Katherine Bisquet, radiactiva y salobre

"Te vi llorar, reír, te vi borracha, discutir por algún tema estético, que en ese momento creí insignificante, ahora todo tiene sentido".

| Vidas | 30/10/2021
La poeta y activista Katherine Bisquet. Foto: Cortesía del autor

"Hoy pienso: 'eran tiempos terribles, pero qué gente más maravillosa había'.

¡Me sigo sorprendiendo de cómo éramos!"

Svetlana Alexiévich

Me arrepiento una y mil veces no haberte acompañado en las ocasiones que me lo pediste. Me arrepiento no haber aceptado las invitaciones a las fiestas, tus comidas. Yo siempre busqué justificaciones: cansancio, trabajo, lejanía. Todo un listado para alimentar mi soledad. Con el tiempo supe encontrar la soledad a tu lado.

Te conocí en una entrevista para un patético programa de promoción de poesía, en el Canal Educativo 2. Seguramente ya no te acuerdas. Por lo general los programas de poesía suelen ser demasiados dulzones, románticos. Se cree que el género debe ser en esencia lírico, esperanzador, salvador de algo, de alguien. A estas alturas no creo que la poesía ni el arte salvan nada ni pinga.

Fuiste finalista del concurso que organiza el Festival de Poesía de La Habana. Tu cuaderno tiene un título que siempre me gustó: Algo aquí se descompone. Por el nombre del libro, el autor o el sujeto lírico “hablante” es testigo de la descomposición, la carne que se pudre. La autora siente la fetidez, la corrupción, lo corroído, lo que se debe arrojar a la basura.

La primera impresión que ofreces es la de una muchacha desesperada. No estuviste quieta en tu silla, a la espera del turno para la entrevista. Mirabas hacia un lado, a otro, te torcías las mechas de tu cabello, sacaste un libro, leíste dos o tres oraciones y lo volviste a cerrar. Dabas la sensación de ser hiperactiva. En el momento en el que te percataste que yo examinaba tus gestos, te dirigiste a mí:

—Yo a ti te conozco, te he visto.

Pregunté en qué parte, pero me dijiste que no recordabas. Seguramente puse cara de sospecha, pero igual te sonreí y seguimos hablando. Desde ese día no hemos parado de hablar. Conversar es acompañar, avanzar con el verso. Eres engreída, tienes una arrogancia innata. Me desagrada la humildad extrema, esa bondad desmedida, proyectada para que todos piensen: yo soy correcto. Eres desenfadada al hablar, caminas con los pies hacia afuera, gesticulas, tienes una guapería en tu ADN. Eres fascinante.

Para esa entrevista yo planché mi mejor camisa, me perfumé, me afeité. Ensayé en casa el poema que tendría que leer frente a cámara, y hasta las posibles respuestas, de las típicas preguntas que siempre se les hacen a los escritores.

Llevabas tu libro, el primero que publicaste, en un bolso de tela, junto a unos caramelos, unas verduras que compraste camino al estudio de TV, y que cocinarías al regresar a casa. El libro estaba estrujado, la cubierta donde está tu foto manchada por los tallos de los ajíes y de los plátanos.

Después de la entrevista, la muchacha estudiante de Letras invitó a los demás escritores que le acompañaran a dar una vuelta y terminar la noche en algún bar. Hablaste riéndote, inclinando la cabeza hacia el lado derecho. Los otros dos escritores tenían muchos compromisos que realizar; dijeron que no podían. Mirándome, me preguntaste: "¿y tú?", con carita de tristeza fingida.

—Yo no tengo nada más importante que ser feliz.

—Entonces te vas de party. Y me abrazaste.

Nos despedimos de los otros dos poetas llenos de compromisos en el corredor del estudio de TV. Dijimos al unísono por pura casualidad un "hasta luegooooo", como queriendo deshacernos de ellos lo más rápido posible. Nos sorprendimos de nuestra despedida tan repentina, y nos reímos en la cara de aquellos dos sujetos. Cuando dieron la espalda y emprendieron la marcha, no pudimos más y empezamos a reír a mandíbulas abiertas.

Subimos por 23 (La Rampa), tú me tomaste del brazo. Ya nos queríamos, como si siempre nos hubiéramos conocido. "Espera", me dijiste, y te acercaste a un contenedor de basura, y lanzaste los plátanos y los ajíes. "No voy a ir de fiesta con esa carga del agro".

Foto: Cortesía de Katherine Bisquet

Al principio parecías una muchacha que escribía por moda, que a lo sumo volverías a publicar otro cuadernillo repitiéndote. Desde esa primera salida no paramos de hablar casi todos los días. En nuestras conversaciones el cine y las artes visuales siempre tenían cabida, casi nunca hablábamos de literatura. El diseño de cubierta de tu libro es tu cabeza apoyada en las manos encima de una mesa. Las manos no se ven, no te vi usar esmaltes en las uñas. Son pequeñas tus manos, tus uñas. Es la parte más infantil de tu cuerpo. Te vi llorar, reír, te vi borracha, discutir por algún tema estético, que en ese momento creí insignificante, ahora todo tiene sentido.

