Leves gestos de la muerte, cómo buscar a un desaparecido en Cuba
Héctor Cordero González fue alfabetizador a los 13 años, guerrillero cubano en Angola, formó dos familias y un día, cuando tenía 70 años, dejó su laptop y sus tarjetas bancarias a sus hijas y marchó. Hace cuatro años que no se sabe nada de él.
Hace cuatro años que no sabemos dónde está mi padre. ¿Quién puede desaparecer a voluntad en una isla vigilada? ¿A dónde va quien no quiere que lo encuentren? ¿Por qué un padre desea desaparecer?
La mañana del día en que no regresó estuvo temprano en la casa de mi hermana. Era un lunes, 12 de noviembre de 2018. Se sentó en el sillón de la sala. Estaba calmado, parco. Como siempre. Nada le impidió sostener una conversación lineal, que no subiera de tono, que nada trasluciera; ni siquiera darse cuenta de un piquete que tenía mi hermana en la nariz. Llevaba, en una mochila, sus tarjetas de banco y su computadora. Las entregó junto con algunas recomendaciones de uso, como quien sabe que va a morir y ofrece su único patrimonio: un poco de dinero y un ordenador. Escribió la contraseña de la computadora en una libreta; después dijo voy a hacer un viaje, cuando regrese recojo las tarjetas. Se levantó, le dio un beso a mi hermana y salió caminando.
Había comprado la computadora después de retirarse. Para entretenerse, para seguir haciendo algo. Una Gateway negra que yo envidiaba cada vez que tenía que escribir en un aparato viejo y legendario que él mismo le había comprado a su hijastra para dármelo. Para que yo pudiera trabajar. Las tarjetas de banco eran su mayor bien y orgullo. Fue lo único que se llevó el día que se fue de la casa, lo único que reclamó. Ustedes se quedan con la casa, yo con el dinero.
Desde entonces, me daba un poco de ese dinero cada mes. A mi hermana, no. Yo era menor de edad cuando mis padres se divorciaron.
Devolver sus tarjetas de banco debió de ser un acto redentor. Una disculpa. Un regreso a nuestra niñez y a nuestra familia. Su forma más nítida de demostrar presencia, protección, cariño. Ese 12 de noviembre dijo que, quizá, la Gateway me haría falta, pero que si no la quería que se la dieran a mi sobrina, él no hacía nada productivo con el aparato. De las tarjetas, mi hermana debía extraer dinero para mandarme. No hubo nada raro en aquel despojo. Era un acto de amor de un padre hacia sus hijas. No quise la laptop.
«Hace cuatro años que no sabemos dónde está mi padre. Quién puede desaparecer a voluntad en una isla vigilada. A dónde va quien no quiere que lo encuentren. Por qué un padre desea desaparecer».
El miércoles 14 de noviembre mi hermana recibió un mensaje de texto. Era la mujer con la que mi padre se había fugado hacía veinte años. A. pedía que la llamara por teléfono. Mi hermana salió y buscó por el barrio un teléfono para comunicarse. Sentada en la sala de una vecina marcó el número de la mujer de mi padre y escuchó. Héctor no ha regresado a la casa desde el lunes. Llamé a Santa Clara y no está allá. Llamo a su celular y está apagado. Nadie sabe dónde está. Nosotros habíamos tenido una pequeña discusión, pero eso no es motivo para que no haya regresado. Debes ir a la Policía y hacer la denuncia.
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Desde que tengo memoria, mi padre trabajaba en una fábrica de cemento, rodeado de molinos que trituraban caliza y arcilla mientras rotaban sobre sí mismos para que las bolas en su interior colisionaran. Solía regresar en las tardes aún con un casco sobre su cabeza, un casco amarillo que yo distinguía desde el balcón de mi casa entre un sendero de edificios. Vestía siempre overol y botas, y cargaba una mochila llena de agendas e instrumentos. No puedo recordar si mi padre me llevó o me buscó en la escuela primaria alguna vez. Recuerdo que me esperaba a la salida cuando yo estudiaba el décimo grado. En ese entonces no vivíamos juntos. Yo no entendía por qué me esperaba en una esquina. Caminábamos juntos unas cuadras, casi sin hablar. Luego se alejaba. Recuerdo a mi padre alejándose, una y otra vez.
