Referentes | Simone de Beauvoir: “El segundo sexo” (parte 2)
“¿Qué circunstancias limitan la libertad de la mujer? ¿Las puede superar? Son las preguntas fundamentales que quisiéramos dilucidar.”
Se puede comprender que la dualidad de los sexos, como toda dualidad, se traduzca en un conflicto. Se puede entender que si uno de ellos consiguiera imponer su superioridad, debería tratarse de una superioridad absoluta. Falta explicar por qué ganó el hombre desde un principio. Las mujeres podrían haber vencido, o la victoria podría haber quedado en el aire.
La voluntad de dominio
¿De dónde viene que este mundo siempre haya pertenecido a los hombres y que solo ahora empiecen a cambiar las cosas? ¿Este cambio es un bien? ¿Llevará o no a un reparto igualitario del mundo entre hombres y mujeres? Estas preguntas no son ninguna novedad. Ya se les han dado muchísimas respuestas. Pero precisamente el mero hecho de que la mujer sea Alteridad cuestiona todas las justificaciones que los hombres hayan podido encontrar: estaban obviamente dictadas por su interés.
“Todo lo que han escrito los hombres sobre las mujeres es digno de sospecha, porque son a un tiempo juez y parte”, dijo en el siglo XVIII Poulain de la Barre, feminista poco conocido. En todas partes, en todas las épocas, los varones han proclamado a los cuatro vientos la satisfacción que les produce sentirse reyes de la creación. “Bendito sea Dios nuestro Señor y Señor de todos los mundos porque no me ha hecho mujer”, dicen los judíos en sus oraciones matinales. Mientras tanto, sus esposas murmuran con resignación: “Bendito sea el Señor que me ha creado según su voluntad”.
Entre todas las bondades que Platón agradecía a los dioses, la primera era que le hubieran creado libre y no esclavo; la segunda, hombre y no mujer. Sin embargo, los varones no hubieran podido gozar plenamente de este privilegio si no hubieran considerado sus fundamentos como absolutos y eternos. Han tratado de convertir su supremacía en un derecho. “Los que hicieron y compilaron las leyes eran hombres, por lo que favorecieron a su sexo, y los jurisconsultos convirtieron las leyes en principios”, dice también Poulain de la Barre.
“¿De dónde viene que este mundo siempre haya pertenecido a los hombres y que solo ahora empiecen a cambiar las cosas? ¿Este cambio es un bien? ¿Llevará o no a un reparto igualitario del mundo entre hombres y mujeres?”
Legisladores, sacerdotes, filósofos, escritores, sabios, se afanaron en demostrar que la condición subordinada de la mujer era grata al cielo y provechosa en la tierra. Las religiones forjadas por los hombres reflejan esta voluntad de dominio: encontraron armas en las leyendas de Eva, de Pandora. Pusieron la filosofía, la teología a su servicio, como hemos visto en las frases de Aristóteles y de Santo Tomás que hemos citado.
Desde la Antigüedad, satíricos y moralistas representaron con gusto las debilidades femeninas. Son conocidos los violentos alegatos en su contra que se encuentran en la literatura francesa: Montherlant resucita con menor brillantez la tradición de Jean de Meung. Esta hostilidad parece algunas veces justificada, a menudo gratuita. En realidad, esconde una voluntad de autojustificación más o menos diestramente enmascarada.
La polémica del feminismo
“Es más fácil acusar a un sexo que excusar al otro”, dice Montaigne. En algunos casos, el proceso es evidente. Por ejemplo, es curioso que el código romano, para limitar los derechos de la mujer, invoque “la imbecilidad, la fragilidad del sexo” en un momento en que, por debilitamiento de la familia, la mujer se convierte en un peligro para los herederos de sexo masculino. Es curioso que en el siglo XVI, para mantener la tutela sobre la mujer casada, se apele a la autoridad de San Agustín, que declara que “la mujer es una bestia que no es sólida ni estable”, mientras que se considera a la soltera capacitada para administrar sus bienes.
Montaigne entendió perfectamente la arbitrariedad y la injusticia de la suerte que le cabe a la mujer: “Las mujeres no se equivocan cuando rechazan las reglas que se introducen en el mundo, sobre todo porque los hombres las hicieron sin ellas. Es natural que haya intrigas y pendencias entre ellas y nosotros”. A pesar de todo, no llega a convertirse en su adalid.
