Sobre el dintel de las analogías
"Puedo tocar los perfiles que agiganta la miseria, el hambre arrinconada en el ladrillo desnudo"...
Todo el rocío, las fibras del equilibrio,
las arrojé al mar. Ahora me hundo en el gesto absurdo
de la ausencia. La noble bestia espero.
El aroma de una rosa extraña, desasida.
Un ciprés que amamanta en mi dureza
al viento entre tus manos húmedas.
Es madrugada. Todos duermen. El ángel dorado, sus inocentes sueños, el padre sobre el tapiz púrpura de la mañana. Yo en cambio me acurruco bajo una manta ajena, me torno un albatros cansado sobre la mar. Vasta y pesarosa como la nieve que no he visto. ¡Los copos de Dublín, de los jardines de Praga, los cristales que el doctor Zhivago transformaba en rosa, en el vagón inmundo de un tren siberiano!
Navego callada y triste por las retorcidas paredes de la casa. Me siento en un rincón, el más frío y distante, y me ahoga el pudor de esta flácida desnudez que nadie mira. Coloco la cabeza entre las piernas, para que duelan menos el desamparo de la noche, el aullido del perro por las calles de mi espalda, la mano apisonando la piel: un grito que se quiebra en el vacío. A mí llegan desmemoriadas huestes, los pesares del silencio, el misterio, la inusitada melodía de una imagen antigua: espectros de otras vidas que arrastran mi alma repetida al infinito, un alma que apenas conozco. ¿Qué estrenada estación aprisiona la transparencia de la hora?
Afuera el viento trae una nostalgia de paisajes vírgenes. Con él llega el cáliz derramándose, la savia de otra mujer. La siento llorar también en el rincón marchito de su casa. Puedo sentir el humo que se esparce cuando las lágrimas se desploman sobre el rostro gastado del mosaico. Puedo tocar los perfiles que agiganta la miseria, el hambre arrinconada en el ladrillo desnudo. Si pudiera alcanzar la delgadez de su mano. Acariciar sus dedos temblorosos hasta darle el volumen de la fruta que cae sobre las aguas quietas de un estanque. Si pudiera hundirme en la espuma de sus ojos, tan semejantes en el dolor al mío, tan salpicados de sueños idos, de raras oraciones y afiebrados parajes. Pero estamos signadas de soledad. Ella también presiente mi cercanía en la enconada noche. Está rodeada de mi aliento, del desconcierto que transpira mi piel, de unas paredes idénticas, amoratadas y crudas como un alimento robado. Contempla los mismos fantasmas que yo, se atraganta de idénticas palabras, llora, se espanta sobre la común espina. Ella también conoce que no nos fue dado un encuentro. Que esa página quedará incólume, arrancada de la esterilidad del fuego. Percibimos la tenue luz que se arremolina al final de este túnel. En un suspiro único, la miramos expandirse sobre su propia blancura, sentadas serenamente en el rincón más desdeñable y amargo de la casa.
Ambas consentimos que la aurora penetre con pasión por nuestros huesos todavía fuertes y hermosos. Nos levantamos con una sonrisa ensayada en el ijar de la costumbre y nos vamos a la cocina, como cualquier mujer, a preparar el café y calentar la escasa leche. Mientras que escondemos alguna que otra paja pegada en el rostro aún húmedo, es bueno sentir cómo sube el aroma del café por las piedras descalzas, por la piel del corazón, por las palabras que no diremos.
(En la antología Más allá del miedo es mi casa. Mujeres poetas contra la violencia, Ediciones Deslinde, Madrid, 2021)
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