Héctor Cordero González había nacido en Guayos, un pueblito desolado, de casas endebles y poca armonía, ubicado en el centro geográfico de la isla, el 13 de abril de 1948. Era nieto de un español refugiado de la Guerra Civil. Cuando era pequeño se mudó junto con sus padres y su hermana a Santa Clara, una ciudad que podía ofrecer algo más que soledad a la familia. Luego de un primer matrimonio, sin hijos, conoció a mi madre mientras estudiaba en las noches ingeniería mecánica en la Universidad Central de Las Villas.
Mi hermana nació en 1977 y cinco años después decidieron mudarse a Cienfuegos. Si trabajaban en la Fábrica de Cemento “Karl Marx” y soportaban vivir en un albergue que estaba a pocos metros de la polvareda y el ruido de las maquinarias, les otorgarían la posibilidad de pagar una casa a plazos. Y así lo hicieron. Mi hermana, que se había quedado con mi abuela materna en Santa Clara, se mudó a Cienfuegos cuando tuvieron la casa. Yo nací en 1987, tres años después de que perdieran a otra niña que nació con deficiencia orgánica. Mi padre tenía 39 años y hacía un año que había regresado de Malanje, Angola.
Había ido a África como militar, sin serlo. Dos años estuvo en una zona donde la guerra no era intensa. La obsesión redentora de Fidel Castro por financiar guerrillas y mandar a los cubanos a morir en guerras ajenas alcanzó a mi padre. Fue uno de los 490 mil cubanos que sirvieron en África. 7.200 nunca regresaron.
Desde Malanje enviaba cartas y fotos para mi madre y mi hermana. Dedicatorias escuetas, desprovistas de afecto y con letras perfectamente trazadas para haber sido escritas desde un terreno hostil. Parecía que nada podía perturbarlo. Para mi hija Hecmay y mi esposa Magdalena. De su pipo. Héctor. Anotaba, a veces, el día, mes y año, su nombre y el sitio donde estaba. Las fotos son en blanco y negro; otras, en sepia. Casi siempre está serio y de pie. Viste pantalón, camisa de mangas largas y gorra de camuflaje. Tiene botas, sus espejuelos y un zambrán del que cuelga una pistola.
En algunas imágenes carga un fusil y recoge ropa de una tendedera improvisada que se sostiene adherida a unos palos que parecen emerger del suelo, un suelo árido, triste. Más allá de la tendedera hay una casa construida con madera apilada, pero puede ser un almacén o un puesto de mando; hay árboles que parecen ser de mango, aunque son demasiado pequeños. No parece un terreno de guerra y mi padre, sin dudas, no parece un soldado. En otra foto, mi padre sostiene un mono con ternura.
Antes, en 1961 y con 13 años, había ido a alfabetizar a las lomas del Escambray, también empujado por la ola revolucionaria.
Doce meses después del triunfo de la Revolución, una violenta oposición guerrillera comenzó a operar en el Escambray. Según cálculos conservadores, fueron varias decenas de miles de personas las que sostuvieron enfrentamientos entre 1960 y 1967 con las fuerzas del poder triunfante —más de 70 mil hombres—, que terminaron sofocándolos. En medio de los conflictos militares, Fidel Castro comenzó a enviar a maestros voluntarios, sin preparación militar y sin custodia, a zonas intrincadas, zonas de guerra. Conrado Benítez fue el primer maestro asesinado.
Las brigadas de la campaña oficial de alfabetización llevaban el nombre de Conrado Benítez. Asesinaron a uno y enviaron a 100 mil. Mi padre había burlado a la muerte dos veces. Dos escapes. Dos territorios hostiles.
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Desde los años ochenta, desaparecer en Cuba es sinónimo de huir del país. Si alguien no era visto por un tiempo, significaba que se había fugado de la isla. Desaparecer era entonces algo próspero, anhelado incluso, siempre que el mar no se tragara la desesperación de quien intenta llegar a salvo a la otra tierra. La escasez de medios para comunicar las tragedias hizo que muchas familias, amigos, conocidos vivieran con una dualidad de sentimientos: felices con la desaparición, pero en espera siempre de la posibilidad de la muerte.
