Jugo de Mamaya | La boca llena de hormigas
La precariedad, la violencia machista y el desamparo institucional, actualmente coloca a las mujeres cubanas en mayor estado de riesgo. El testimonio de Gessliam activa nuevas alarmas en una Cuba sin resguardos.
Salgo de un ensayo. Son las cinco de la tarde y debo recoger al niño en Lawton. Estoy en el semáforo de Infanta y San Rafael. Tengo mucho sueño. Llevo días durmiendo tres horas, comiendo poco y entrenando demasiado para una obra que se estrena en dos semanas. El cansancio es como una droga potente que me embota el cerebro. Pero necesito recoger al niño, preparar la comida y seguir estudiando mis textos.
Las guaguas están repletas y pienso que es mejor hacer botella (auto stop) para llegar un poco menos descuartizada. Alguien me adelanta hasta el semáforo de Zanja e Infanta. Allí sigo preguntando a todo el que parece escucharme mientras dura la roja.
Están cayendo goticas y la tarde es un amasijo nublado sobre los edificios viejos. Alguien me dice que entre.
—¿A dónde vas? —pregunta el hombre.
Maneja un Lada con chapa estatal. El carro es gris como este día.
El chofer tiene pinta de oficina, camisa de rayas, cuarentón buena onda.
—Estoy buscando la Calzada de Diez de Octubre. En realidad, no estoy acostumbrada a hacer botella y menos por esta zona, pero no aguanto una guagua más —le digo.
—¿Estás cansada? —pregunta.
Un cuarentón "buena onda"
Tengo una extraña sensación, como si de repente a mi lado alguien quisiera saber de mi vida. Es agradable el interés y le cuento que sí, que estoy muy cansada, que actúo en una obra de teatro próxima a estrenar y que soy madre soltera en busca del hijo.
Quiere saber de qué trata la obra, de dónde vengo y cuándo estreno. Le cuento un poco pensando que quizás se compadece y me adelanta más allá de donde tiene pensado.
Hablo mucho, más de lo normal. Veo que me escucha con atención. Siento ese interés como algo nuevo. Nunca antes experimenté tanta curiosidad de parte de un extraño, curiosidad donde no percibo ningún rastro de atracción física, más bien ganas de saber, de reunir información y hacerme sentir cómoda y valorada.
Comienza a llover. Se desvía de Infanta y toma a la derecha. Me parece raro esto y le pregunto.
—Mira, voy a dejarte en Juan Delgado, pero antes debo pasar cerca de allí para recoger un encargo —.
Me parece genial.
Comienza a transitar por callejones delgados que nunca había visto, mientras me pregunta acerca de la obra y de mi vida. Le comento sobre la situación del país, le digo abiertamente lo que pienso.
Él no opina. Sólo pregunta. Dice algo cuando ve que surge un silencio. Se parece un poco a ciertos conductores de TV que no permiten baches en su show. Es curiosa esa intención de mantenerme entretenida.
Desaparecida
—Oye, esta parte no la conozco —le comento al ver que estamos moviéndonos en un laberinto de calles retorcidas y barrios insalubres.
Mi reloj interno saca la cuenta del rato que llevamos moviéndonos. Este camino no parece llevarnos a ninguna parte cercana a Juan Delgado.
Él responde que está cortando camino. Me pregunta si creo que esto va a mejorar.
Comienzo a hablar apasionadamente. Le digo que ya los cubanos hemos perdido la fe y que necesitaríamos motivación y de un cambio radical.
Hablo de la sociedad, de los patrones equivocados que hace falta desmontar. Hablo del tiempo que se pierde en las colas, en las guaguas, en la supervivencia de sacar a flote lo básico. Mientras hablo percibo que las calles se vuelven más estrechas, menos transitadas y las casas alrededor son cada vez más pequeñas y escasas.
Me resulta extraño este paisaje de la Habana. Definitivamente nos movemos por un lugar desconocido que parece cada vez menos ciudad. Tengo sentimientos encontrados. Me siento a gusto con este chofer atento que es como un amigo mientras el entorno se vuelve un poco agreste en una tarde que no escampa.
—¿Oye, dónde estamos? Esto no es Juan Delgado.
—Estamos cerca, no te preocupes —responde con una paz casi zen.
Siento como si el tiempo se hubiera detenido en ese Lada gris y lleváramos siglos moviéndonos en círculos cada vez más absurdos y desconocidos.
—¿Cuéntame del niño, qué edad tiene?
