Olympe de Gouges y el precio de la libertad

En medio de la Revolución Francesa y el terror, Olympe de Gouges reclamó para las mujeres los mismos derechos que tenían los hombres.

| Vidas | 27/10/2025
Olympe de Gouges (1748-1793), precursora del feminismo.
Olympe de Gouges (1748-1793), precursora del feminismo.

Marie Gouze nació el 7 de mayo de 1748 en Montauban, una ciudad del sur de Francia marcada por las tensiones religiosas entre católicos y protestantes. Su madre, Anne Olympe Mouisset, era hija de un modesto comerciante de telas. Su padre oficial era Pierre Gouze, un carnicero, pero Marie siempre creyó —y alimentó esa creencia hasta el final de sus días— que su verdadero padre era Jean-Jacques Lefranc, marqués de Pompignan, un aristócrata, poeta y miembro de la Academia Francesa que mantenía relaciones con su madre.

Esta convicción de ser hija ilegítima de la nobleza marcó profundamente su identidad. Marie creció entre dos mundos: la realidad de una familia trabajadora y la fantasía de un linaje aristocrático que le fue negado. Esa tensión entre lo que era y lo que sentía que debía ser forjó su carácter rebelde y su necesidad de reinventarse.

El matrimonio y la esclavitud de las mujeres

A los diecisiete años, en octubre de 1765, Marie fue entregada en matrimonio a Louis-Yves Aubry, un hombre mucho mayor que ella, propietario de un restaurante y funcionario de la intendencia de Montauban. No fue un matrimonio por amor, sino un arreglo económico, como era costumbre en la época. Para una joven sin dote, casarse con un hombre establecido era considerado una fortuna. Pero para Marie fue una condena. Al año siguiente, en agosto de 1766, dio a luz a su único hijo, Pierre Aubry. Poco después, su esposo murió, dejándola viuda a los dieciocho años.

Muchas mujeres en su situación habrían buscado un nuevo matrimonio para asegurar su posición social y económica. Ella tomó el camino opuesto. Años después escribiría con amargura sobre aquella experiencia: “El matrimonio es la tumba de la confianza y del amor”. En otro texto explicaría: “Me casaron con un hombre al que no amaba... Mi corazón no tuvo parte en ese matrimonio. Fue un mercado indigno en el que se venden las jóvenes a un amo que las convierte en sus esclavas”.

Esta experiencia personal la llevaría a convertirse en una de las primeras defensoras del divorcio en Francia y a denunciar el matrimonio como una institución que esclavizaba a las mujeres. Su vida a partir de entonces sería un acto de rebeldía contra las normas que intentaban someterla.

Olympe de Gouges

Alrededor de 1770, la joven viuda se mudó a París con su hijo, acompañada —según algunos testimonios— por Jacques Biétrix de Rozières, un rico empresario de transportes militares que se convirtió en su compañero sentimental. Marie nunca se casó con él, a pesar de que la unión le habría dado respetabilidad social. Prefirió mantener su independencia, viviendo en lo que entonces se llamaba un “matrimonio de conciencia”, una unión no oficial que escandalizaba a la sociedad.

En París se reinventó completamente. Adoptó el nombre de Olympe de Gouges: Olympe, en homenaje a su madre, y de Gouges, que era una versión aristocratizada de su apellido paterno. El cambio de nombre era una declaración de independencia: no sería “la viuda de Aubry”, atada a la identidad de su marido muerto, sino una mujer que se definía a sí misma.

Con la ayuda de su compañero, Olympe pudo acceder a los salones literarios parisinos de la década de 1780, espacios donde aristócratas, burgueses ilustrados, filósofos y artistas debatían las ideas que estaban transformando Europa. A pesar de no haber recibido una educación formal —sabía leer y escribir, pero nunca dominó la ortografía—, se lanzó a escribir.

Sus primeras obras de teatro abordaban temas sociales controvertidos: la esclavitud, la desigualdad, los prejuicios de clase. En 1785 completó Zamore y Mirza, o el naufragio feliz, una obra ambientada en las colonias francesas que denunciaba la brutalidad de la esclavitud. “¿Acaso el color de la piel cambia la naturaleza del hombre?”, cuestionaba en su texto. La Comedia Francesa aceptó el libreto, pero los propietarios del teatro impidieron que se representara, y solo en 1789, en plena efervescencia revolucionaria, su obra llegó al público.