En la última década, irse de Cuba es aparecer. Aparecer en una filmografía casi en tiempo real de travesías, ya sea a bordo de una precaria balsa o escondido en un camión que atraviesa fronteras, Honduras, Guatemala, México, o hundiéndose en la selva del Darién o escapando entre Bosnia, Serbia, Croacia y Eslovenia para llegar a España. En los últimos años también se han conocido casos de desapariciones en el interior del país. La mayoría sin resolución, sin informaciones oficiales, sin acompañamiento; muchas son mujeres: femicidios.
- Lever Guerrero Galván desapareció el 26 de julio de 2020 en Ciego de Ávila.
- Maydeleisis Rosales desapareció el 7 de junio de 2021 en La Habana.
- Yaniset Rojas Pérez desapareció el 18 de marzo de 2022 en Villa Clara.
- Addys López Rosales desapareció el 2 de mayo de 2022 en La Habana.
- Santiago Morado desapareció el primero de julio de 2022 en Sancti Spíritus.
- Lázaro Toca Núñez desapareció el 8 de julio de 2022 en La Habana.
- Leiter Fernández Cansino desapareció el 26 de agosto de 2022 en Camagüey.
- Eddy Pascual Acosta Díaz desapareció en septiembre de 2022 en Ciego de Ávila.
- Lisbeti Molina González desapareció el 9 de septiembre de 2022 en Villa Clara.
- Ismael Buzzi Barrios desapareció el 11 de septiembre de 2022 en Santa Fe.
- Yosgany Osorio Meléndez desapareció el 12 de octubre de 2022 en Ciego de Ávila.
- Lenna Batista desapareció el primero de diciembre de 2022 en Güines.
- Freddy Machín desapareció el 30 de noviembre de 2022 en Mayabeque.
- Héctor Cordero González, mi padre, desapareció el 12 de noviembre de 2018 en Cienfuegos.
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Las desapariciones que en Cuba no están relacionadas con la huida del país, sino que responden a homicidios o suicidios, son prácticamente invisibilizadas. No es común que los familiares coloquen carteles de búsqueda en postes y puertas, como suele suceder en otros lugares, ni que lo divulguen en medios de prensa, por ejemplo, porque no hay lugar para eso. Durante muchísimos años las familias tramitaron sus desconsuelos con oficiales de la Policía que no se destacaban por su eficiencia.
Durante el último lustro se ha hecho común la divulgación de casos de desapariciones en redes sociales, gracias al acceso a Internet. Pero no es un tema que las autoridades aborden y mucho menos responden por las deficientes búsquedas. Qué recursos hay a disposición de familiares y conocidos para hallar a un desaparecido. Cuál es el protocolo. Cómo y por qué se detiene una búsqueda. Cuántos desaparecidos hay en Cuba. Cuál es la tasa de efectividad de las investigaciones. Qué pasa cuando una persona desaparece.
No hay información pública que haga posible afirmar que existe en el archipiélago un sistema para controlar e investigar las desapariciones. No hay un cuerpo especializado para ese fin. Es la sección de búsqueda y captura del Ministerio del Interior (MININT) la que se ocupa de esa tarea. La sección de búsqueda y captura del MININT es, en realidad, la encargada de capturar a los prófugos de la justicia. La mayoría de los casos parecieran manejarse, incluso, a espaldas de los familiares. Los progresos del caso se notifican cuando así lo desea el cuerpo policial.
«Las desapariciones que en Cuba no están relacionadas con la huida del país, sino que responden a homicidios o suicidios, son prácticamente invisibilizadas».
Los recursos jurídicos de los familiares son limitados. Aparte de la queja, no existen herramientas para lograr que las instituciones impulsen acciones de búsqueda eficientes y constantes. Los familiares tampoco pueden oponerse al archivamiento de las investigaciones o a la suspensión de las búsquedas. La posibilidad de que organizaciones de la sociedad civil puedan impulsar acciones de denuncia, búsqueda independiente o apoyo a los familiares es nula porque las únicas organizaciones permitidas son aquellas que cuentan con la venia del Estado.
