Narrativa española │ Carmen Martín Gaite: “De su ventana a la mía”
Carmen Martín Gaite sobresale por su habilidad para observar al ser humano, para leer sus gestos, sus silencios, y adentrarse en su subjetividad.
Anoche soñé que le estaba escribiendo una carta muy larga a mi madre para contarle cosas de Nueva York, pero era una forma muy peculiar de escritura. Estaba sentada en esta misma habitación, desde cuyos ventanales se ve el East River, y lo que hacía no era propiamente escribir, sino mover los dedos con gestos muy precisos para que la luz incidiera de una forma determinada en un espejito como de juguete que tenía en la mano y cuyos reflejos ella recogía desde una ventana que había enfrente, al otro lado del río. Se trataba de una especie de código secreto, de un juego que ella había estado mucho tiempo tratándome de enseñar. (Como cuando me quería enseñar a coser y me decía que era cuestión de paciencia. “¿Ves como si te pones te sale bien? Mira, el secreto está en no tener prisa y en atender a cada puntada como si esa que das fuera la cosa más importante de tu vida”.)
Y la felicidad que me invadía en el sueño no radicaba solo en poderle contar cosas de Nueva York a mi madre y en tener la certeza de que ella, aun después de muerta, me oía, sino también en la complacencia que me proporcionaba mi destreza, es decir, en haber aprendido a mandarle el mensaje de aquella forma tan divertida y tan rara, que además era un juego secretamente enseñado por ella y que nadie más que nosotras dos podía compartir.
Las culebrillas de mi mensaje pasaban por encima del East River, que arrastra trozos de hielo, por encima de los remolcadores y de los barcos de carga; esquivaban el choque de los helicópteros, se metían por debajo del Queensboro Bridge y llegaban indemnes a su destino. “Al fin, ¿lo ves como no era tan difícil?”
La ventana de mi madre estaba iluminada por el sol poniente y vibraba con destellos de todos los colores cuando mis palabras llegaban a tocar el cristal; era grande y resplandecía como un brillante irisado entre el humo, el acero y el cemento. Pero de la habitación a que pertenecía esa ventana nada podría decirse con certidumbre, sino que tal vez era una mezcla de muchas habitaciones, de todas en las que ella se sentó alguna vez a mirar por la ventana.
Desde un criterio puramente geográfico, pienso ahora, que estoy despierta y miro en esa dirección, que sería lógico localizarla en Long Island o Queens, pero no. Estaba mucho más allá, en ese más allá ilocalizable adonde precisamente ponen proa los ojos de todas las mujeres del mundo cuando miran por una ventana y la convierten en punto de embarque, en andén, en alfombra mágica desde donde se hacen invisibles para fugarse.
Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. En todos los claustros, cocinas, estrados y gabinetes de la literatura universal donde viven mujeres existe una ventana fundamental para la narración, de la misma manera que la suele haber también en los cuartos inhóspitos de hotel que pintó Edward Hopper y en las estancias embaldosadas de blanco y negro de los cuadros flamencos. Basta con eso para que se produzca a veces el prodigio: la mujer que leía una carta o que estaba guisando o hablando con una amiga mira de soslayo hacia los cristales, levanta una persiana o un visillo, y de sus ojos entumecidos empiezan a salir enloquecidos, rumbo al horizonte, pájaros en bandada que ningún ornitólogo podrá clasificar, cazar ningún arquero ni acariciar ningún enamorado, y que levantan vuelo hacia el reino inconcreto del que solo se sabe que está lejos, que no lo ha visto nadie y que acoge a todos los pájaros ateridos y audaces, brindándoles terreno para que hagan su nido en él unos instantes.
Mi madre siempre tuvo la costumbre de acercar a la ventana la camilla donde leía o cosía, y aquel punto del cuarto de estar era el ancla, era el centro de la casa. Yo me venía allí con mis cuadernos para hacer los deberes, y desde niña supe que la hora que más le gustaba para fugarse era la del atardecer, esa frontera entre dos luces, cuando ya no se distinguen bien las letras ni el color de los hilos y resulta difícil enhebrar una aguja; supe que cuando abandonaba sobre el regazo la labor o el libro y empezaba a mirar por la ventana, era cuando se iba de viaje. “No encendáis todavía la luz —decía—, que quiero ver atardecer”. Yo no me iba, pero casi nunca le hablaba porque sabía que era interrumpirla. Y en aquel silencio que caía con la tarde sobre su labor y mis cuadernos, de tanto envidiarla y de tanto mirarla, aprendí no sé cómo a fugarme yo también.