Durante la década de 1780, Olympe escribió incansablemente: teatro, novelas, panfletos, cartas... Su escritura era apasionada, a veces caótica, pero siempre comprometida con la transformación de la sociedad. Desarrolló una particular sensibilidad hacia los oprimidos: los esclavos, los pobres, las mujeres, los hijos ilegítimos. Sus propias experiencias como hija bastarda, esposa infeliz y mujer que vivía al margen de las convenciones, la habían preparado para ver las injusticias que otros pasaban por alto.

En 1788, cuando la crisis financiera llevó al rey Luis XVI a convocar los Estados Generales, Olympe vio la ocasión para hacerse oír. Escribió varios artículos proponiendo reformas como la creación de talleres públicos para los desempleados, hospitales para las madres solteras, y un sistema de impuestos progresivos que tuviera en cuenta el nivel adquisitivo de las personas. Sus propuestas eran demasiado audaces para su tiempo y, en muchos casos, fueron ignoradas. El hecho de que fuese una mujer quien las proponía tampoco ayudó.

Del entusiasmo al desencanto

Jean-Pierre Houël: "La toma de la Bastilla" (1789).
Jean-Pierre Houël: "La toma de la Bastilla" (1789).

Cuando la Bastilla cayó el 14 de julio de 1789, Olympe de Gouges tenía cuarenta y un años. Como muchos franceses, recibió la Revolución con entusiasmo. Creyó que finalmente había llegado el momento de construir una sociedad basada en la razón, la justicia y la igualdad. Y se lanzó a la militancia con el mismo ímpetu con que había abordado la literatura. Escribió decenas de panfletos, proclamas y propuestas políticas. Financió de su propio bolsillo la publicación y distribución de sus textos, que pegaba en las paredes de París o repartía en las calles. Se involucró en los debates públicos, asistió a las sesiones de la Asamblea y entabló correspondencias con líderes políticos.

Pronto, sin embargo, comenzó a sentir que aquella Revolución, a pesar de sus promesas de libertad, igualdad y fraternidad, tenía un defecto de raíz: excluía sistemáticamente a las mujeres. La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, proclamada en agosto de 1789, hablaba sólo de los hombres. Las mujeres no podían votar, no se les permitía ocupar cargos públicos ni ejercer profesiones liberales. Legalmente, seguían siendo menores de edad, sujetas a la autoridad de sus padres o maridos.

Olympe se dio cuenta de que sus compañeras revolucionarias, que participaban en las manifestaciones y arriesgaban sus vidas por la causa, eran excluidas de las decisiones. Vio cómo los revolucionarios, esos hombres que hablaban de igualdad, reproducían en sus hogares y en sus leyes la misma tiranía que habían derrocado en el palacio real.

Los derechos de la mujer y la ciudadana

En septiembre de 1791, Olympe publicó su respuesta: la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. El texto iba más allá de lo político, era un cuestionamiento radical de las bases de la opresión en el Estado pero también en la familia, y era sobre todo un llamado a las mujeres para exigir cambios más profundos: “La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos”, proclamaba en su primer artículo, desafiando siglos de subordinación legal y social. Y añadía con ironía demoledora: “La mujer tiene el derecho de subir al cadalso; debe tener también el derecho de subir a la tribuna”.

Dedicó el texto a la reina María Antonieta, un gesto arriesgado en tiempos en que la monarquía estaba en la mira de los revolucionarios. “Madam”, le escribió, “si un extranjero trae oro a Francia, tiene derecho a proteger sus tesoros. Siendo yo propietaria de un título singular que me da la naturaleza, ¿por qué no se me protegería también a mí?” Era una apelación de mujer a mujer, por encima de las diferencias de clase.