Muchas personas nunca son encontradas.
La ley cubana establece dos estadios para que una persona desaparecida pueda ser declarada presuntamente muerta. El primero es la declaración de ausencia, a lo cual se puede proceder luego de un año de que no se sepa sobre el paradero del desaparecido. Para que el segundo se haga efectivo es necesario que transcurran al menos tres años. Luego de ese período, un familiar podrá solicitar a un tribunal que la persona desaparecida sea declarada muerta. La declaración de presunción de muerte posee iguales efectos jurídicos que la muerte natural. La fecha de la desaparición es considerada como la fecha de la muerte.
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La última vez que vi a mi padre yo estaba a punto de tomar un avión. Crucé el pasillo de no retorno y el Golfo de México, rumbo a Guadalajara. Era el sábado 13 de agosto de 2018. Lo dejé detrás. Él había insistido en acompañarme al aeropuerto. Esa mañana llegó temprano a casa. Recorrimos 60 kilómetros, de Cienfuegos a Santa Clara, casi sin hablar.
Cuando le dije que me iba del país no mostró entusiasmo ni tristeza; después le dijo a mi hermana que no me volverían a ver. Aun así, le expliqué que el viaje y la estancia parecían ser seguros, así como el trámite para sacar de Cuba a mi hijo, su único nieto varón. Me ayudó como sabía, dándome dinero para que comprara lo que necesitaba llevarme. En el aeropuerto la despedida fue breve. Un abrazo nada efusivo. Un beso de rutina. Yo regresaría de visita, como lo hice, pero él ya no estaba.
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Veinte años antes, Héctor Cordero González, mi padre, había reventado una taza de café contra la pared y se había marchado para siempre de la casa. Una niña de diez años, como yo, no sabía con certeza qué significaba marcharse para siempre. Sabía, por ejemplo, que un padre puede dejar de serlo, que la tristeza y los finales se parecen, que la ausencia se incorpora a la realidad, que está bien no querer demasiado a quien se marcha para siempre de una casa.
Su vida, desde entonces, fue confusa para mí. Al inicio insistía en que fuéramos a visitar a su nueva familia. Solo logró que yo lo hiciera una vez. Intentó sin éxito acercar a sus hijastras a mi hermana y a mí. Había prometido que iría a verme todos los días, que en el refrigerador de la casa no faltaría carne ni comida. Ni lo uno, ni lo otro. Lo veía cada vez menos y cada vez que lo tenía cerca lo sentía más lejos. Hay un gran vacío (de afecto, de cercanía, de conocimiento) entre el hombre de mi infancia y el hombre que desaparece. Los dos son mi padre, pero solo en apariencia. No me vio crecer y no lo vi envejecer. Cuando nos dimos cuenta, al parecer, era demasiado tarde.
Mi padre nunca me dijo que se iría de la casa ni por qué. Fue mi madre, mientras caminábamos por las aceras estrechas de Santa Clara rumbo a casa de mi abuela. Yo tendría nueve o diez años. Recuerdo solo que continué caminando, que no derramé una lágrima, que no pregunté. Tengo flashbacks borrosos sobre lo que sucedía en nuestra casa. Un día sentí que mi padre llegaba al amanecer. Otro día vino a hablar sobre el dinero con mi hermana y mi madre. Nunca vi cómo recogió su ropa. Las fotos familiares fueron el único rastro que quedó de él en casa.
Años después, mi padre regresó a Santa Clara para cuidar a su madre enferma, lo cual hizo hasta la muerte de mi abuela. No le bastaba o no le alcanzaba con el dinero de jubilado. Siempre fui una persona incómoda para mi abuela. No sé con exactitud qué sentía por ella. Más bien un no sentir, un no querer. Estudié cinco años en la universidad en Santa Clara y jamás visité a mi abuela. Mi padre algo sabía, algo intuía y algo aceptaba, porque jamás me pidió que fuera ni me preguntó por qué no lo hacía. Mi padre volvía a Cienfuegos, mientras aún su madre vivía, algunos fines de semana e iba a vernos, siempre por separado, un rato a mi hermana, un rato a mí. Siempre supuse que se quedaba en casa de su mujer.
