superior, porque no pienso que lo sea, pero al menos distinto de la generalidad de los mortales. En todo tiempo habrán existido estas divergencias entre el modo de pensar colectivo y el de algunos individuos innovadores o retrógrados con exceso, pues tanto nos separamos de nuestra época por adelantarnos como por rezagarnos.
Uno de los problemas que Pablo Roldán consideraba de modo original y hasta chocante, era el de la infidelidad de la esposa. Es de advertir que Pablo Roldán estaba casado, y con dama tan principal, moza, hermosa y elegante, que se llevaba los ojos y quizá el corazón de cuantos la veían. Un tesoro así debiera hacer vigilante a su guardador; pero Pablo Roldán, no solo alardeaba de confianza ciega, rayana en descuido, sino que declaraba que la vigilancia le parecía inútil, porque, no juzgándose propietario de su bella mitad, no se creía en el caso de guardarla como se guarda una viña, un huerto o una caja de valores.
―Una mujer ―decía, sonriendo, Pablo― se diferencia de una fruta y de un rollo de billetes de Banco en que tiene conciencia y lengua. A nadie se le ha ocurrido hacer responsable a la pavía si un ratero la hurta y se la come. La mujer es capaz y responsable, y vean cómo realmente, pareciendo tan bonachón, soy más severo que ustedes, los celosos extremeños. La mujer es responsable, culpable… entendámonos: cuando engaña. Claro que la mía, moralmente, no conseguirá nunca engañarme, porque yo sería la flor de los imbéciles si, al acercarme a ella, no comprendiese la impresión que le produzco, si me ama, o le soy indiferente, o no me puede sufrir. Del estado de su alma no necesitará mi esposa darme cuenta: yo adivinaré... ¡No faltaría más! Y al adivinar, tan cierto como que me llamo Pablo Roldán y me tengo por hombre de honor, consideraré roto el lazo que la sujeta a mí, y no haré al autor de las almas la ofensa de violentar un alma esencialmente igual a la mía... Desde el día en que no me quiera, mi mujer será interiormente libre como el aire. Sin embargo (pues el nudo legal es indisoluble y la equivocación mutua), le advertiré que queda obligada a salvar las apariencias, a tener muy en cuenta la exterioridad, a no hacerme blanco de la burla. Y yo, por mi parte, me creeré en el deber de seguir amparándola, de escudarla contra el menosprecio. ¡Bah! Amigo mío, esto es hablar por hablar; Felicia parece que aún no me ha perdido el cariño... Son teorías, y ya sabe usted que, llegado el caso práctico, raro es el hombre que las aplica rigurosamente.
No platicaba así Roldán sino con los pocos que tenía por verdaderos amigos y hombres de corazón y de entendimiento. Con los demás, creía él que no se debían conferir puntos tan delicados. Al parecer, el sistema amplio y generoso de Pablo daba resultados excelentes: el matrimonio vivía unido, respetado, contento.
No obstante, yo, que lo observaba sin cesar, atraído por aquel experimento curioso, empecé a notar, transcurridos algunos años ―poco después de que la mujer de Pablo entró en el período de esplendor de la belleza femenina, los treinta―, ciertos síntomas que me inquietaron un poco.
Pablo andaba a veces triste y meditabundo. Tenía días de murria, momentos de distracción y ausencia, aunque se rehacía luego y volvía a su acostumbrada ecuanimidad. En cambio, su mujer demostraba una alegría y animación exageradas y febriles, y se entregaba más que nunca al mundo y a las fiestas.
Seguían yendo siempre juntos. Las buenas costumbres conyugales no se habían alterado en lo más mínimo. Pero yo, que tampoco soy la flor de los imbéciles, no podía dudar que existía en aquella pareja, antes venturosa, algún desconcierto, alguna grieta oculta, algo que alteraba su contextura íntima. Para la gente, el matrimonio Roldán se mantenía inalterable. Para mí, el matrimonio Roldán se había disuelto.
Por aquel entonces se anunció la boda de cierta opulenta señorita, y los padres convidaron a sus relaciones a examinar las vistas y ricos regalos que formaban la canastilla de la novia. Me encontraba entretenido en admirar un largo hilo de perlas, obsequio del novio, cuando vi entrar a Pablo Roldán y a su mujer. Se acercaron a la mesa cargada de preseas magníficas, y la gente, agolpada, les abrió paso difícilmente.
La señora de Roldán se extasió con el hilo de perlas:
―¡Qué iguales!, ¡qué gruesas!, ¡qué oriente tan nacarado y tan puro!
Mientras expresaba su admiración hacia la joya, noté... ―¿quién explicaría el por qué me fijaba ansiosamente en los movimientos de la mujer de Pablo?―, noté, digo, que se deslizaba hacia ella, como para compartir su admiración, Dámaso Vargas Padilla, mozo más conocido por calaveradas y despilfarros que por obras de caridad, y hube de ver que sobre el color avellana del guante de Suecia de la dama relucía un objetito blanco, inmediatamente trasladado a los dominios de un guante rojizo del Tirol... Y sentí el mismo estremecimiento que si de cosa propia se tratase, al cerciorarme de que Pablo Roldán, demudado y con el rostro color de muerto, había visto como yo, y sorprendido, como yo, el paso del billete de manos de su mujer a manos de Vargas.
