Referentes │ Julia Kristeva: “El tiempo de las mujeres” (Segunda parte y final)
“El feminismo ha tenido el mérito de hacer surgir lo que hay de irreductible y hasta de asesino en el contrato social.”
Vivir el sacrificio
Sean o no conscientes de las mutaciones que han producido o acompañado su despertar, la pregunta que se plantea a las mujeres hoy se puede formular como sigue: ¿cuál es nuestro lugar en el contrato social? Este contrato, lejos de ser el de hombres iguales, se funda en una relación en suma sacrificial de separación y de articulación de diferencias que producen así un sentido comunicable. Por lo tanto, ¿cuál es nuestro lugar en este orden del sacrificio y/o del lenguaje?
Al no querer ser excluidas o no contentándonos ya con la función que siempre se nos ha atribuido de mantener, fomentar y hacer durar este contrato socio-simbólico (madres, esposas, enfermeras, médicas, institutrices...), ¿cómo podríamos manifestar nuestro lugar en él, legado por la tradición y que queremos transformar?
En la relación de las mujeres con lo simbólico tal como se manifiesta ahora, es difícil evaluar lo que corresponde a una coyuntura socio-histórica (ideología patriarcal, cristiana, humanista, socialista, etc.) o a una estructura. No podemos hablar más que de una estructura observada en un contexto socio-histórico, el de la civilización cristiana occidental y sus ramificaciones laicas.
En el seno de esa estructura psico-simbólica, las mujeres se sienten como abandonadas a su suerte por el lenguaje y el vínculo social. No encuentran en ella los afectos ni las significaciones de las relaciones que mantienen con la naturaleza, sus cuerpos, el del niño, el de otra mujer o el de un hombre.
Esta frustración, que no es ajena a algunos hombres, se convierte en lo esencial de la nueva ideología feminista. Por consiguiente, parece difícil cuando no imposible que las mujeres se adhieran a esta lógica sacrificial de separación y de encadenamiento sintáctico que funda el lenguaje y el código social. Se desemboca en el rechazo de lo simbólico vivido como un rechazo de la función paterna y que genera psicosis.
“La preocupación mayor de la nueva generación femenina se ha convertido en el contrato socio-simbólico como contrato sacrificial.”
A partir de esta constatación, algunas tratan de aportar una nueva mirada ―nuevos objetos, nuevos análisis― desde las ciencias humanas exploradoras de lo simbólico: antropología, psicoanálisis, lingüística.1 Otras, más subjetivas, siguiendo las huellas del arte contemporáneo tratan de modificar la lengua y los otros códigos de expresión mediante un estilo más próximo al cuerpo, a la emoción.
No hablo aquí de un lenguaje de las mujeres,2 cuya existencia sintáctica es problemática y cuya aparente especificidad léxica sea tal vez más el producto de un marginalismo social que de una diferencia sexual. No hablo tampoco de la calidad estética de las producciones femeninas: la mayoría repiten un romanticismo más o menos eufórico o deprimido y ponen en escena una explosión del yo con falta de gratificación narcisista. Mantengo que la preocupación mayor de la nueva generación femenina se ha convertido en el contrato socio-simbólico como contrato sacrificial.
Desde hace un siglo, antropólogos y sociólogos no dejan de insistir en la sociedad-sacrificio que revelan los pensamientos salvajes, las guerras, los discursos de sueños o los grandes escritores. Reformulan y analizan así la cuestión metafísica del mal. Si la sociedad está fundada en un crimen cometido en común, es asumiendo la castración fundadora del contrato social y simbólico como los seres humanos difieren el crimen. Ellos (lo) simbolizan y se dan una oportunidad de transformar el caos maléfico en orden socio-simbólico óptimo.
