Retrato a mano alzada de mi padre
"El final de la vida de mi papá fue una prueba para ambos. Pasó seis meses con cáncer, y durante ese tiempo lo cuidé con todo mi amor hasta que partió en el año 2000".
Recientemente, al revisar fotos viejas y vídeos olvidados, descubrí una imagen junto a mi padre que me transportó a un momento específico de mi infancia. Era un día soleado en el zoológico de 26 de La Habana. Recuerdo con claridad cómo una guasasa (pequeño insecto) se metió en mi ojo, causándome una molestia que mi papá solucionó con paciencia. Aunque el resto de ese día se ha desvanecido en mi memoria, este fragmento, ese instante con él, permanece intacto, recordándome su presencia.
Mi padre, Juan armando Perea Hernández, era chofer en el Ministerio de Educación Superior, aunque ahora mientras escribo, dudo, y pienso que nunca supe cuál era exactamente su trabajo: andaba en un carro, eso sí, y yo creo que entregaba cartas. Siempre tenía sobres que entregar a diferentes sitios.
En casa era carpintero aficionado. Hacía de todo un poco: cómodas, sillas, muebles, etc. Era muy imaginativo, y era bueno haciendo cosas con sus manos. Le gustaba también la plomería y ese tipo de cosas. Creo que de él saqué mi afición por la cerámica, por las fotos, por la creación en sentido general.
Su aceptación de mi homosexualidad llegó con tiempo y diálogo, aunque esto último, no de mi parte. Después de una cita con el psicólogo donde el especialista me dijo que le contará lo de mi homosexualidad, algo a lo que yo me negué, recuerdo que me dio un papelito para que se lo entregara a mi papá. Yo era un adolescente, rebelde por demás.
En el papel había una cita con un médico, no para mí, sino para él. Después de que el médico le halase las orejas - aunque a ciencia cierta no sé qué pudo haberle dicho- no pasó nada. Él me aceptó sin muchas formalidades, melodramas, ni abrazos.
Al principio fue un poco complicado porque él se resistía, no estaba de acuerdo, pero tras esa cita médica se tranquilizó. Yo nunca tuve problemas graves de homofobia con él.
Después de esta salida del closet, mi papá se convirtió en mi defensor más firme, negándose incluso a que me reclutaran para el servicio militar.
Yo fui el hijo más pequeño de mi papá. Cuando nací ya él ya había construido una primera familia, en donde estaba criando a dos hijos. Después vino mi mamá y aunque se separaron muy pronto, cuando yo tenía 8 años, no volvió a casarse nunca más. No digo que no tuviera alguna que otra novia, pero nada serio, todo muy informal. Algunas de ellas las llevaba a casa e incluso recuerdo que por momentos él y mi mamá tenían sus romances, aunque no estuviesen juntos…
Regresé a vivir con mi papá en mi adolescencia pues yo era bastante complicado. Pasaba temporadas largas a su lado, y luego volvía de forma intermitente con mi madre, a la casa donde ella estuviese viviendo. Pasamos por Bejucal, por San José de Las Lajas, por Alamar. Recuerdo haberme matriculado en más de diez mil escuelas en La Habana.
El final de la vida de mi papá fue una prueba para ambos. Pasó seis meses con cáncer, y durante ese tiempo lo cuidé con todo mi amor hasta que partió en el año 2000. Nunca olvidaré esos días en nuestra casa de Marianao.
El cuento El padre, que está publicado aquí en Alas Tensas, en una columna anterior, habla específicamente sobre ese episodio:
“Mi padre estaba muerto, yo mismo lo presencié en su último día, tirado boca arriba en la cama, casi sin conciencia, balbuceando frases incoherentes. En ese momento no comprendí qué era lo que estaba sucediendo cuando vi que él alargó las piernas, se le engarrotaron los deditos, y al tocarlo sentí que ya no guardaba calor alguno”.
Cuidarle en sus últimos días fue mi manera de devolverle algo del amor que siempre me había dado, en una sociedad como la cubana marcada por el abandono paterno, tras cualquier divorcio.
A veces, cuando cierro los ojos, puedo sentir su risa calmada que, aunque distante, siempre encuentra la manera de alcanzarme.
Quiero terminar volviendo al cuento que escribí para él:
“Ayer vi a un hombre parado en tu ventana, casi no se le veía la cara”, me contó una vecina cuando me vio llegar. “Estuvo un buen rato mirando hacia adentro”.
“Sí, no te preocupes, ese hombre es de mi entera confianza, es mi padre”, le dije.
Primero se quedó quieta mirándome fijo a los ojos y después de un breve intervalo se echó a reír como si nada.
“¡Pero tu papá está muerto!”
“No, no lo está, nadie se muere así de pronto”, respondí y dándole la espalda entré a la casa.
Nonardo Perea
(La Habana, 1973). Narrador, artista visual y youtuber. Cursó el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso del Ministerio de Cultura de Cuba. Entre sus premios literarios se destacan el “Camello Rojo” (2002), “Ada Elba Pérez” (2004), “XXV Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios” (2003- 2004), y “El Heraldo Negro” (2008), todos en el género de cuento. Su novela Donde el diablo puso la mano (Ed. Montecallado, 2013), obtuvo el premio «Félix Pita Rodríguez» ese mismo año. En el 2017 se alzó con el Premio “Franz Kafka” de novelas de gaveta, por Los amores ejemplares (Ed. Fra, Praga, 2018). Tiene publicado, además, el libro de cuentos Vivir sin Dios (Ed. Extramuros, La Habana, 2009).
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