El (nuevo) viaje de Oneyda González
Publicado en edición bilingüe por Akashic Books en 2023 y ganador del Premio Paz, "El lazo infinito" es el primer poemario de Oneyda González publicado fuera de Cuba.
Un libro que es un lazo que es un camino que es un viaje que es silencio que es, después de ser tantas cosas, un retorno. Oneyda González decidió atravesar muchas fronteras y salió victoriosa, que no ilesa. No se puede bajar a los infiernos y regresar siendo la misma persona, dicta el mito órfico. De hecho, ¿es posible acaso volver completamente? ¿Qué se pierde en el camino? El lazo infinito es un viaje físico, espiritual, lingüístico, íntimo y femenino, que intenta responder estas preguntas.
Publicado en una edición bilingüe por la editorial Akashic Books en 2023 y ganador del último Premio Paz de la Serie Nacional de Poesía, la Feria Nacional del Libro y el Miami Dade Collage, este poemario propone, pese a sus múltiples ramificaciones, variaciones de un mismo tema: el viaje, sobre el cual el cuerpo de la poeta se abre, para convertir la experiencia del desplazamiento en algo tan corpóreo como sensorial, “traigo un río sobre la espalda. / Sigo su rumbo inescrutable”.
El viaje como búsqueda identitaria
Si bien el viaje como búsqueda identitaria, descubrimiento del mundo y ejercicio para ensayar la libertad, no es una característica privativa de las escritoras, sí constituye un rasgo definitorio en sus obras, porque el cuerpo femenino configura de manera distinta las representaciones de cualquier desplazamiento. De hecho, pudiéramos rastrear cierta causalidad entre el tema de El lazo infinito y el hecho de que es el primer poemario de Oneyda González publicado fuera de Cuba, su tierra natal, pensándolo como la consecución de un trayecto físico, geográfico y literario que ha marcado su cuerpo, sus espacios y su escritura durante muchos años.
“Si bien el viaje como búsqueda identitaria, descubrimiento del mundo y ejercicio para ensayar la libertad, no es una característica privativa de las escritoras, sí constituye un rasgo definitorio en sus obras.”
En este libro, la primera frontera que la autora atraviesa es la de la guerra en tierras lejanas: el viaje del soldado. Una oración a la Virgen de la Caridad del Cobre, la patrona de Cuba, precede el trayecto, una plegaria que Oneyda escribe a modo de prólogo para preguntar (acaso preguntarse) sobre ese jovencito de su pueblo que se fue a pelear a Angola y nunca más volvió. Un rezo, como el arrullo maternal de la misma advocación religiosa, brota de la comunión consciente entre la poeta y la naturaleza, un rezo que es también una invocación a ella misma, a su otro yo: “¡Oh, Madre! ¡Quiero ver!”
¿Y qué quiere ver Oneyda? Que no nos engañen las pérdidas que siempre sufren quienes parten; el silencio tantas veces deseado, saboreado, abrazado a lo largo de este poemario; que no nos asuste la frontera entre la vida y la muerte, o el designio de Orfeo cuando baja al averno para recuperar a Eurídice… Después de todo, el poeta griego, cuyo canto tenía el don de embelesar a los dioses, se lanzó al viaje por amor, un amor que persiste por encima de todo, incluso de la propia muerte.
La condición de nómade
El lazo infinito es también una búsqueda personal de la insularidad cubana, referida no solamente a la pertenencia de la autora a una región geográfica insular, sino a la condición nómade de los cubanos, que nos hace estar la mayor parte del tiempo solos, la más certera naturaleza de un viajero. Así, los poemas aquí reunidos son como ese conjunto de puentes que conecta de forma simbólica, cultural e histórica al Caribe con Norteamérica, Suramérica y el mundo entero; y que Antonio Benítez Rojo define como “la isla que se repite”.
El tema del viaje femenino planteado de tal forma en El lazo infinito es una inquietud de su autora ya desde antes. Para ilustrar el planteamiento, acudo a una crónica publicada el 18 de noviembre de 2021 por la revista Alas Tensas, titulada “Arqueología del barrio (nomadismos III)”, firmada por Oneyda Gonzáles, bajo el pseudónimo Nelly del Río, y que forma parte de una serie de Nomadismos sobre el exilio y la memoria, que la poeta publicó en este medio.