Por su parte, hoy las mujeres afirman que ese contrato sacrificial ellas lo experimentan de mala gana. A partir de esto, intentan una revuelta que para ellas tiene el sentido de una resurrección. Pero para el conjunto social, esta revuelta es un rechazo que puede conducirnos a la violencia entre los sexos: odio asesino, estallido de la pareja, de la familia. O bien a una innovación cultural. Y probablemente a ambas cosas a la vez. Pero el conflicto está ahí, pertenece a la época. Luchando contra el mal, se reproduce el mal, esta vez en el centro del vínculo social (hombre-mujer).
El terror del poder o el poder del terror
En los ex países socialistas primero (URSS, China, etc.) y de manera cada vez más sensible en las democracias occidentales, por el impulso de los movimientos feministas, las mujeres acceden a los puestos de mando en el ejecutivo, la industria, la cultura. Las desigualdades, las desvalorizaciones, las subestimaciones, las persecuciones incluso hacen estragos aún y la lucha contra ellas es una lucha contra los arcaísmos. La causa no está por ello menos extendida, el principio está admitido, falta romper las resistencias.
En este sentido, esa lucha, aunque es aún una de las preocupaciones fundamentales de la nueva generación, no es propiamente hablando su problema. Respecto al poder, su problema podría resumirse en cambio como sigue: ¿qué pasa cuando las mujeres acceden al poder y se identifican con él? ¿Qué pasa cuando, al contrario, lo rechazan, pero crean una sociedad paralela, un contrapoder, de club de ideas o de comando de choque?
La aceptación de las mujeres en el poder ejecutivo, industrial y cultural no ha modificado la naturaleza de ese poder. Esto se ve claramente en el Este. Las mujeres promovidas a los puestos de mando, y que obtienen bruscamente ventajas económicas y narcisistas negadas durante milenios, se convierten en los pilares de los regímenes en el poder, en las guardianas del statu quo, en las protectoras más celosas del orden establecido.3
Esta identificación de las mujeres con un poder anteriormente sentido como frustrante, opresivo o inaccesible, ha sido utilizada con frecuencia por los regímenes totalitarios: los nacional-socialistas alemanes y la junta chilena son ejemplos de ello.4 Que en este caso se trate de una contra-investidura de tipo paranoico de un orden simbólico inicialmente negado tal vez sea una explicación de ese fenómeno inquietante. Pero esto no impide su propagación masiva sobre el planeta en formas más suaves que las totalitarias evocadas más arriba. Pero todas van en el sentido del nivelamiento, de la estabilidad, del conformismo, a costa de un aplastamiento de las excepciones, de las experiencias, de los azares.
“¿Qué pasa cuando las mujeres acceden al poder y se identifican con él? ¿Qué pasa cuando, al contrario, lo rechazan, pero crean una sociedad paralela, un contrapoder, de club de ideas o de comando de choque?”
Algunos se lamentarán de que la expansión de un movimiento libertario como el feminismo desemboque en la consolidación del conformismo; otros se regocijarán y sacarán provecho de ello. Las campañas electorales, la vida de los partidos políticos, no dejan de apostar a esta última tendencia. La experiencia prueba que, muy rápido, hasta las iniciativas contestatarias o innovadoras de las mujeres aspiradas por el poder (cuando no se someten a él de entrada) se invierten a cuenta del aparato. La supuesta democratización de las instituciones por la entrada en ellas de mujeres se salda con mucha frecuencia en la fabricación de algunos “jefes” en femenino.
Más radicales, las corrientes feministas rechazan el poder existente y hacen del segundo sexo una contra-sociedad. Se constituye una sociedad femenina, especie de alter ego de la sociedad oficial, en la que se refugian las esperanzas de placer. Contra el contrato socio-simbólico sacrificial y frustrante, la contra-sociedad que se imagina armoniosa, sin prohibiciones, libre y gozosa. En nuestras sociedades modernas sin más allá, la contra-sociedad sigue siendo el único refugio del goce porque es precisamente una a-topía, lugar sustraído a la ley, respiradero de la utopía.