“Una de las consecuencias de la revolución industrial es la participación de la mujer en el trabajo productivo: en ese momento, las reivindicaciones feministas salen del campo teórico y encuentran unas bases económicas.”
Ya en el siglo XVIII, hombres profundamente demócratas empiezan a plantearse la cuestión con objetividad. Diderot, entre otros, se dedica a demostrar que la mujer es, como el hombre, un ser humano. Un poco más tarde, Stuart Mill la defiende con ardor. Sin embargo, la imparcialidad de estos filósofos es excepcional.
En el siglo XIX, la polémica del feminismo se convierte en una lucha de facciones. Una de las consecuencias de la revolución industrial es la participación de la mujer en el trabajo productivo: en ese momento, las reivindicaciones feministas salen del campo teórico y encuentran unas bases económicas, con lo que sus adversarios se vuelven más agresivos.
Aunque la propiedad raíz haya sido destronada en parte, la burguesía se aferra a la vieja moral que ve en la solidez de la familia una garantía de la propiedad privada. Exige que la mujer se quede en casa con una agresividad proporcional a la amenaza que supone su emancipación. En el seno mismo de la clase obrera, los hombres trataron de frenar esta liberación, porque veían en las mujeres peligrosas competidoras, sobre todo al estar acostumbradas a trabajar por bajos salarios.1
Para probar la inferioridad de la mujer, los antifeministas apelaron, no solo, como antes, a la religión, la filosofía, la teología, sino también a la ciencia: biología, psicología experimental, etc. Como mucho, se concedía al otro sexo “la igualdad dentro de la diferencia”. Esta fórmula, que tuvo tanto éxito, es muy significativa. Es exactamente lo que dicen sobre los negros de Estados Unidos las leyes Jim Crow. Sin embargo, esta segregación supuestamente igualitaria solo ha servido para introducir las discriminaciones más extremas.
La situación de inferioridad
No es casual: puede tratarse de una raza, de una casta, de un sexo, reducidos a una condición inferior, pero los procesos de justificación son los mismos. “El eterno femenino” es el homólogo del “alma negra” y del “carácter judío”. El problema judío es en cualquier caso muy diferente de los otros dos: para el antisemita, el judío no es tanto un ser inferior como un enemigo y no se le reconoce espacio alguno en este mundo. Se trata más bien de aniquilarlo.
Encontramos, sin embargo, profundas analogías entre la situación de las mujeres y la de los negros. Unas y otros se emancipan ahora de un mismo paternalismo y la casta que los oprimió quiere mantenerlos “en su lugar”, es decir, en el lugar elegido para ellos. En ambos casos prodiga infinitas alabanzas más o menos sinceras sobre las virtudes del “buen negro” de alma inconsciente, infantil, risueña, del negro resignado, y de la “mujer mujer”, es decir, frívola, pueril, irresponsable, la mujer sometida al hombre. En ambos casos, sus argumentos proceden del estado de hecho que ha creado la misma casta.
Es bien conocida la frase de Bernard Shaw: “El norteamericano blanco —viene a decir— relega al negro al rango de limpiabotas. De ello deduce que solo sirve para limpiar zapatos”. Encontramos este círculo vicioso en múltiples circunstancias análogas. Cuando se mantiene a un individuo o un grupo de individuos en situación de inferioridad, el hecho es que es inferior. Pero tendríamos que ponernos de acuerdo sobre el alcance de la palabra ser. La mala fe consiste en darle un valor sustancial, cuando tiene un sentido dinámico hegeliano. Ser es llegar a ser, es haber sido hecho tal y como le vemos manifestarse. Sí, las mujeres en su conjunto son actualmente inferiores a los hombres, es decir, su situación les abre menos posibilidades. El problema es saber si este estado de cosas debe perpetuarse.
Muchos hombres lo desean: no todos han renunciado a ello. La burguesía conservadora sigue viendo en la emancipación de la mujer un peligro que amenaza su moral y sus intereses. Algunos varones temen la competencia femenina. En Hebdo-Latin, un estudiante declaraba el otro día: “Toda estudiante que llega a ser médico o abogado nos roba un puesto”. Son las palabras de alguien que no se cuestiona sus derechos en este mundo.
Los intereses económicos no son los únicos en juego. Uno de los beneficios que la opresión ofrece a los opresores es que el más humilde de ellos se siente superior: un “pobre blanco” del sur de los Estados Unidos tiene el consuelo de decirse que no es un “sucio negro”. Los blancos más afortunados explotan hábilmente este orgullo. De la misma forma, el más mediocre de los varones se considera frente a las mujeres un semidiós.