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Mi padre vio morir a mi abuela sobre el descanso de su brazo y advirtió que sobraba su sombra en nuestras vidas. Preparó su muerte con un ritmo y una musicalidad teatrales. Un hombre que ha visto su rostro en el rostro de su madre muerta no puede sostener la vergüenza, no puede organizar el paisaje de lo posible.
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El día anterior a que mi padre entregara sus tarjetas y su ordenador, me hizo una videollamada por WhatsApp. Era domingo, 11 de noviembre de 2018. La llamada entró a la 1:50 de la tarde. La conversación, trivial, como siempre, duró diez minutos, más que de costumbre. Le enseñé la casa en la que entonces vivía. Cada detalle. Cocina, cuarto, baño, sala, patio. Las despedidas se construyen. Esa había sido la de mi padre.
El 11 de noviembre también llamó por teléfono a su suegra. Cuida mucho a A. Cuídense mucho, le dijo.
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Hasta hoy, que le pido a mi esposo que me reenvíe el mensaje de la hijastra de mi padre, no supe con exactitud lo que decía. Aquella noche solo atiné a escribirle a mi hermana exigiendo saber. El 28 de noviembre de 2018, cuatro días después de que mi hijo y mi esposo llegaran de Cuba, a las 10:48 de la noche, la hijastra de mi padre le escribió a mi esposo porque, dijo, no me atrevo a escribirle a ella, no sé si ella sabe lo de su papá, tampoco sé si su papá al menos fue a despedirse del niño. El 11 de noviembre también había llamado a su hijastra por teléfono, no sé si antes o después que a mí. Dijo que conversaron mucho, que lo notó animado y que no le habló de viaje alguno. Mi hermana me escribió enseguida.
Miji, lo que pasa con tu papá no te lo había contado porque es bien triste y tú estabas allá sola, además estabas esperando el viaje de N. y P., para que no tuvieras tantas preocupaciones.
El 12 de noviembre él estuvo en mi casa y me dejó la laptop y la tarjeta magnética de jubilado para q sacara el $, tal como te conté en aquel correo, después de eso se fue normal como siempre, sin decir nada, solo q iba a hacer un viaje y cuando regresara recogía la tarjeta. Eso fue un lunes, el miércoles 14 me llamó A. preguntando si estaba en mi casa porque él no había regresado desde el lunes. No se había llevado nada y el teléfono estaba apagado, además no estaba en Santa Clara ni en ningún lugar conocido. Ella me dijo que ellos habían tenido unas palabras pero que no había sido nada del otro mundo. Yo le conté lo que él había hecho en mi casa y que había que ir a la Policía porque si no estaba en ningún lugar dónde estaba. Entonces J. y yo fuimos a la Policía y pusimos la denuncia de desaparecido, llevamos una foto e hicimos el cuento del lunes.
Lo que pasa es que desde el día 12 está desaparecido y todavía nada, con F. y W. hemos llamado y preguntado, averiguado y no está en ningún lugar. W. ha averiguado por todos lados y nada. Llamamos a O. y nada.
Meli, yo pienso q vivo no lo van a encontrar.
Tú sabes que tu papá no hablaba mucho de su vida ni de sus cosas, pero ahora que pasó lo que pasó me enteré por F. que él se fue para Santa Clara la otra vez porque A. lo botó y él había dicho que se quería ahorcar y ahora que él dijo que iba a regresar para Cienfuegos, F. le había dicho que no lo hiciera, que él allá estaba bien y que no le iba a ir bien. Pero nadie escarmienta x cabeza ajena.
Sabe Dios si algo como esto él lo había planificado desde hace tiempo, porque no ha aparecido y ya hace una pila de días. J. ha ido a la Policía casi todos los días y ahora nos dijeron que hasta el martes no fuéramos más.
Meli, tú no te preocupes porque allá no vas a resolver nada. Yo estoy ocupándome de todo y cuando haya algo te aviso. Tampoco pienses en planificar venir si aparece, y no va a ser vivo, que yo me ocupo de todo. No importa lo que opine nadie. Lo más importante es que estudies y cuides a N.