Como toda sociedad, la contra-sociedad se funda en la expulsión de un excluido. El chivo expiatorio acusado del mal purga de él a la comunidad constituida5 que ya no se cuestiona. Los movimientos reivindicativos modernos han reiterado a menudo este modelo designando un culpable para preservarse de las críticas: el extranjero, el capital, la otra religión, el otro sexo. ¿No se convierte el feminismo, al extremo de esta lógica, en un sexismo invertido?
Los diferentes marginalismos, de sexo, de edad, de religión, de etnia, de ideología representan en el mundo moderno un refugio de esperanza, la trascendencia secularizada. Pero con las mujeres, y a medida que se incrementa el número de ellas que se interesa en su diferencia, si bien en formas menos espectaculares que hace unos años, el problema de la contra-sociedad se vuelve masivo: esta ocupa ni más ni menos que “la mitad del cielo”.
Violencia y sufrimiento narcisista
Los movimientos reivindicativos, incluido el feminismo, no son “inicialmente libertarios” y solo ulteriormente dogmáticos. No vuelven a caer en los atolladeros de los modelos combatidos por la malicia de alguna desviación interna o manipulación externa. La lógica misma del contrapoder y de la contra-sociedad genera, por su propia estructura, su esencia de ser un simulacro de la sociedad o del poder combatidos. El feminismo moderno no habrá sido (en esta óptica sin duda demasiado hegeliana) más que un momento en el interminable proceso del advenimiento de una conciencia sobre la implacable violencia (separación, castración) que constituye todo contrato simbólico.
Ya se ha destacado el número importante de mujeres en los grupos terroristas (comandos palestinos, banda Baader, brigadas rojas, etc.). La explotación femenina es aún demasiado grande y los prejuicios tradicionales contra las mujeres demasiado violentos para que se pueda vislumbrar con suficiente distancia este fenómeno. Pero se puede decir, de vez en cuando, que es producido por una denegación del contrato socio-simbólico y su contra-investidura. Este mecanismo de tipo paranoico está en la base de todo compromiso político y puede generar diferentes actitudes civilizatorias.
Pero cuando una mujer es descartada demasiado brutalmente; cuando resiente sus afectos de mujer o su condición de ser social ignorados por un discurso y un poder en ejercicio, desde su familia hasta las instituciones sociales, puede, por el contrario-investidura de esa violencia sufrida, convertirse en el agente “poseído” de ella. Combate su frustración con armas que parecen desproporcionadas pero que no lo son respecto al sufrimiento narcisista que las origina. Forzosamente opositora a los regímenes de las democracias burguesas en el poder, esta violencia terrorista se brinda como programa de liberación un orden más represivo, más sacrificial aún que el que combate.
En efecto, no es contra los regímenes totalitarios que esos grupos terroristas con participación femenina se manifiestan, sino contra los regímenes liberales en expansión democrática. La movilización se hace en nombre de una nación, de un grupo oprimido, de una esencia humana imaginada buena y sana. Es el fantasma de una completud arcaica que un orden arbitrario, abstracto y por lo tanto hasta malo habría venido a perturbar.
Acusado de ser opresivo, ¿no es más bien ser demasiado débil lo que se le reprocha? ¿De no tener peso ante una sustancia imaginada pura y buena, pero en lo sucesivo perdida, a la que la mujer marginada aspira?
El orden social es sacrificial, constata la antropología, pero el sacrificio detiene la violencia y encadena un orden (oración o paz social): si se rechaza, nos exponemos a la explosión de la pretendida buena sustancia, que se desencadena sin freno, sin ley ni derecho, como un arbitrario absoluto.
Consecutivas a la crisis del monoteísmo, las revoluciones desde hace dos siglos, y el fascismo y el estalinismo hace menos tiempo, han puesto trágicamente en escena esta lógica de la buena voluntad oprimida que se consuma en la masacre.