En esa serie, la autora presenta las paredes blancas de su casa como alegoría de la transitoriedad y la soledad del viajero. Oneyda narra que, como hojas de papel, los muros de su casa esperan un signo (cuadro, fotografía, cualquier adorno) que le otorgue la identidad de quien habita ese espacio; pero la certeza de la partida inminente garantiza que las paredes permanezcan inmaculadas: “Conviene que estén disponibles para el próximo ocupante, así no habrá mucho trámite: ¡recoges y te vas!”
El ritmo vertiginoso del caminante aparece también en El lazo infinito a través de su merodeo musical, un jugueteo con el lenguaje: “¿Qué sabe una palabra si ha de ser la herramienta?”; un ritmo que, incluso en los poemas más largos, tienta al viajero a seguir, como la tonada infantil que guía, “ven a mí, palabra despejada”, porque para la autora tomar el lápiz es una verdad que solo puede llevarla hasta el convite. Así, Oneyda cruza también la frontera literaria de la tradición y estamos en presencia de una voz auténtica que ha bebido de los otros autores, presentes en los epígrafes del libro, en las dedicatorias y en algunos poemas.
El tema del doble
Sin embargo, en este viaje muchas veces bifurcado, es el tema del doble el que define todo el andar de la autora, dos apartados —de los tres que dividen al libro— lo enuncian directamente: “Ante el espejo” y “El otro y yo”. Me refiero también a símbolos colocados por la autora en muchos de los poemas: la mujer que se mira al espejo manchado, cuyo rostro se fragmenta; la mujer que se dice al despertar “qué loca más bella”; la mujer que es hija y madre y hermana; la mujer que decide que es hora de quedarse fija en sí misma, de no caminar con otros, ni seguir más el argumento que otros le han fijado.
“En este viaje muchas veces bifurcado, es el tema del doble el que define todo el andar de la autora: la mujer que se mira al espejo manchado, cuyo rostro se fragmenta; la mujer que se dice al despertar 'qué loca más bella'; la mujer que es hija y madre y hermana...”
Pero ¡cuidado! Esta fijeza no es tal, no alude aquí a la movilidad corporal, intelectual o espiritual. Es una fijeza como las volutas de un cigarro, como la pantalla de cine que detiene aquello que aún sigue moviéndose; una fijeza que apunta al dualismo del desplazamiento en ella misma: la fijeza de una cabeza griega que la autora congela en un poema, casi para diseccionarla. Disección de cabeza antigua, disección de la voz que susurra al oído, autodisección.
El eterno retorno
El viaje es aquí un acto cotidiano también, un eterno deambular, un lazo infinito que rompe con el punto de partida y, al mismo tiempo, regresa al punto de partida, incapaz de perder la esperanza del reencuentro. Pequeñas sutilezas de la vida común se escurren entre los versos: el acto humano de limpiarse las uñas, el bostezo en la mañana, la taza de té humeante, las consignas de la ciudad, la visita que asiste al sonido del tren, las manos amigas que pintan, el café como moneda de cambio… La evocación del hogar en esas pequeñas imágenes que pueblan el poemario, por demás muy visual, aluden indefiniblemente a las raíces de quien parte, y promete volver, de cierta forma.
La foto de cubierta, de Gustavo Pérez, es evocadora: un caminito brillante, como un hilo, serpentea entre los fulgores pétreos de la mina de El Cobre y la basílica de la Virgen de la Caridad. No fue una elección azarosa, estoy segura, como ningún poema en este libro; cada uno es parte de un gran mapa por el que la autora nos permite desplazarnos, como si estuviéramos en la sala oscura del cine y allí, en la pantalla, asistiéramos al periplo de una mujer, loca, muy bella, escindida, que se pregunta si “¿vivir no es acaso la salida?”
Si alguna vez han sentido este viaje, o van a comenzar alguno, puedo asegurar que no hay mejor brújula que El lazo infinito de Oneyda González.
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