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La estación de la Policía Nacional Revolucionaria (PNR) en la que se hizo la denuncia queda a tres cuadras de la casa de mi hermana. Ella, ese día, no podía hablar. J., su esposo, explicó al oficial de turno, en la recepción, lo que sucedía con mi padre. Tienen que esperar algunos días, si es una persona mayor siempre hay que esperar porque puede estar desorientado, le dijeron.
«Veinte años antes, Héctor Cordero González, mi padre, había reventado una taza de café contra la pared y se había marchado para siempre de la casa».
Después los pasaron a una oficina para que hicieran formalmente la denuncia. Otro policía, sentado frente a una computadora, tomó la declaración; después preguntó: ¿El ciudadano tenía problemas mentales? ¿Tenía problemas con alguien? ¿Tomaba medicamentos? ¿Tenía alguna enfermedad? No. No. No. No. Imprimió la denuncia para que mi hermana la firmara, pero no le entregaron una copia.
No hay constancia en nuestras manos que pruebe la desaparición de mi padre, que la haga real, que indique, que señale que, para la policía revolucionaria cubana, es importante buscar a ese individuo.
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Solamente existen tres fotos de infancia con mi padre. No me doy cuenta hasta ahora que pido que me las envíen. Siempre estoy junto a él. En dos me mira con cariño y sonríe; en la otra, está muy serio. Han pasado treinta años desde las fotos y no puedo recordar cómo era vivir con mi padre.
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Los recuerdos que tengo no son sensitivos, son escenas y objetos que es posible que rememore porque de alguna forma me hacen moldear la imagen paterna. Mi padre que cría un cerdo en la azotea de nuestro edificio para que tuviéramos bastante carne al menos durante el fin de año. Las cubetas de salcocho que se preparaban en el pequeñísimo patio de la casa y que después él subía en el hombro por una escalera que terminaba en un estrecho orificio cuadrado. Mi padre era un hombre alto, hábil.
Para mí era fabuloso que supiera arreglar un carro, criar un cerdo en una azotea, explicarme matemáticas y lograr que me durmiera a pesar del calor y de los apagones frecuentes si pasaba su dedo pulgar, suavemente, por mis cejas. Ganaba premios de innovación y eso nos permitía, durante los años noventa y la cruda escasez del Período Especial en la isla, ir a hoteles, vetados para los cubanos en ese momento. Fuimos a muchísimos hoteles y el último día nos llevábamos todo lo que no podíamos comer para que yo tuviera reserva para la merienda de la escuela.
Durante el Período Especial, que fue el tiempo en que viví con mi padre, lo vi sembrar cebollas en una cuesta que había debajo de nuestro edificio. Limpió y cercó el lugar y lo sembró y lo vigiló, hasta que fue insostenible pelear contra los ladrones, que es decir pelear contra el hambre de los vecinos. Lo vi llegar a casa luego de cazar majás y tortugas. Los despellejaba en el balcón, donde también construyó jaulas para criar gallinas. Lo vi regresar con sacos de pescados que no sé cómo ni dónde pescaba. Era muy buen nadador. Cuando nos llevaba a la playa siempre iba solo con la balsa y la careta. Lo veía ponerse chiquitico entre las olas. Al rato regresaba con erizos y estrellas de mar, a las que había que lavar muy bien para que no apestaran. Su obsesión con el mar era, en ese momento, curiosa.
Lo vi llegar con sacos de coco y cacahuate. Con el coco hacía jabón para que nos pudiéramos bañar en casa y con el cacahuate hacía barras de maní molido. Tostaba el maní y lo comíamos con fruición. Recuerdo a mi hermana, mi abuela materna y yo golpeando las cajetas del cacahuate, como si no tuviésemos otra misión en la vida, y recolectando los granos que después mi padre convertiría en dulce.
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El 5 de diciembre de 2018 mi hermana escribe.
Llamamos al instructor. Dijo que no había podido conseguir un despacho con ETECSA para saber cuál fue la zona en la que estuvo encendido por última vez el teléfono y cuál fue la última llamada que hizo. Y yo me pregunto, ¿no es la Policía?, ¿se supone que tiene que pedir permiso para eso? (…). No quiero pensar que para algo como esto haya que «resolver» con una amistad.