¿Son las mujeres más aptas que otras categorías sociales para volcarse en la máquina implacable del terrorismo? Contentémonos con señalar que, desde la alborada del feminismo, y hasta antes que él, mujeres fuera de lo común se manifiestan a menudo mediante el crimen, el complot, el atentado. La deuda eterna con la madre vuelve a una mujer más vulnerable en el orden simbólico, más frágil cuando sufre de él, más virulenta cuando se defiende de él.
Si el arquetipo de la creencia en la sustancia buena y sana propia de las utopías es la creencia en la omnipotencia de una madre arcaica, plena, total, englobadora, sin frustración, sin separación, sin corte productor de simbolismo (sin castración), se comprende que es imposible desactivar las violencias movilizadas sin poner en tela de juicio precisamente ese mito de la madre arcaica.
Se ha destacado la invasión de los movimientos femeninos por la paranoia6 y es conocida la famosa frase de Lacan: “La Mujer no existe”. No existe en efecto como La detentora de una plenitud mítica, potencia suprema, sobre la que se apoya el terror del poder y el terrorismo en tanto que deseo de poder. ¡Pero qué fuerza de subversión! ¡Qué juego con el fuego!
Creaturas y creadoras
El deseo de ser madre, visto como alienante o reaccionario por la generación feminista anterior, no se ha convertido en una bandera para la generación actual. Pero aumenta el número de mujeres que consideran su maternidad como compatible con su vida profesional (ciertas mejoras de las condiciones de vida están también en el origen de ello: aumento de casas cuna y de escuelas maternales, participación más activa de los hombres en las pesadas cargas de la madre, etc.).
Por añadidura, las mujeres consideran la maternidad indispensable para la complejidad de la experiencia femenina, con sus alegrías y sus penas. Esta tendencia tiene su extremo: las madres lesbianas o algunas madres solteras que rechazan el valor paterno. Se puede ver en ello una de las formas más violentas de ese rechazo de lo simbólico del que hablábamos más arriba, y una de las divinizaciones más fervientes de la potencia materna.
Hegel distinguía un derecho femenino (familiar y religioso) de una ley masculina (de la ciudad y política). Nuestras sociedades conocen bien los usos y los abusos de esta ley masculina, pero es forzoso reconocer que el derecho femenino se distingue de momento por un blanco.
Si estas prácticas de maternidad sin padre estuvieran llamadas a generalizarse, es indispensable elaborar su legislación para frenar la violencia cuyo objeto es tanto el niño como el hombre. ¿Son las mujeres capaces de esta preocupación psicológica y jurídica? Esta es una de las grandes preguntas que enfrenta la nueva generación femenina. Incluso y sobre todo cuando se niega a planteárselas, capturada por la misma rabia contra un orden y su ley del que se estima la víctima.
Frente a esta situación, parece evidente ―y los grupos feministas se dan cada vez más cuenta de ello cuando tratan de ampliar su audiencia― que el rechazo de la maternidad no puede ser una política general. Hoy la mayoría de las mujeres encuentra su vocación trayendo al mundo un hijo. ¿A qué corresponde ese deseo de maternidad? Esta es una pregunta para la nueva generación que la precedente había prohibido.
A falta de respuesta, la ideología feminista abre el camino a los resurgimientos religiosos que tienen con qué satisfacer las angustias, los sufrimientos y las esperanzas de las madres. Si bien no se puede aceptar más que parcialmente la afirmación freudiana según la cual el deseo de hijo es un deseo de pene y, en este sentido, un substituto de la potencia fálica y simbólica, se debe prestar también un oído atento a las palabras de las mujeres modernas sobre esta experiencia.