Temí que se arrojase sobre los que así le escarnecían en público. No se arrojó; no dio leve muestra de cólera o pesadumbre. Al contrario, siguió curioseando y alabando las galas bonitas, revolviendo y mezclando los objetos colocados más cerca, deteniéndose y obligando a su mujer a que se detuviese y reparase el mérito de cada uno. Tan despacio procedió a este examen, que la gente fue retirándose poco a poco, y ya no quedamos en el gabinete sino media docena de personas.
Y cuando me disponía a cruzar la puerta, en una ojeada que lancé al descuido, volví a ver algo que me hizo el efecto de la espantable cabeza de Medusa, paralizándome de horror, dejándome sin voz, sin discurso, sin aliento... Pablo Roldán había deslizado rápidamente en el bolsillo de su chaleco el hilo de perlas, y salía tranquilo, alta la frente, bromeando con su esposa, elogiando un cuadro en el cual logró concentrar toda la atención de los circunstantes.
Desde el día siguiente empezó a murmurarse sobre el tema del robo: primero, en voz baja; después, con escandalosa publicidad. Hubo periódicos que lo insinuaron: el tole tole fue horrible. Las muchas personas distinguidas que habían admirado las galas de la novia clamaban al cielo y mostraban, naturalmente, deseo furioso de que se descubriese al ladrón. Se calumnió a varios inocentes, y el rencor buscó medios de herir, devolviendo la flecha.
Todos respiraron, por fin, al saber que el juez ―avisado por una delación anónima― acababa de registrar la casa de Pablo, encontrando el hilo de perlas en un armario del tocador de la señora de Roldán.
Solo yo comprendí la tremenda venganza. Solo yo logré penetrar el siniestro enigma, sin clave para la propia señora, que no anda lejos de expiar con años de presidio el delito que no cometió. Y un día que encontré a Pablo y le abrí mi alma y le confesé mis perplejidades, mis dudas respecto a si debía o no revelar la verdad, puesto que la conocía, Pablo me respondió, con lágrimas de rabia al borde de los lagrimales:
―No intervengas. ¡Paso a la justicia, paso!... Dejó de amarme, y no me creí con derecho ni a la queja. Quiso a otro, y únicamente le rogué que no me entregase a la risa del mundo... ¡Ya sabes cómo atendió a mi ruego... ya lo sabes! Antes que consiguiese ridiculizarme, la infamé. ¡Los medios fueron malos, pero... se lo tenía advertido! Si tú eres de los que creen que la venganza pertenece a Dios, apártate de mí, porque no nos entendemos. Amor, odio, y venganza.... ¿dónde habrá nada más humano?
Me desvié de Pablo Roldán y no quiero volver a verle. No sé juzgarle; tan pronto le disculpo como me inspira horror.
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Emilia Pardo Bazán comenzó a escribir poesía a la edad de nueve años y a los quince publicó su primer cuento. Pero su relevancia como escritora no se reduce a su precocidad ni a la profusión de su obra. Novelista, periodista, poeta, dramaturga, biógrafa, traductora, editora y autora de una veintena de ensayos sobre distintos temas, Pardo Bazán fue una reformadora de la literatura y del pensamiento social en España. Defensora de los derechos de las mujeres, se enfrentó a las normas de una muy conservadora sociedad patriarcal y, contra todo pronóstico, logró imponerse por su talento y lucidez.
“La inevitable doña Emilia”, la llamaban con ironía los escritores varones y hacían correr sobre ella todo tipo de burlas y ofensas: “Trasto viejo de desván, / envuelta en polvo de rosas, / mala madre, mala esposa, / eso es la Pardo Bazán”, escribió para denigrarla el abogado y periodista Narciso Correal. Sin embargo, ella siguió adelante con una obra que hoy se reconoce entre las más avanzadas de su época.
“Yo soy una radical feminista ―dijo―; creo que todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer”. A pesar de los férreos prejuicios de la sociedad española a inicios del siglo XX, el rey Alfonso XIII la nombró consejera de Instrucción Pública y, gracias a su empeño, el 8 de marzo de 1910 se reconoció en España el derecho de las mujeres a estudiar una carrera universitaria.
Se ilustra este cuento de Emilia Pardo Bazán con dos obras de la artista plástica Lolita Díaz Baliño. Nacida en La Coruña en 1905, Díaz Baliño fue fotógrafa, ilustradora y pintora; entre las décadas de 1920 y 1930 fue una de las pocas mujeres que lograron imponerse por su talento en el mundo del arte español. Sus obras, imbuidas de un espíritu modernista que rompía las entonces todavía vigentes normas del costumbrismo, resaltaron siempre el carácter activo y la confianza de la mujer en sí misma.
En 1938, junto a María del Carmen Corredoira, Lolita Díaz Baliño se convirtió en la primera mujer admitida a la Real Academia Gallega de Bellas Artes. Desde los años cuarenta hasta su muerte en 1963, se dedicó a la enseñanza y su labor fue determinante en el surgimiento de una nueva generación de mujeres artistas. Su trabajo y su ejemplo, relegados al olvido durante más de medio siglo, han vuelto poco a poco a reconocerse en las últimas décadas.
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