ETECSA es la única empresa de telecomunicaciones que existe en Cuba, lo cual le permite al Gobierno controlar, como desee, los servicios telefónicos y de datos móviles. La Seguridad del Estado, conjunto de órganos de inteligencia y contrainteligencia en el país, accede a las comunicaciones privadas cuando quiere, corta las redes y ralentiza el Internet cada vez que lo necesita; sobre todo para vigilar a los opositores u ocultar alguna operación represiva.
En Cuba, además, si no tienes una amistad, pocas cosas puedes resolver. Es una amistad, o el amigo de un conocido, quien puede darte acceso a ciertos lugares, quien puede conseguirte ciertas cosas que no hallarás de otra manera. Ya sea una cita médica o que la Policía busque correctamente a un desaparecido.
Nuestras amistades, escasas, no eran de suficiente categoría. Una vecina que en ese entonces trabajaba en Medicina Legal nos dijo que los doctores que allí laboraban tenían listas inmensas con nombres de personas desaparecidas, las cuales contrastan para ver si coincidían con los cadáveres que llegaban a la morgue del hospital cienfueguero. Otra advirtió desde el inicio que esa historia de que encuentran a los desaparecidos en Cuba ocurre solamente en las series de la televisión.
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Mi hermana regresó a la estación de la PNR varias veces. Jamás le dieron una respuesta concreta. Dijeron que habían hecho averiguaciones, en el barrio, en casa de A., que intentaron determinar quién lo había visto por última vez. Pero no dieron otros detalles de la investigación y dijeron no tener conclusiones al respecto.
Otro día, un oficial citó a mi hermana en la estación. Le preguntó ¿Han sabido algo? ¿Tienen una nueva noticia? No pudimos identificar dónde se apagó el celular ni cuál fue la última llamada, ETECSA no nos podía dar el dato. El policía le dio a entender a mi hermana, sin papel alguno mediante, que ellos habían hecho las búsquedas protocolares pero que estaban seguros de que Héctor era un pobre viejo que se había cansado de vivir.
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Mi padre había hablado sobre la muerte. Quién puede advertir que un hombre que habla sobre la muerte es capaz de abrazarla. Al menos nosotros no nos dimos cuenta. Estaba obsesionado con la vejez y con que mi hermana y yo tuviéramos que cuidarlo un día. Estaba seguro de que iba a ingresar en un hospital. La imagen de hombre viejo y desvalido, al que le pesa más la carga que piensa que es, tirado sobre una cama, alimentado por sueros y tubos y dependiente de sus dos hijas. No, nunca quisiera que ustedes pasen lo que yo pasé con mami, dijo un día sobre el sofá de mi casa.
…él dijo una vez en mi casa que así no se quería ver, que solo le pedía a Dios fuerzas para un día que él decidiera… y no terminó. Claro que yo tampoco le hice caso o le dije algo, pero parece que esa idea él la venía cocinando desde hace rato. Tu mamá se acordó de un cuento de cuando estaban casados que él le dijo que quería vivir hasta los 70, porque su papá se murió a esa edad. [28 de noviembre de 2018]
Héctor tenía 70 años y siete meses cuando desapareció.
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Es primero de abril de 2023. Hace unos meses que he comenzado a escribir la historia de la desaparición de mi padre. Son las ocho y veinte de la noche cuando escucho una notificación en mi teléfono. Lo miro. Héctor se ha unido a Telegram, dice una nube flotante en mi celular. Estoy tan inmersa en otros asuntos inmediatos que pospongo revisar la notificación.
Tengo amigos que se llaman Héctor, por lo que no me preocupo demasiado por ese mensaje. La semana siguiente, Semana Santa, tendré decenas de complicaciones que me harán olvidar lo que había ocurrido. El martes 11 de abril, mientras leo un texto de Claudia Hilb en medio de un caluroso silencio vespertino, recuerdo la notificación. Entro en Telegram. En lo primero que me fijo es en la foto. Un chico mestizo sonríe y viste una camiseta con la bandera cubana. No debe tener más de 25 años. Lleva una gorra blanca, barba, tatuajes y la mano derecha ligeramente recostada sobre la mejilla.