El embarazo es una prueba radical: desdoblamiento del cuerpo, separación y coexistencia del yo y de otro, de una naturaleza y de una conciencia, de una fisiología y de una palabra. Este cuestionamiento fundamental de la identidad va acompañado de un fantasma de totalidad, completud narcisista. El embarazo es una especie de psicosis instituida, socializada, natural. La llegada del hijo, en cambio, introduce a su madre en los laberintos de una experiencia poco común: el amor a otro. No para sí, ni para un ser idéntico, todavía menos para otro con el que el “yo” se fusiona (pasión amorosa o sexual). Sino lento, difícil y delicioso aprendizaje de la atención, de la dulzura, del olvido de sí.
Realizar este trayecto sin masoquismo y sin aniquilamiento de la personalidad afectiva, intelectual, profesional, parece ser el reto de una maternidad desculpabilizada. Esta se convierte, en el sentido fuerte del término, en una creación. De momento, descuidada.
No obstante, el deseo de afirmación femenino se manifiesta ahora en la aspiración a la creación artística y en particular a la literaria. ¿Por qué la literatura?
¿Es porque, frente a las normas sociales, la literatura despliega un saber y a veces la verdad sobre un universo reprimido, secreto, inconsciente? ¿Porque duplica así el contrato social revelando su no dicho, su inquietante extrañeza? ¿Porque del orden abstracto y frustrante de los signos sociales, de las palabras de la comunicación corriente, hace un juego, espacio de fantasía y de placer?
“¿Si estas prácticas de maternidad sin padre estuvieran llamadas a generalizarse, es indispensable elaborar su legislación para frenar la violencia cuyo objeto es tanto el niño como el hombre.”
Flaubert decía: “Madame Bovary soy yo”. Ahora algunas mujeres imaginan: “Flaubert soy yo”. Esta pretensión no traiciona solamente una identificación con la potencia imaginaria. Testimonia también el deseo de las mujeres de desencadenar el peso sacrificial del contrato social. Y de alimentar nuestras sociedades con un discurso más flexible, más libre, que sepa nombrar lo que aún no ha sido objeto de circulación comunitaria: los enigmas del cuerpo, las alegrías secretas, las vergüenzas, los odios del segundo sexo...
En los últimos tiempos, también la escritura femenina atrae el máximo de atención por parte tanto de “especialistas” como de los medios de comunicación. En su trayecto, los escollos no son sin embargo menores. ¿No se leen rechazos ridiculizantes de la “literatura de los hombres”, cuyos libros son no obstante los “patrones” de múltiples escritos femeninos? ¿No se venden gracias a la etiqueta feminista numerosas obras cuyas jeremiadas ingenuas o el romanticismo de bazar habrían sido sin ella rechazadas? ¿No se encuentran en la pluma de escritoras mujeres ataques fantasmáticos contra el Lenguaje y el Signo acusados de ser los soportes últimos del poder falócrata? ¿En nombre de un cuerpo privado de sentido y cuya verdad no sería más que “gestual” o “musical”?
No obstante, sean cuales sean los resultados discutibles de la producción femenina, el síntoma está ahí: las mujeres escriben. Y la espera se hace pesada: ¿qué escribirán de nuevo?
En el nombre del Padre, del Hijo... ¿Y de la mujer?
Esas manifestaciones propias de la nueva generación femenina en Europa demuestran que aquella se sitúa en el lugar mismo de la crisis religiosa de nuestra civilización. Llamo religión a la necesidad fantasmática de los seres hablantes de darse una representación (animal, femenina, masculina, parental, etc.) en el lugar de lo que les constituye como tales: la simbolicidad.
El feminismo actual parece precisamente constituir esa representación que viene a suplir las frustraciones impuestas a las mujeres por la tradición cristiana y su variante laica humanista. Que esta nueva ideología tenga afinidades con las creencias llamadas matriarcales no debe ocultar su novedad radical. Forma parte de la corriente antisacrificial que anima nuestra cultura. En su protesta contra los constreñimientos, no se expone menos a los riesgos de la violencia y del terrorismo. A este nivel de radicalismo, es el principio mismo de socialidad lo que está puesto en duda.
