Últimos manantiales de Isabel Díez Serrano

En “Temblor de manantiales” (Ed, Deslinde, 2022), Isabel Díez Serrano se acerca al tema de la muerte desde una postura mística y desafiante.

Imagen del libro "Temblor de manantiales", publicado por Ediciones Deslinde en 2022.
Imagen: Brian Vilche

El tema de la muerte esculpe los versos de Isabel Díez Serrano en su poemario Temblor de manantiales. Ese arquetipo inexorable e ineludible los atraviesa junto a la llama del misticismo que habita en la poeta y la sostiene. Tanto en sus breves poemas, los haikus, como en los sonetos, o el verso libre, hay un hilo conductor que remeda la visión jadeante de la muerte, la finitud de la vida.

Así lo afirma la propia autora cuando expresa que “su amor es eterno, y la muerte no puede vencerlo, porque es parte de la vida”, de esa transgresión del aquí y el ahora, esa continuidad que da el alma al amor de los cuerpos físicos, para fundirlos en epopeya y mito, en trascendencia y contradicción y que sólo la poesía puede abordar. La muerte crea un vínculo indisoluble de unión entre los amantes, una fuerza gravitacional que impide la separación de los seres unidos por un amor puro. 

La poeta eterniza ese sentimiento en lo más íntimo, le rinde tributo en sus versos donde sabe que permanecerá inalterado e intacto, a pesar de la partida. Acuden a nosotros los versos inmortales de Francisco de Quevedo,… Polvo serán, más polvo enamorado, de amor constante más allá de la muerte”. Es, sin lugar a dudas, la pura conmoción con el incansable y cósmico dolor que se tiñe de un aliento de aceptación resignada y de soledad.

Desde el inicio del texto, la singular precisión y belleza hacen gala. Las imágenes sentencian una circunstancia dolorosa ante la partida definitiva del esposo, la ausencia de la luz en las retinas que le impiden ver el dolor que destila su corazón y que petrifica y enmudece su palabra. Hace un viaje a su ser interno y allí arropa su alma y la de su amado “como palomo herido”. Lo carga en su piel, deja que transite en sus espacios cálidos y espera la madrugada, y emprender el vuelo de las noches de enero, de la “gaviota solitaria”, de los versos que se amontonan junto al sueño.

Mientras, ella se ovilla entre la luz y la sombra, en los sitios donde el mar es más recio y despierta la lava que lame las laderas y la herrumbre. Entonces vuelve a sí misma, al “cuerpo tullido” que de poco le sirve porque se han quedado secos sus manantiales y su sombra se recorta en la penumbra que proyectan las rosas secas, el otoño que eleva un “rostro iluminado y tan durmiente” que guarda el mármol frío, junto a sus fuerzas y las “perlas cósmicas” que humedecen su suelo y la futura morada en el “marmóreo lecho.

Un alma transida por el dolor

Un momento sobrecogedor de profundo lirismo y de íntima entrega lo encontramos en el poema “Soy violeta”. En esa identificación con las delicadas corolas, tiernas y sensibles como el alma donde se acuna con alegría el amor, se siente el despertar del sopor vivido al llegar el alba sumida en el aroma de las violetas. Las protege del fuego que ella misma persigue, para quedar encendida como las rojas amapolas.

El arco de las visiones nocturnas la atrapan y quedan ancladas en sus ojos. Allí habita la silueta del amado que la posee y la inmortaliza, en la fe que le asiste, y queda atada a las cuentas de su rosario interior. Apacigua los deseos carnales, los recuerdos, colocando su vida en la justa balanza, “saturada de espejos” para contemplar ese cántico feliz de su templanza.

Estamos frente a un texto del cual emana la riqueza interna poco común y sorprendente. En cada verso salta el temblor de un alma transida por el dolor, que ama más allá de la muerte y de la vida y como ella misma afirma, su voz nunca quedará aparcada. No se desprende de lo cierto, de lo verdadero que la engalana, que la conduce y la lleva a transitar las constelaciones en una copulación cósmica y eterna lejos del barro. Allí queda, por fin, estacionaria en la estrella que le fue asignada, y habita en ella libre de ropajes y de máscaras.

Un manantial de calma donde habita la simiente de ese amor

En este libro, Isabel Díez Serrano transgrede los espacios en las sensaciones que ceden las energías de los seres vivientes, de las aves y el vuelo que se detiene sobre las manos del ser amado y se asoma a ese recinto íntimo y sagrado de su pecho para entonar la más delicada melodía. Un dulce bálsamo alivia su dolor y alienta la esperanza de que un día terminen las ausencias y puedan desplegar sus alas a los espacios siderales llevando con ella su verso, El alma lavada con las aguas bautismales contemplará desde fuera sus propios jardines y los aromas que emanan de ellos.

La autora define su ser como un manantial de calma donde habita la simiente de ese amor, en cada estación que golpea los cristales de sus ventanas, en cada estado de ánimo, en la alegría y en el dolor; pero que trae consigo la buena miel.

Su voz es apremiante en el poema “Mi casa siempre es luz, es esa fuente, donde las imágenes definen la grandeza de una creadora que saca a relucir en sus textos la maestría de un ingenio poético. La casa, refugio material y espiritual como un símbolo de la fuente interna, donde habitan y se desbordan sus emociones y desconciertos e inundan el jardín de su alma, nutre la fe que le permite recrearse en su lirismo y la arropa en su propio centro. La fuente que nunca se seca es testigo del dolor y la alegría, de la presencia de los días y las noches, de los amaneceres todos.

Confiesa a los astros su tristeza, a ese racimo de estrellas que acampa ante sus ojos, y es testigo de los colores y la magia del silencio que tiñen el espíritu y la acompañan en las noches más negras, más frías. Es el éxtasis del amor, el milagro de la presencia divina que lo colorea y lo sostiene.

Las emociones están latentes en el temblor de sus manantiales, de su “última playa de olivina” y corales, de sílfides y ondinas donde sumerge su sentir. Al amor puro la muerte no ha podido borrarlo. En sus valles aún florecen los lirios y las rosas blancas”, y es fiel a su aroma, a su presencia intangible, a las retinas que quedaron presas en sus retinas, en la pura absolución de sus caídas, en la eterna e indisoluble comunión de las almas.

Prólogo de la poeta Vivian Dulce Vila Morera al libro Temblor de manantiales (Ed, Deslinde, 2022), de Isabel Díez Serrano.

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