Luego entraba alguien, daba la luz y reaparecían los perfiles cotidianos. “Bueno, habrá que correr las cortinas”, decía ella, como despertando. Pero en la sonrisa especial que dulcificaba su expresión se le notaba lo lejos que había estado, lo mucho que había visto. Y daban ganas de arrodillarse a su lado para ayudarle a abrir las maletas, de preguntarle: “¿Qué regalo me traes?”
Y seguro que, antes de conocerla yo, viajó por la ventana mucho más todavía. En aquel tiempo —tan novelesco para mí— de su juventud y de su infancia, desde aquellos espacios interiores que yo no conocí, seguro que algún día tuvo que llegar hasta el mismo Nueva York; un viaje arriesgado para la época, si se parte de Orense, Allariz, Cáceres, La Coruña, Madrid o Salamanca, entre dos luces, al atardecer, dejando atrás espejos, consolas, costureros, cacharros de cocina, sofás y aparadores de la casa propia o de algún pariente donde se han ido a pasar las vacaciones de verano y cuyos rincones aún pueden columbrarse en viejas fotografías. ¡Adiós! Y ahí se quedan las primas feas y la abuela y Pilar Prieto y la tía Pepa y las señoritas de Nicolau; me voy a América, ¡adiós!
Su padre era catedrático de Geografía y en la casa había muchos atlas. “Mira América qué grande —le diría alguna vez—, cuánto espacio abarca. Y eso tan chiquitito es Nueva York, con dos ríos, el Hudson y el East River”. Y ella se quedaría mirando a la ventana. ¡Perderse en Nueva York, la ciudad del dinero y de los rascacielos, del incipiente cine, la ciudad de los sueños! ¿Cómo no iba a llegar mi madre a Nueva York en alguna de aquellas excursiones de joven ventanera, alimentada de novelas exóticas?
Claro que llegaría en alguna ocasión; y ese día, el que fuera, los pájaros errantes de sus ojos construirían aquí un nido de cristal tan secreto, tan raro y tan perenne que hasta ayer por la noche nadie había dado con él. ¡Pues anda que no había camino, vericueto y laberinto para llegar a eso que se produjo anoche, a esa emisión cifrada de señales entre mi madre y yo, de su ventana a la mía! Y por eso era el júbilo del sueño. Ahora lo he entendido.
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Desde sus primeros pasos en el mundo de la literatura, Carmen Martín Gaite comprendió que escribir “requería, antes que otras pretensiones, una mirada atenta y unos oídos finos para incorporar las conversaciones y escenas de nuestro entorno y registrarlas”. Toda su obra está marcada por esa habilidad para observar al ser humano en su vida diaria, para leer sus gestos, sus silencios, y a través de ellos adentrarse en su subjetividad. Esa agudeza de la percepción se aplica, especialmente, en el diseño de personajes femeninos, a través de los cuales Martín Gaite desarrolla los temas que caracterizan su escritura de ficción: lo rutinario de la vida, la incomunicación, el contraste entre lo que se hace y lo que se sueña, las decepciones y el miedo a la libertad.
La fluidez de su estilo, la destreza para emplear con eficiencia diversas formas de narrar, la experimentación que rompe cuando lo necesita con las perceptivas de los géneros literarios, integrando tonos poéticos y reflexivos, y esto, sin que el lector advierta como un obstáculo la complejidad compositiva de sus textos, hacen de su obra una de las más interesantes de la literatura española del siglo XX, tanto para el lector común como para los estudiosos.
Acompañan este cuento de Carmen Martín Gaite dos obras de la fotógrafa y documentalista estadounidense Helen Levitt (1913-2009). Impresionada por el trabajo del artista del lente francés Henri Cartier-Bresson, Levitt compró su propia cámara y empezó a hacer fotos antes de cumplir los veinte años. Fue alumna de Walker Evans y eventualmente se convirtió en una de las fotógrafas más importantes de los Estados Unidos.
Su trabajo inicial, en blanco y negro, se centró en la vida de los barrios populares de Nueva York, sobre todo en las mujeres y los niños, captando la viveza y la espontaneidad de las relaciones sociales en las décadas de 1930 y 1940, antes de la llegada de la televisión. En los años setenta, Levitt fue también de los primeros creadores en romper con el prejuicio que consideraba la fotografía a color como un medio inadecuado para el trabajo artístico.
Helen Levitt dejó una obra valiosa tanto en la fotografía como en el cine documental, ajena a estereotipos y llena de una fuerza expresiva que solo los grandes artistas consiguen.
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