Para algunos pensadores contemporáneos, como sabemos, la modernidad sería la primera época en la historia de la humanidad en que el hombre intenta vivir sin religión. El feminismo, en su forma actual, ¿no está a punto de convertirse en una religión?
O, al contrario, ¿llegará a deshacerse de su creencia en La Mujer, Su poder, Su escritura, para hacer surgir la singularidad de cada mujer, sus multiplicidades, sus lenguajes plurales: hasta perder el horizonte, hasta perderse de vista, hasta perder la fe?
¿Factor de reunión último? ¿O factor de análisis?
¿Soporte imaginario en una era tecnocrática que frustra los narcisismos? ¿O instrumentos a la medida de esta época en la que cosmos, átomos y células, nuestros verdaderos contemporáneos, llaman a la constitución de una subjetividad fluida y libre?
Otra generación es otro espacio
En lo sucesivo se puede tomar distancia respecto a las dos generaciones femeninas precedentes. Esto implica que una tercera está a punto de cobrar cuerpo, en todo caso en Europa. No tengo en mente una nueva clase de edad (aunque su importancia no haya que subestimarla) ni otro “movimiento de masas femeninas” que sucedería a la segunda generación. El sentido que reviste aquí el término “generación” a fin de cuentas implica menos una cronología que un espacio significante, un espacio mental, corporal y deseante.
Para esta tercera generación que yo reivindico ―¿que yo imagino?― la dicotomía hombre/mujer en tanto que oposición de dos entidades rivales parece pertenecer a la metafísica. ¿Qué quiere decir “identidad” e incluso “identidad sexual” en un espacio teórico y científico donde la noción misma de identidad está cuestionada?7
No insinúo simplemente una bisexualidad que con mucha frecuencia traiciona la aspiración a la totalidad, a un borramiento de la diferencia. Intento primero una desdramatización de la “lucha a muerte” entre ambos sexos. No en nombre de su reconciliación: el feminismo ha tenido por lo menos el mérito de hacer surgir lo que hay de irreductible y hasta de asesino en el contrato social. Pero para que su violencia opere con el máximo de intransigencia en el seno de la identidad personal y sexual y no mediante el rechazo del otro.
De ello se desprenden riesgos para el equilibrio personal y para el equilibrio social constituidos por la homeostasis de fuerzas agresivas propias de los grupos sociales, nacionales, religiosos y políticos. No obstante, ¿no es la insoportable tensión subyacente a ese “equilibrio” lo que conduce a los que sufren de ella a separarse, a buscar otra regulación de la diferencia?
Veo que se inicia, bajo las apariencias de una indiferencia frente al militantismo de la primera así como de la segunda generación, una retirada respecto al sexismo.
“¿Qué quiere decir identidad e incluso identidad sexual en un espacio teórico y científico donde la noción misma de identidad está cuestionada?”
A excepción de las reivindicaciones homosexuales, masculinas y femeninas, el sexo se impone cada vez menos como un centro del interés subjetivo. Esta desexualización llega incluso a poner en tela de juicio, más allá del humanismo, el antropomorfismo sobre el que descansa nuestra cultura. El hombre y la mujer son cada vez menos el pivote del interés social. El narcisismo o el egoísmo paroxísticos de nuestros contemporáneos no están más que en aparente contradicción con ese retroceso del antropomorfismo. Cuando no se encalla en la supremacía técnica y la robotización generalizada, este, vencido, busca salidas en la espiritualidad. La liberalización sexual, el feminismo, ¿no habrán sido más que transiciones hacia un espiritualismo?
Que este gire hacia la evasión o la represión conformista no debería ocultar la radicalidad de la trayectoria. Esta se podría resumir como una interiorización de la separación que funda el contrato social y simbólico. En lo sucesivo, el otro no es un mal extraño a mí, chivo expiatorio exterior: otro sexo, otra clase, otra raza, otra nación. Yo soy víctima y verdugo, misma y otra, idéntica y extraña. No me queda más que analizar indefinidamente la separación fundadora de mi propia e insostenible identidad.
