Astrid Lindgren y una piedra en el estante de la cocina
Si surfea uno en los dominios de mi dilecta amiga Miss Hortensia Google y busca “Astrid Lindgren”, encontrará nada menos que casi doce millones de entradas referentes a esa prodigiosa mujer cuya fantasía maternal inventó a Pippi Calzaslargas. Como figura emanada de su imaginación, Pippi nació en 1941, así es que la niña más popular del siglo XX ya cuenta la avanzada edad de 79 años, aunque nunca ha dejado de tener tan sólo nueve.
Debe ser dicho que al aparecer el libro hubo en Suecia una violenta discusión acerca de su protagonista, y un profesor de pedagogía y sicología achacó su creación a algo que calificaba de “enfermizo”. Porque la verdad es que Pippi amenazaba con llevar a la bancarrota el sistema educativo y el de valores tradicionales. Pippi hacía su santísima voluntad y se reía de escuelas y policías en sus propias barbas. Pero como muy bien escribió Astrid Lindgren años después: “Si con Pippi albergué alguna vez otra intención que la de divertir a mis jóvenes lectores, sería la de mostrarles que se puede tener poder sin abusar del mismo, la que es claramente, de todas, la más difícil prueba de habilidad en la vida”.
Debo confesar que en materia de literatura soy bastante pedofílico, y una de las niñas de las que me he enamorado hasta las cachas es esta Pippi, entre nosotros Pippilotta Rollgardina Victualia Peppermint Longstockin, y para abreviar Pippi Calzaslargas. Y creo que me enamoré tan irremisiblemente de ella cuando la vi entrar a la tienda en cuya vitrina había un cartel donde rezaba: ¿SUFRE DE PECAS? “Pues no, no sufro de pecas”, le dice Pippi al dependiente. “Pero, querida niña, si tienes toda la cara llena de pecas...” "Claro que sí”, replica Pippi, “pero no sufro de ellas. A mí me gustan. Buenos días!” ¡Pues claro está que sí! Si no tiene uno el valor de gustarse como es, qué se le ha perdido a uno en este valle de lágrimas de cocodrilo “e impuestos mucinipales”... como diría la propia Pippi.
Pippi pertenece por derecho propio a un mundo en el que se mueven con leyes propias su compatriota Nils Holgersson, el Lazarillo de Tormes, Oliver Twist y la pequeña Dorritt, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, Zazie, Alicia en el país de las maravillas, Kim de la India y Mowgli, Peter Pan, Mafalda, y el menos conocido Wouterje Pieterse, ese quijote infantil del neerlandés Multatuli y desde luego, también, el Principito. Y por cierto que Pippi es una princesita... pero plebeya, gracias a los dioses.
Y desde luego que hay diferencias fundamentales entre todos ellos. Por ejemplo: Alicia es una personita a la que le suceden cosas, y Pippi es una “personaja” que hace que las cosas sucedan; y Alicia vive en el mundo de todos los días desde el cual entra en el mundo de la fantasía, y Pippi es una figura directamente feérica, de cuento de hadas, que incide en la vida de todos los días.
En suma, Pippi fue un trasunto de su creadora, que con un artículo acerca de la tasa máxima (el 102%) de un impuesto estúpido, hizo caer al gobierno socialdemócrata sueco al cabo de 44 años de detentar el poder. Que con un discurso en Fráncfort, al recibir en 1978 el Premio de la Paz de los Libreros Alemanes —el Nobel alemán, puesto que en Suecia le negaron siempre el otro—, logró que se modificase la legislación que autorizaba que los padres todavía pegasen a sus hijos. Y que una vez, desde las ramas de un árbol en Estocolmo, a una avanzada edad, dijo que en los mandamientos de Moisés no está prohibido que las ancianas se suban a los árboles.
Por mi parte, jamás podré olvidar un conmovedor fragmento de su discurso al recibir ese Premio de la Paz alemán, que es la más alta distinción que se entrega en el país donde sobrevivo, y que antes que ella lo habían recibido, entre otros, Albert Schweitzer, Thornton Wilder, Karl Jaspers, Gabriel Marcel, Ernst Bloch, Max Frisch... y después que ella habrían de recibir Yehudi Menuhin, Octavio Paz, Václav Havel, Mario Vargas Llosa, Jürgen Habermas, Susan Sontag... Aquel domingo de octubre 1978, en la imponente iglesia de San Pablo, cuna de las libertades alemanas, Astrid Lindgren recordó algo que le había contado una vieja dama:
«[Ella] era una joven madre en aquellos tiempos, cuando se creía en la sentencia bíblica que dice que quien se modera en el castigo, echa a perder al niño. En el fondo de su corazón no creía en ello, pero un día su hijo pequeñito hizo algo por lo cual, en su opinión, se merecía una buena paliza, la primera en su vida. Le encargó que saliera al jardín y que volviese con un palo que tenía que traerle a ella. El pequeño se marchó y se quedó mucho tiempo fuera. Por último regresó llorando y dijo: “No he encontrado ningún palo, pero aquí tienes una piedra, para que me la puedas tirar”. Sólo que entonces la madre empezó a llorar, porque de repente lo veía todo con los ojos del niño. El niño tenía que haber pensado: “Mi madre me quiere hacer daño de verdad, y eso también puede hacerlo con una piedra”. Tomó al pequeño en sus brazos, y ambos lloraron un rato juntos. Después depositó la piedra en un estante de la cocina, y allí se quedó como advertencia permanente de la promesa que se había hecho a sí misma en aquella hora: NUNCA LA VIOLENCIA».
Adultos hechos y derechos no pudimos contener las lágrimas aquel mediodía en Fráncfort. Pero hay otra clase de adultos. Cuando la Real Academia Sueca no tuvo más remedio que, por fin, en 1971, concederle la medalla de oro por su obra, hay una imagen que no se me borrará jamás de la mente, y es que su secretario perpetuo, Artur Lundqvist, se la entregó sin levantarse de su asiento. Un ejemplo más vomitivo de machismo lo he encontrado pocas veces. Aunque no tantas entre nosotros, los primates latinos. Y es que debe de ser un privilegio reservado a los antropoides nórdicos.
[Estén donde estén, al menos acá en Europa, miren siempre los estantes de las cocinas. Espero que encuentren en ellos tantas piedras como yo he podido ver a lo largo de mis años en este país, y ese es uno de los homenajes más conmovedores que sus lectores le hayan hecho nunca a escritor alguno].▶ Vuela con nosotras
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