Siento que hay demasiada atención, que no machea tanta amabilidad con este ir y venir por un lugar que no llega al destino pactado. Hablamos un rato, mientras él se esfuerza en sacar temas y frases comprensivas y yo siento su carisma como una manta que me envuelve, mientras el carro avanza y avanza por lugares cada vez más raros.
La sensación de estar desubicada es demasiado fuerte, no puedo con la presión de sentir que algo está pasando o puede pasar.
—Mira, déjame por aquí, no quiero molestar.
Él me mira sin inmutarse.
—Muchacha, no te preocupes que ya estamos cerca, además está lloviendo. Mira, te voy a llevar directo para que recojas al niño y no te mojes.
Sigue moviéndose por esos recovecos que parecen pertenecer a un barrio periférico de casuchas insalubres.
—Déjame aquí.
Siento una voz interior que enciende un bombillo rojo.
—Niña, relájate que está lloviendo. Estamos cerca de Juan Delgado —insiste con tranquilidad. —No, déjame aquí —le digo.
—Está bien, pero déjame sacarte de este barrio que es peligroso.
¿Oye —le comento —sabes que hay gente desaparecida?
—¿Ah sí? —me dice con una sonrisa incrédula.
—¿Dónde supiste eso?
Le respondo que en Facebook hay publicaciones sobre mujeres y adolescentes que llevan meses sin aparecer, que la hermana de un conocido está perdida y no se sabe nada de ella.
—No le hagas caso a esas cosas, hay mucho invento en las redes —me dice tranquilamente.
Esa calma, esa relajación me asusta, no sé por qué.
—Mira, déjame aquí mismo. Gracias por todo.
—Muchacha, que te voy a llevar hasta tu casa.
—No, déjame aquí.
—Niña, que está lloviendo y estamos cerca, espera un poco.
—¡¡¡No, déjame aquí!!!
— Allá tú, te vas a mojar.
Su insistencia no me tranquiliza. Siento que es el momento de salir, que puede pasarme algo. La voz interior está en modo grito con los bombillos a punto de estallar.
—¡Déjame aquí o me tiro!
—Estás loca, dice sonriendo y para el Lada.
Me bajo y espero a que se aleje. El corazón está a mil. Camino hasta un parqueo. Mientras tanto comienzo a preguntarme si el sueño acumulado no me habrá hecho reaccionar exageradamente.
Quizás me enfantasmé, me puse paranoica, pienso. Tengo la práctica de cuestionarme para no perder la perspectiva, para no perderme.
Está cayendo una llovizna fina que me parece agradable, su contacto me centra. No sé qué pensar. Llego al parqueo. Es un espacio amplio y vacío que pertenece a alguna empresa estatal donde la desidia se acumula en forma de herrumbre. Hay dos custodios sentados en una garita mientras la radio emite una revista musical.
—¿Buenas tardes, pueden decirme cómo llego a Diez de Octubre y Vía Blanca o Santa Catalina?
Los hombres me explican. Me entero de que el camino a mi casa está en dirección contraria a donde me llevaba el Lada gris.
Agradezco la información y avanzo con un escalofrío en el alma. Saco el móvil, busco la ubicación en Google y lo más cercano que encuentro al destino que esperaba junto a ese “chófer amable” es el Bosque de la Habana.
Respiro mientras avanzo bajo la lluvia que poco a poco desaparece. Recuerdo las señales, las preguntas, el interés amable, la insistencia en conocer de mi vida y descubro que estuve cerca de un monstruo, que pudo pasarme algo terrible.
Al llegar junto a mi hijo lo abrazo y pienso en que ese día estuve a punto de no verlo más, de que mi niño se quedara esperando eternamente.
Quiero olvidarlo todo y hacer mi vida como si no pasara nada, pero es difícil saber que alguien estuvo a punto de hacerte daño, y anda en su carro gris de chapa estatal moviéndose por la ciudad con su pinta de tipo confiable.
Pienso en el caso de la hermana de un conocido desaparecida en Ranchuelo hace más de seis meses (su nombre es Yeniset Rojas), en pleno día sin que nadie pueda decir qué le pasó. Pienso en otras mujeres, en ciertos niños. Me pregunto si no habría algún tipo amable que les dio botella y se los llevó a algún lugar mientras les preguntaba por sus vidas con una curiosidad que los hizo sentir importantes, únicos, más allá de una vida normalizada por la rutina, para dejarlos en una dimensión sin retorno.
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