Las religiones están prestas a acoger esta conciencia europea atenta al mal intrínseco que se desprende después de las vivencias y los callejones sin salida ideológicos en los que participa la aventura feminista. ¿Existen otros discursos capaces de sostenerla? Junto al psicoanálisis, el papel de las experiencias estéticas debería incrementarse no solo para hacer de contrapeso al almacenamiento y la uniformidad de la información, sino para desmitificar la comunidad del lenguaje como herramienta universal, totalizante, niveladora. Para hacer surgir, con la singularidad de cada quien, la multiplicidad de nuestras identificaciones, la relatividad de nuestras existencias simbólicas y biológicas.
Comprendida así, la estética toma a cargo la cuestión de la moral. El imaginario contribuye al esbozo de una ética aún invisible, hasta tal punto el desencadenamiento de la impostura y del odio causa estragos en las sociedades liberadas de dogmas pero también de leyes. Constreñimiento y juego, el imaginario deja prever una ética que, consciente del hecho de que su orden es sacrificial, reserva la acusación para cada uno de los participantes. Los declara culpables y por tanto responsables, pero dándoles inmediatamente la posibilidad de disfrute, de producciones variadas, de vidas hechas de sufrimientos y de diferencias. Una ética utópica, ¿pero existen otras?
Aquí se podría retomar la pregunta de Spinoza: ¿las mujeres están sujetas a la ética? Probablemente no a la definida por la filosofía clásica, respecto a la cual las generaciones feministas se inscriben peligrosamente en falso. ¿Pero no participan las mujeres de ese desmoronamiento que experimenta nuestra época en diversos niveles (desde las guerras hasta la concepción artificial pasando por las drogas) y que plantea la exigencia de una nueva ética?
La respuesta no podría ser afirmativa más que a costa del agotamiento del feminismo como momento del pensamiento que aspira a captar una identidad antropomórfica como la que mancha la liberación de nuestra especie. ¿Y qué manifiestan actualmente las corrientes “politically correct” en los Estados Unidos? La conciencia europea lleva la delantera en este plano. En gran parte a causa de la inquietud y la creatividad de sus mujeres.
(Traducción: Isabel Vericat)
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1 Estos trabajos se publican periódicamente en diversas revistas de intelectuales de las que una de las más prestigiosas es Signs, Chicago University Press. Destacamos también el número especial de la Revue des sciences humaines, Lille III, 1977 núm. 4, “Ecriture, féminité, féminisme”; y Le Doctrinal de sapience, núm. 3, 1977 (Ed. Solin), “Les femmes et la philosophie”.
2 A propósito de investigaciones lingüísticas sobre “el lenguaje femenino”, R. Lakoff, Language and Women's Place, 1974; M.R. Key, Male/Female Language, 1973; A.-M. Houdebine, “Les femmes et la langue” en Tel Quel, núm. 74, 1977.
3 Cf. J. Kristeva, Des Chinoises.
4 Cf. M. A. Macciocchi, Eléments pour une analyse du fascisme, 10/18, 1976; Michele Mattelart, “Le coup d'Etat au ferninin”, en Les Temps Modernes, enero 1975.
5 Los principios de una “antropología victimaria” los desarrolla R. Girard en La Violence et le sacré, Grasset, 1972, y sobre todo en Des choses cachées depuis la fondation du monde, Grasset, 1978.
6 Cf. Micheline Enriquez, “Fantasmes paranoïaques: différences des sexes, homosexualité, loi du pere”, en Topiques, núm. 13, 1974.
7 Cf. El seminario sobre la Identidad, dirigido por C. Lévi-Strauss, Grasset, 1977.
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