En tus arriendos siempre han existido reuniones, no eran precisamente fiestas, el espíritu siempre fue conspirativo. No todos podían estar invitados. Un día llegué a tu casa, estabas haciendo la lista de los posibles invitados. Era una mezcla entre lo catedrático intelectual con la producción de arte callejero, marginal. En muy pocas ocasiones bailamos. El grupo se segmentaba en pequeños grupúsculos, los que se sentaban en el sofá, los de la butaca, los que hablaban de pie en la cocina, los que entraban a fumar en el patio, los que trazaban planes en la mesa del comedor. Los que tenían que sentarse en las tanquetas plásticas de pintura, los que alcanzaban cojines, almohadas, o los que no les quedaba más remedio que domar el piso. Ahora entiendo: siempre has hecho política, sin tener conciencia. Querer reunir a los tuyos bajo un mismo techo, con la única doctrina del amor, la poesía y la libertad. Tus poemas los leo, parecen artefactos, piezas escritas a la manera del arte contemporáneo, acumulación verbal. Saco donde se echan historias de tu infancia en la Ciudad Nuclear, niña radiactiva y salobre que correteaba por los dientes de perros de la bahía de Cienfuegos. Miseria y adelanto tecnológico.

Imagen de los poetas cubanos Yanier H. Palao y Katherine Bisquet. Foto: Cortesía de Katherine Bisquet

No es casual que nos conociéramos para una entrevista televisiva. Nunca imaginé que tu nombre, tu rostro estaría en los titulares de la prensa independiente y algunos periódicos del mundo, acusando, dando testimonio de los días más polémicos de la resistencia en Cuba. Esa primera salida, esa primera noche de fiesta fuimos a parar al lugar al que siempre regresábamos, El tropicalito, un bar de mala muerte, subterráneo dominado por el humo del tabaco y cualquier otra yerba. El lugar no es glamuroso, en cambio los jóvenes que lo frecuentaban tenían una elegancia exótica, rara. Esos fueron nuestros días en La Habana, una mezcla de glamour con miseria, como la propia ciudad, con su grandeza venida a menos. Al ingresar al sitio te estampaban un cuño en el brazo, costumbre burocrática. Por primera vez sentí que me trataban como lo que soy, una ficha, un documento cualquiera, un número…. Podíamos ir solos a ese bar, la música electrónica te acogía en el calor de la oscuridad de aquel antro, no nos necesitábamos, sin embargo estábamos juntos, cada uno en una esquina, intercambiándonos miradas. Tomábamos cualquier cosa, el objetivo era embriagarnos, mezclábamos cerveza, ron, vino artesanal (agua de culo) que vendían unas señoras con rostros salidos de retratos de Van Gogh.

Una conversación marca tu interés subversivo. Estábamos en la cocina de tu casa, en Santos Suárez. Has tenido tantas casas desde que me fui, pero siempre te situaré en aquel arrendamiento donde celebramos la muerte de Fidel Castro. Tú de espaldas haciendo café, yo acababa de llegar. Me enseñaste cómo habías recortado la foto de mi cara, la que aparece en la solapa de un libro que te habían regalado y la pusiste en la puerta del refrigerador junto a otros de tus amigos, junto a la foto de tu hermano cuando era niño. Esa tarde te hablé del proyecto de Omni Zona-Franca, de los recitales organizados en la clandestinidad, de la presión de la Seguridad del Estado, del desalojo que yo viví junto a ellos.

Al terminar me dijiste: "Siento envidia de ustedes, mi generación no hace nada de eso, yo hubiese querido estar ahí".

Presentación en el barrio del Cerro del Museo de la Disidencia en Cuba. 2017. Foto: Cortesía de Yanelys Nuñez

Una semana después de esa charla Luis Manuel Otero Alcántara junto a Yanelys Núñez inauguraban el Museo de la Disidencia en el Cerro. Yo te invité a ese primer encuentro, estabas eufórica, como se suele estar cuando se participa en algo prohibido, censurado. Poco a poco fui viendo cómo la simple muchacha que escribe fue perfilando su postura, sus criterios eran más agudos, combativos. Entonces ya no le bastaba la escritura. Las dosis de disidencia eran cada vez mayores, como la aplicación de hormonas para la transformación de sexo-género, de un cuerpo a otro. Nunca te avergonzaste que repetiste un año en la Universidad, y te vanagloriabas de aquello. Eso siempre me gustó, y nunca te lo dije. Te vi en la playa, bajo un sol implacable gritar mi nombre, te vi hacer comida para tus invitados de alguna de tus fiestas-reuniones.