Los beneficios del hombre
Era mucho más fácil para Montherlant considerarse un héroe cuando se enfrentaba con mujeres (elegidas por otra parte con este fin) que cuando tuvo que mantener ante otros hombres su papel de hombre: papel que muchas mujeres desempeñaron mejor que él. Por ejemplo, en septiembre de 1948 en uno de sus artículos del Figaro Littéraire, Claude Mauriac —cuya poderosa originalidad puede admirar todo el mundo— podía2 escribir sobre las mujeres: “Escuchamos con un tono (¡sic!) de educada indiferencia… a la más brillante de ellas, sabedores de que su espíritu refleja de forma más o menos deslumbrante ideas que les vienen de nosotros”.
Evidentemente, lo que refleja su interlocutora no son las ideas de Claude Mauriac en persona, habida cuenta de que no se le conoce ninguna. Es posible que refleje las ideas que le vienen de los hombres, pero entre los mismos varones siempre hay más de uno que considera suyas opiniones que no ha discurrido.
“Nadie es más arrogante, agresivo o desdeñoso con las mujeres que un hombre preocupado por su virilidad. Los que no se sienten intimidados por sus semejantes están también mucho más predispuestos a reconocer en la mujer a un semejante.”
Podemos preguntarnos si Claude Mauriac no tendría interés en enfrentarse con un buen reflejo de Descartes, de Marx, de Gide, más que consigo mismo. Lo más notable es que con el equívoco del nosotros se identifica con San Pablo, Hegel, Lenin, Nietzsche, y desde la altura de su grandeza considera desdeñosamente al rebaño de mujeres que se atreven a hablarle en pie de igualdad. A decir verdad, conozco a más de una que no tendría paciencia para conceder a Mauriac “un tono de educada indiferencia”.
He insistido en este ejemplo porque la ingenuidad masculina es pasmosa. Los hombres tienen muchas maneras más sutiles de aprovecharse de la alteridad de la mujer. Para todos los que sufren complejo de inferioridad, se trata de un bálsamo milagroso: nadie es más arrogante, agresivo o desdeñoso con las mujeres que un hombre preocupado por su virilidad. Los que no se sienten intimidados por sus semejantes están también mucho más predispuestos a reconocer en la mujer a un semejante. Pero incluso estos últimos se aferran, por muchas razones, al mito de la Mujer, de la Alteridad.3
No podemos reprocharles que no renuncien alegremente a todos los beneficios que obtienen con esta situación. Saben lo que pierden si renuncian a la mujer tal y como la sueñan. Pero ignoran lo que les aportará tal y como será en el futuro.
La desigualdad concreta
Es necesaria mucha abnegación para rechazar una posición de Sujeto único y absoluto. Además, la gran mayoría de los hombres no asume explícitamente esta pretensión. No posicionan a la mujer como un ser inferior, están demasiado imbuidos del ideal democrático como para no reconocer que todos los seres humanos son iguales.
Para el niño, el joven, la mujer está revestida en el seno de la familia de la misma dignidad social que los adultos varones. Luego experimenta lleno de deseo y de amor la resistencia, la independencia de la mujer deseada y amada. Una vez casado, respeta en la mujer a la esposa, la madre, y en la experiencia concreta de la vida conyugal, ella se afirma frente a él como una libertad. Así puede convencerse de que entre los sexos ya no existen jerarquías sociales y que más o menos, a pesar de las diferencias, la mujer es una igual.
Como observa, no obstante, algunas inferioridades —la más importante es la incapacidad profesional— las achaca a la naturaleza. Cuando mantiene con la mujer una actitud de colaboración y buena voluntad, desarrolla el principio de la igualdad abstracta. Sin embargo, la desigualdad concreta que puede comprobar, no es él quien la enuncia. Ahora bien, en cuanto entra en conflicto con ella, la situación se invierte: desarrolla el principio de la desigualdad concreta y se permitirá incluso negar la igualdad abstracta.4
Así es como muchos hombres afirman casi de buena fe que las mujeres son iguales al hombre, que no tienen nada que reivindicar y, al mismo tiempo, que las mujeres nunca podrán ser iguales al hombre y que sus reivindicaciones son vanas.