Su Declaración no se limitaba a reclamar derechos políticos para la mujer. Denunciaba el matrimonio como una institución opresiva, pedía la legitimación de los hijos nacidos fuera de este, exigía el acceso de las mujeres a la educación y a los cargos públicos, y proponía un contrato social entre hombres y mujeres basado en la igualdad. “¿Cuándo dejarán los hombres de ser tiranos?”, preguntaba a sus contemporáneos. Pero su reclamo encontró oídos sordos. Los líderes revolucionarios prefirieron ridiculizarla antes que escuchar sus argumentos. Para ellos, sus reivindicaciones eran fantasías de una mujer con “una imaginación exaltada”.

La tribuna y el cadalso

Pierre Antoine de Machy: "Ejecución por guillotina en París durante la Revolución Francesa" (1793), detalle.
Pierre Antoine de Machy: "Ejecución por guillotina en París durante la Revolución Francesa" (1793), detalle.

A medida que la Revolución se radicalizaba, Olympe se hartó de las atrocidades y se negó a guardar silencio. Cuando en 1792 se proclamó la República y comenzaron los juicios contra Luis XVI, ella se opuso a su ejecución. No defendía la monarquía —era una republicana convencida—, pero pensaba que el asesinato judicial era un acto de barbarie que envilecía a la Revolución.

“La sangre, incluso la de los culpables, derramada con crueldad y profusión, mancha eternamente a las revoluciones”, escribió en un panfleto. Denunció públicamente a Robespierre y a Marat, acusándolos de convertirse en nuevos tiranos. Propuso un sistema federalista que descentralizara el poder, temiendo —con razón— que la concentración de autoridad en París llevaría a la dictadura.

En aquel tiempo, cuando la afilada hoja de la guillotina no descansaba y el pueblo se embriagaba con las ejecuciones, estas palabras suyas eran una sentencia de muerte. Pero Olympe estaba decidida a llegar hasta el final. En julio de 1793 publicó un cartel titulado “Las tres urnas, o el salvamento de la patria”, donde pedía que el pueblo eligiera la forma de gobierno que quisiera. Para los jacobinos, que controlaban Francia, poner en entredicho su autoridad era la peor de las traiciones.

Olympe fue arrestada y acusada de conspirar contra la unidad de la República. Durante su encarcelamiento, escribió cartas defendiendo su inocencia y su derecho a expresarse libremente. “Pertenezco a mi tiempo”, afirmó, “y aunque soy mujer, tengo tanto derecho como cualquier hombre a pronunciarme sobre los asuntos públicos”. Sus esfuerzos no le sirvieron de nada: el 3 de noviembre, tras un juicio sumario en el que no tuvo el apoyo de un abogado y apenas se le permitió hablar, fue guillotinada en la Plaza de la Revolución. Tenía cuarenta y cinco años. Dicen que caminó hacia el cadalso con serenidad, sin llorar ni suplicar.

El periódico oficial, Le Moniteur Universel, celebró su ejecución con fría crueldad: “Olympe de Gouges... quiso ser hombre de Estado... La ley ha castigado a esta conspiradora por olvidar las virtudes que convienen a su sexo”. Su muerte confirmó la profecía de su propia Declaración: las mujeres tenían derecho a subir al cadalso, pero no lo tendrían para hablar en la tribuna.

Un legado que trasciende el tiempo

Durante décadas los historiadores la describieron como una intrigante sin talento. El siglo XIX la mostró como una histérica, una mujer exaltada más allá de todo sentido común. Pero su voz no murió con ella y los prejuicios no pudieron borrarla de los anales de la historia. En el siglo XX, cuando las mujeres de todo el mundo comenzaron a reclamar sus derechos, el nombre de Olympe resurgió como el de una precursora visionaria, una mujer demasiado adelantada a su tiempo para que aquellos hombres sedientos de poder y de sangre pudieran tomarla en serio.

Hoy, sin embargo, su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana es reconocida como uno de los primeros manifiestos feministas de la historia occidental. Sus palabras hallan eco en cada movimiento que lucha por la igualdad y en cada mujer que se atreve a reclamar para su género un lugar digno a la par del hombre. “Mujer, despierta”, escribió Olympe en su Declaración: “El rebato de la razón se hace oír en todo el universo; reconoce tus derechos”. Más de dos siglos después de su muerte, su llamado sigue vigente.

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