Sosteníamos juntos una sección para aquella revista, tú escribías directo al ordenador, yo escribía con letras torpes y grandes en agendas de papeles reciclados. Tus palabras te salían con humo, no parabas de fumar y tomar té. El primer tema que tratamos fue el Museo de la Disidencia, aquella exposición performance a la que te llevé y creo fue decisiva para tus días venideros. Los divorcios, la pornografía, la música electrónica eran los temas que nos interesaban tratar.

Dos días antes de irme asistí a una típica reunión en tu casa. Lo habías organizado todo para despedirnos. Esa misma noche me decías: "No te quedes, no te quedes". Nos despedimos en la esquina de la calle, tú bajaste a acompañarme:

—Ya no nos vemos más.

—Dentro de dos días, en la madrugada, vuelo a Quito. Te escribo cuando me instale.

Había llevado a tu piso un montón de libros que no podía llevar conmigo. El busto de un Martí plástico que me acompañaba desde Holguín. No disfruté esa noche. En casi tres años sin vernos ha pasado tanto. No estuve en tu recital de poesía, cuando usaste la camiseta con el cartel Yo Voto NO y tu amiga de la carrera de Letras te golpeó en público solo por decir tu criterio, por hacer públicas tus ideas. Abogando que la poesía y el arte no es para eso. En esos momentos estuve triste por ti. También estuve triste cuando querías y deseabas conquistar a algún amante y sufrías una y otra vez decepciones amorosas, decepciones con tus amigos, que ya no quieren ni querrán ser más tus amigos porque has escogido la sinceridad.

Hay un rechazo a la sinceridad, es fácil amar lo falso, lo impostado, lo hipócrita. Me hablaste en una ocasión de Hamlet, que se besaron, tuvieron sexo y te leyó fragmentos de una novela de Thomas Bernhard. Tres años es poco tiempo, pero ha pasado tanto. Cuba está peor, un gobierno que le teme a sus jóvenes, jóvenes sin ninguna preparación política a no ser la del instinto, el amor y el deseo de libertad. Siempre que algún extranjero habla de Cuba habla como si fuera un paraíso, como el jardín del Edén, y no están precisamente equivocados al tener esa idea del paraíso. Al parecer ustedes fueron la pareja expulsada de ese jardín. Adán y Eva que comieron del fruto del conocimiento.

Katherine Bisquet y Hamlet Lavastida. Foto: Cortesía de Katherine Bisquet

Hamlet regresa al país-paraíso-prisión por ti, tus brazos no le dan la bienvenida. Sin poner pie en el territorio paradisíaco fue trasladado a la cárcel de la Seguridad del Estado en Villa Marista. Tantas películas que vimos de la época de postguerra, esas imágenes en blanco y negro, retrocedíamos la grabación de la escena en que la muchacha alemana despide a su novio que parte a la guerra, o cuando los nazis se llevan preso al joven, y ella queda quieta en medio de una calle rodeada de edificios altos en ruinas, tan parecidos a los de La Habana. En todo este tiempo no he dejado de pensar en esas películas, no he dejado de ver tus vídeos, leer tus publicaciones. Te imagino cuando fuiste a verlo, a ese horrendo lugar: veo en ti a Anna Ajmátova, a Marina Tsvetáyeva, veo en ti el testimonio de Svetlana Alexiévich. La niña, la mujer, la mala estudiante universitaria, la que ha vivido casi siempre sola, la que recibió el repudio de una parte de la familia por ejercer la política, la que seleccionó una carrera que no da dinero, la que tiene amigos raros, desviados. La que no se ha cansado de amar ni de buscar ese sentimiento. Te imagino repartiendo tus libros, los objetos que te han acompañado, como lo hice yo, como tantos otros lo han hecho. "El viaje es sin retorno", así les dijeron. Nada es casual, son expulsados de Cuba. Los jóvenes llegan a Varsovia, una de las ciudades más golpeadas en la Segunda Guerra Mundial. Ella pudo recuperar su esplendor. Ella acoge a estas dos almas heridas, maltratadas, por la Revolución cubana, que para mucho es el sistema social más justo que ha tenido Latinoamérica. En la medida en que amas y podías amar a un ser semejante a ti, el país te expulsaba, te repudiaba, como si el deseo, la pasión no tuvieran cabida en el territorio nacional.

Quizás la Revolución encabezada por Fidel Castro no es más que un accidente, a la altura de lo que sucedió en la central nuclear de Ucrania. Yo vi un niño de Chernóbil, estaba envuelto en telas y gasas, yo era otro niño creciendo. Creía ser feliz bajo la radiactividad de la Revolución. No somos más que eso, un subproducto de ese error. Lo compruebo, cuando asisto a las sedes de las múltiples organizaciones que velan porque no se violen los Derechos Humanos en Quito. Un abogado me pregunta mi nacionalidad, le digo que cubano, se queda mirándome, "ustedes tienen un tratamiento especial, es que aquí ustedes antes de ser humanos son cubanos", y se queda mirándome a los ojos.

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