Es difícil para el hombre medir la enorme importancia de discriminaciones sociales que desde fuera parecen insignificantes y cuyas repercusiones morales, intelectuales, son tan profundas en la mujer que puede parecer que tienen su causa en una naturaleza originaria.5 Por mucha simpatía que tenga el hombre por la mujer, nunca conoce del todo su situación concreta.
Por eso no se puede creer a los varones cuando se esfuerzan por defender unos privilegios cuyo alcance mismo son incapaces de medir. No nos dejaremos intimidar por el número y la violencia de los ataques dirigidos contra las mujeres, ni engañar por los elogios interesados que recibe la “mujer mujer”, ni ganar por el entusiasmo que suscita su destino entre hombres que no quisieran compartirlo por nada en el mundo.
Buscar la verdad
No obstante, no debemos considerar con menor desconfianza los argumentos de las feministas. A menudo el afán de polémica los invalida totalmente. Si el “conflicto de las mujeres” es tan estéril, es porque la arrogancia masculina lo ha convertido en una polémica, y cuando se discute no se razona bien. Lo que se ha tratado de probar incansablemente es que la mujer es superior, inferior o igual al hombre.
Creada después de Adán, es evidentemente un ser secundario, dicen los unos. Por el contrario, dicen los otros, Adán solo era un boceto y Dios logró la perfección en el ser humano cuando creó a Eva. Su cerebro es más pequeño / pero es relativamente más grande; Cristo se hizo hombre / quizá fuera por humildad.
Cada argumento trae enseguida su contrario y a menudo ambos se asientan sobre bases falsas. Si queremos intentar ver claro, hay que salir de este lodazal. Hay que rechazar las vagas nociones de superioridad, inferioridad e igualdad que han pervertido todas las discusiones, y partir de cero.
¿Y cómo plantearse la cuestión? En primer lugar, ¿quiénes somos para plantearla? Los hombres son juez y parte, las mujeres también. ¿Dónde encontrar un ángel? En realidad, un ángel no estaría demasiado cualificado para hablar, pues ignoraría todas las circunstancias del problema. En cuanto al hermafrodita, es un caso muy singular: no es al mismo tiempo hombre y mujer, sino más bien ni hombre ni mujer.
Creo que para clarificar la situación de la mujer, algunas mujeres siguen ocupando la mejor posición. Es un sofisma pretender encerrar a Epiménides en el concepto de cretense y a los cretenses en el de mentirosos. La buena o la mala fe no les viene dictada a los hombres y a las mujeres por una misteriosa esencia. Es su situación la que los predispone más o menos a buscar la verdad.
El hecho de ser femenino
Muchas mujeres de nuestro tiempo, que han tenido la suerte de recuperar todos los privilegios del ser humano, pueden darse el lujo de ser imparciales: para nosotras es hasta una necesidad. Ya no somos como nuestras mayores unas luchadoras, más o menos, hemos ganado la partida.
En los últimos debates sobre la condición de la mujer, la ONU no ha dejado de reclamar imperiosamente que la igualdad de los sexos se haga por fin realidad y ya muchas de nosotras nunca han tenido que vivir su feminidad como una molestia o un obstáculo. Hay muchos problemas que nos parecen más esenciales que los que nos afectan en particular. Este mismo distanciamiento nos permite esperar que nuestra actitud será objetiva.
No obstante, conocemos más íntimamente que los hombres el mundo femenino, porque en él tenemos nuestras raíces. Captamos con mayor inmediatez lo que significa para un ser humano el hecho de ser femenino; y nos preocupamos más por saberlo.
“Hay que rechazar las vagas nociones de superioridad, inferioridad e igualdad que han pervertido todas las discusiones, y partir de cero.”
He dicho que había problemas más esenciales. Eso no impide que este tenga para nosotros alguna importancia. ¿En qué medida el hecho de ser mujeres ha afectado a nuestra vida? ¿Qué oportunidades exactamente se nos han dado y cuáles se nos han negado? ¿Qué suerte les espera a nuestras hermanas más jóvenes y en qué sentido hay que orientarlas?
Es curioso que el conjunto de la literatura femenina esté movido en nuestros días no tanto por una voluntad de reivindicación como por un esfuerzo de lucidez. Al salir de una era de polémicas desordenadas, este libro es un intento entre otros de situarnos.
Sin duda, es imposible tratar ningún problema humano sin tomar partido. La forma misma de plantear los problemas, las perspectivas adoptadas, suponen una jerarquía de intereses. Toda cualidad envuelve unos valores. No existen descripciones supuestamente objetivas que no se alcen sobre un trasfondo ético. En lugar de tratar de disimular los principios que se sobrentienden más o menos explícitamente, más vale plantearlos. Así no será necesario precisar en cada página el sentido que damos a las palabras superior, inferior, mejor, peor, avance, regresión, etcétera.
