Envejecer, la obra maestra de la vida
Las arrugas deberían indicar simplemente dónde han estado las sonrisas.
Mark Twain
Mayra hoy va a llegar tarde al trabajo y aun así decide pasar por casa de mi amigo Ángel, que a pesar de estar absorbido en sus bebés jimaguas siempre encuentra tiempo para poner la cafetera. Yo estoy sentado y silencioso en una esquina mientras ella llega y toca, suavemente para no despertar a los niños, la campana que Ángel se ha obstinado en colgar a la entrada.
Luego de saludar y preguntar cómo nos lleva el reciente paso del ciclón, toma de la basura un pomo de champú vacío y lo guarda en su jaba. Al percibir mi curiosidad, confiesa que con ese pomo y algunas flores de tela, que ella misma cose, hará un búcaro para regalarlo a los niños del barrio. Abre su bolsa, que noto muy colorida, incluso a decir de algunos —según ella misma— demasiado para una señora de su edad, y saca un tejido que está aprendiendo a hacer: “Se llama frivolité, mi profesora lo aprendió de sus antepasados rusos, cuando lo sepa completamente podré crear hasta aretes”, me dice. Yo la imagino, no sé por qué, con unos aretes enormes de estambre.
Decido, entonces muy interesado, entablar conversación, y así me entero que Mayra es una mujer de 64 años que ha laborado toda su vida como auxiliar de limpieza en la sede provincial del Ministerio de Educación en Ciego de Ávila, y que, además, tiene un segundo trabajo: cuidar a un anciano de 96 años. Madre de tres hijos adultos, que usualmente la regañan por andar recogiendo en la calle cuanto pedazo de tela, botón o piedra se pueda convertir después en una manualidad.
“Esta mujer tiene una energía envidiable”, afirma mi amigo mientras sirve el café. Y yo, que aún quiero saber más, consciente de que la edad de retiro para las mujeres en Cuba es de 60 años, le pregunto cuándo piensa jubilarse. Enseguida responde como por reflejo que no está en sus planes, al menos aún no, y me cuenta que ya comenzó desde hace tiempo el taichí para mantenerse en forma ahora que está entrando en la tercera edad.
“No quiero ser una carga para mis hijos, y mucho menos perder mi independencia”, me asegura. Y yo no puedo dejar de pensar en mi madre, mucho más joven y cansada, y en la realidad que encierra para muchas personas en este país el tener que retirarse, pues si el salario promedio resulta de por sí insuficiente para vivir, las pensiones lo son aún más.
Noto entonces que Mayra, quien nunca estudió una carrera universitaria y a decir de ella misma es de lo único de lo que se arrepiente, ha sacado una conclusión que, por mi juventud, a mí me era difícil obtener: en Cuba, donde el 19,8% de la población sobrepasa los 60 años, la mayoría de estas personas dependen económicamente de los hijos y otros parientes jóvenes. Tal dependencia atenta contra la autonomía individual, convirtiéndose incluso en un mecanismo de violencia solapada. Cabría preguntarse si hoy es suficiente lo que se hace para cuidar de aquellos que no tienen la vitalidad o convicción de Mayra.
Ahora tomo mi celular y le pido que me deje filmarla, pues quisiera hacer un trabajo sobre ella para la revista feminista con la que colaboro. Luego de una carcajada, y de su observación sobre lo cómico que le parece que un muchacho “con semejante barba” escriba para una revista “de mujeres”, abro la app de la cámara mientras la oigo exclamar: “Prepara el brazo, muchacho, que a mi aún me queda mucho por decir”.
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