Poesía de Aleisa Ribalta
PIEDRA BLANCA
Este es un poema para inventar a Ulises,
para ponerlo como siempre a prueba.
Sabe que estoy sentada frente al mar,
que oigo cantar a las gaviotas, y no vuelve.
La última vez nos amamos
en este motel sin ventanas de la costa.
Este es un poema donde estoy sentada
sobre piedras blancas que no lo son.
Todos los peces que encallaron aquí
perdieron el camino al mar, sedimentados.
Sobre los esqueletos de miles de peces
se formó la arena blanca de la espera.
Ulises, estoy en Piedra Blanca. Honda
la bahía, frente al mar, ¿lo recuerdas?
URBE DE LA NADA
A Javier Marín.
Ninguna ciudad se parece a ésta,
me ha dicho el visitante.
En los atardeceres amargos,
fachada por fachada
se sobrepone de un todo que destiñe
y emerge sobre las olas, como buen arcoíris
después de tanta lluvia.
La ciudad de las nostalgias,
y de los nostálgicos que la habitan, ha dejado de existir.
Una parte de sí ha huido tras el recuerdo
de lo que fue.
La otra se resignó con lo que sueña ser.
Este ir y venir entre la realidad y la fantasía
la hace humana, luego ninfa,
hasta volverla diosa.
Y un día cualquiera de no sé qué año,
te sorprendes adorando
la criatura de tu propio engendro.
Cuando te acercas a ella,
atraído por el influjo marino que despide,
eres sólo un soñador errante.
Pero cuando te arrastras a refugiarte en su seno,
sorbido violentamente
por sus afrodisíacos vahos, eres ya un perdedor,
un torpe enamorado de la nada.
Ninguna ciudad se ama como esta, concluye el visitante.
Y se marcha alucinado.
DE REGRESO
(A Silvia Rodríguez Rivero, que pintaba sin nombre)
No sé qué hago aquí,
ni quién, ni cómo,
anduvo estos lares
antes que yo
Está todo desierto
¿Huyeron? ¿Se perdieron?
Él no me dijo que eran éstos,
baldíos, caminos de otro tiempo
Desando ¿pero qué?
¿Qué querría Aquél de mí?
Misterio
Reto
Me dijo: — Escucha leal, discreto
Luego me dio esta pelota,
una nalgada, dos besos
Amante, puso en mí su aliento
Silente, escucho solo
mi propio caminar
Pisada tras pisada,
me respiro, avanzo
He querido decir tanto ¿pero a quién?
Olvidaré sonidos. Quedo. ¿Me entenderá?
Puedo saberle cuando llegue,
lo sé… es un latido
simple, milenario, nuestro
Digo que soy y existo en este sino
el de llevar conmigo lo pequeño
¿A quién? Ya sabré
Solo sé que me queda
todo el Tiempo
Por las paredes del sueño:
su aliento, mi voz…
Y mientras tanto
me asombro en el silencio…
Guardo, para quien sea, mi mejor canción.
MANUSCRITO
A Odette Alonso.
El del nauta es
camino sin regreso.
Súbese al Argo
ya preso
de sí mismo
va en pos (y también en contra)
de sus propios vientos.
Los hubo, de antemano
renunciando a los riesgos del
(sin adjetivos) viaje.
Y también, ¡imberbes!
tripulantes de humo,
quemando (y para qué),
roídas, las naves.
Yo también me fui al pairo
hace ya quién sabe cuánto.
No puedo tener memoria
siendo como soy, un naúfrago.
Es cierto que no recuerdo
cuánto navegué, ni qué brújula
o sextante me trajeron.
Mas juro que desde los tiempos
aquellos de ser un polizón
sin edad para la náusea
(¡ah, esa aventura feliz!)
fueron siempre los besos,
la única y verdadera
opción de travesía.
Fue todo por los besos.
Un día no quise oír más
lo que contaban los demás.
Así que opté por vivir,
sentir, digamos, la cosquilla
(¿y qué sabía?) ahí, bien dentro.
Cansado de darme a soñar
una y otra vez lo que la boca
que besa a otra boca
cuenta, me enrolé.
Y aquí me ven
por tantas bocas y la mía
lleno de algas,
ya polvo de corales,
mordidas y curtidas
las membranas todas.
No sé si vida o espejismo,
es ésa la complejidad
de (éste y todos) los naufragios.
Escribo esto sobre mí mismo
porque no hay botella alguna
donde mi sueño quepa.
Si hago señas
desde mi lecho de náufrago,
no es para ser rescatado
sino para volver a enrolarme,
de polizón de todos
los besos que no di,
que no me dieron.
TALUD
Ah, eso de caer, tirarse toda,
tanto miedo a tanta altura.
El vértigo por fin ya, conquista
de despeñarse entera.
Ana cayendo, Ana al vacío
desde la ventana sorda
de ese rascacielos tirándose
¿o tirada?
Ana cayendo... ¿otra vez?
¿quién empuja?
Ana queriendo sangre,
mucha sangre, más sangre
cada día, sangre de pollo,
sangre de mujer, sangre
de cualquier criatura.
Ana hormiguita incansable,
pintando cuerpos de grana,
mutilando para crear
sin saber que un día el suyo,
minúsculo y sin levitar,
yacería rojo y abierto
en el 300 de Mercer Street.
Ana que no murió
de dos y dos son cuatro
porque la tragedia de Ana
siempre fue la de crear
un universo totalmente suyo.
Algo desde donde poder
tirarse ya, despetroncarse,
tanto que decir tenía.
Ana gritando ahora van a saber
por fin, de lo que soy capaz.
Y yo, queriendo escribir
estos versos inválidos,
dándoles mi voz para que
al fin sepas, mientras
escucho la voz de Ana
cayendo al vacío,
reventada,
en su penúltimo grito,
ya susurro
que me dice: ¡dale, salta!
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