La libertad de la mujer
Si examinamos algunas de las obras consagradas a la mujer, veremos que uno de los puntos de vista más habituales es el del bien público, el interés general. En realidad, cada cual entiende con ello el interés de la sociedad tal y como desea mantenerla o establecerla. Desde aquí consideramos que no hay más bien público que el que garantiza el bien privado de los ciudadanos. Juzgamos las instituciones desde el punto de vista de las oportunidades concretas que procuran a los individuos.
Tampoco hay que confundir la idea de interés privado con la de felicidad: se trata de otro punto de vista que se da con frecuencia. ¿Las mujeres de un harén no son más felices que una electora? ¿El ama de casa no es más dichosa que una obrera? No sabemos demasiado lo que significa la palabra felicidad, y mucho menos cuáles son los valores auténticos que encubre. No hay ninguna posibilidad de medir la felicidad ajena y siempre es fácil declarar feliz una situación que se quiere imponer. En particular, cuando se condena a alguien a estancarse, se le declara feliz con el pretexto de que la felicidad es la inmovilidad.
Por lo tanto, no nos vamos a referir a esta noción. La perspectiva que adoptamos es la de la moral existencialista. Todo sujeto se afirma concretamente a través de los proyectos como una trascendencia, solo hace culminar su libertad cuando la supera constantemente hacia otras libertades. No hay más justificación de la existencia presente que su expansión hacia un futuro indefinidamente abierto. Cada vez que la trascendencia vuelve a caer en la inmanencia, se da una degradación de la existencia en un “en sí”, de la libertad en facticidad. Esta caída es una falta moral si el sujeto la consiente. Si se le inflige, se transforma en una frustración y una opresión. En ambos casos, se trata de un mal absoluto.
“¿En qué medida el hecho de ser mujeres ha afectado a nuestra vida? ¿Qué oportunidades exactamente se nos han dado y cuáles se nos han negado? ¿Qué suerte les espera a nuestras hermanas más jóvenes y en qué sentido hay que orientarlas?”
Todo individuo que se preocupe por justificar su existencia la vive como una necesidad indefinida de trascenderse. Ahora bien, lo que define de forma singular la situación de la mujer es que, siendo como todo ser humano una libertad autónoma, se descubre y se elige en un mundo en el que los hombres le imponen que se asuma como la Alteridad. Se pretende petrificarla como objeto, condenarla a la inmanencia, ya que su trascendencia será permanentemente trascendida por otra conciencia esencial y soberana.
El drama de la mujer es este conflicto entre la reivindicación fundamental de todo sujeto que siempre se afirma como esencial y las exigencias de una situación que la convierte en inesencial.
¿Cómo puede realizarse un ser humano dentro de la condición femenina? ¿Qué caminos se le abren? ¿Cuáles conducen a un callejón sin salida? ¿Cómo recuperar la independencia en el seno de la dependencia? ¿Qué circunstancias limitan la libertad de la mujer? ¿Las puede superar? Son las preguntas fundamentales que quisiéramos dilucidar. Lo que viene a ser que, si nos interesamos por las oportunidades del individuo, no definiremos esas oportunidades en términos de felicidad, sino de libertad.
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1 Véase la segunda parte, IV [El segundo sexo, parte 2, capítulo 4].
2 O al menos creía poder.
3 El artículo de Michel Carrouges publicado sobre este tema en el número 292 de Cahiers du Sud es significativo. Escribe con indignación: “¡Quisiéramos que no hubiera mito de la mujer, sino un cortejo de cocineras, de matronas, de prostitutas, de marisabidillas con una función útil o placentera!”. Es decir, para él la mujer no tiene existencia para sí. Considera únicamente su función en el mundo masculino. Su finalidad está en el hombre, y solo así es posible preferir su “función” poética a cualquier otra. La cuestión es precisamente saber por qué habría que definirla con respecto al hombre.
4 Por ejemplo, el hombre declara que no encuentra disminuida en nada a su mujer por el hecho de que no tenga una profesión: las tareas del hogar son igualmente nobles, etc. No obstante, a la primera pelea, exclama: “No serías capaz de ganarte la vida sin mí”.
5 Describir este proceso será el objeto del volumen II de este estudio.
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