En la descripción se lee Pa los q miden el pulso que no se asusten cuando sientan la presión. Me fijo en el número telefónico. El +53 me hace identificar con rapidez que se trata de un número de Cuba. Busco entre mis contactos el número de mi padre, pero no lo encuentro. Había soñado eso muchas veces. Que un día se activaba el teléfono de mi papá; pero más que una posibilidad era un deseo. No encuentro el número de mi papá. Le escribo a varias personas para que me ayuden a saber los dígitos. Me envían capturas de pantallas que muestran el contacto de mi padre. El número es exactamente el mismo.
«Quien se marcha para siempre de un país carga también, entre más pesares, con el de la ausencia. Quien no está no sabe».
Pasan 48 horas entre ese episodio y el momento en que descubro de qué se trata. Pero son 48 horas en las que imagino todo lo humano y lo divino. ¿Alguien se había encontrado el teléfono de mi padre? ¿Dónde? ¿Por qué esa persona había tardado cuatro años en activar la cuenta? ¿Había vendido mi padre su teléfono en 2018? ¿Nunca circuló la Policía el número telefónico? ¿Habían asaltado a mi padre aquel 12 de noviembre para robarle un teléfono y lo que era un simple atraco había terminado mal? ¿Estaba vivo mi padre y había decidido ponerse en contacto?
Una amiga me ayuda a averiguar si el propietario de la línea es mi padre y si había seguido activa desde 2018. Me envía los mensajes de confirmación el jueves 13 en la tarde. La línea había estado activa solamente desde finales de marzo y el dueño no era mi padre. La empresa de telecomunicaciones cubana vuelve a otorgar los números telefónicos que los usuarios dejan de pagar, ya sea por olvido, porque se hayan marchado del país o porque hayan desaparecido.
***
No tenemos —salvo las escasas fotos, una laptop, unas tarjetas de banco y los recuerdos— nada de mi padre; ni siquiera una denuncia policial. No hay un espacio físico concreto que, para nosotras, haya dejado. No doblamos ni repartimos ni guardamos su ropa. No organizamos sus libros ni sus herramientas para donación. No nos quedamos con las libretas en las que anotaba las predicciones del número que saldría en la bolita, juego que casi nunca ganaba. ¿Qué más tenía?
***
¿Era mi padre un viejo desahuciado? ¿No era suficiente para él lo que había logrado con su vida? ¿Tuvimos nosotras alguna responsabilidad? ¿Debimos habernos dado cuenta de lo que sucedería? ¿Podríamos haberlo evitado? ¿Hizo bien? ¿Hizo mal? ¿Qué fue lo que hizo? ¿Se lanzó al mar y aún aguarda en el interior de un monstruo marino? ¿Estamos preparadas para saberlo? ¿Necesitamos saberlo? ¿Cuál es la manera correcta en la que se debe sentir una hija cuando sucede algo así? ¿Qué debe sentir?
Si mi padre se hubiese suicidado, yo tendría algo por decir aún, por decirle. Hay en ese acto, en el suicidio de mi padre, soberanía y dignidad. Fue ese acto tal vez y no otro su entrega más plena, más infalible, insondable e higiénica. O como me dijo un gran amigo —y que es imposible que yo escriba mejor—:
Hay en su no querer irse en desorden, dejando un caos tras de sí, un último acto de amor por los suyos, de respeto, de cuidado. Qué entereza irse así, sin haber sido ni cuerpo de enfermo en un hospital ni cadáver polémico en una morgue ni muñeco funerario.
Quien se suicida quiere dejar de sufrir, no dejar de vivir, escribió Echeburúa en su libro Muerte por suicidio.
Hay un gran vacío entre el hombre de mi infancia y el hombre que desaparece. Tengo la certeza, o el susto quizá, de que nunca llegué a conocerlo o que, por el contrario, me parezco demasiado a él.
Este texto, tomado de Anfibia, se trabajó en el Laboratorio de No Ficción Creativa llevado adelante por Revista Anfibia, el Doctorado de Escritura en Español de la Universidad de Houston y la Maestría en Periodismo Narrativo de Unsam entre septiembre de 2022 y mayo de 2023.
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