Mujeres poetas: una fe en levantar montañas
Cada mes la luna ejecuta la misma carrera que el sol en un año. (Cicerón)
Amordazadas, no callaron jamás; dormidas, no dejaron de velar. Hicieron del silencio un silencio anterior, que es silencio latente, significante. Transmutaron en acto mágico, regenerativo, en lenguaje secreto, salvador, todo empeño por borrar su identidad. Transmitieron, obstinadas, ese vigor. Cada día era un combate contra el hastío y la cotidianidad, la blancura del papel, la imagen prisionera o la que escapa; cada gesto un desafío a la indolencia... La injusticia y la desesperanza no las aminoró. El hambre no las flaqueó. Ni en la modernidad más férrea, ni en esta posmodernidad alucinante que hoy les concierne, lo primitivo ha dejado de rumiarles. En cada mujer poeta hay un tigre presto a saltar, un signo que reafirma lo telúrico, una fe en levantar montañas.
A Safo, Sor Juana, Santa Teresa, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Elizabeth Barrett Browning, Luisa Pérez de Zambrana, Emily Dickinson, Delmira Agustini, Alfonsina Storni, Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Anna Ajmátova, Marina Ivánovna Tsvetáieva, Dulce María Loynaz, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath, Fina García Marruz, Gloria Fuertes, y a otras quizás menos conocidas pero igualmente imprescindibles, el canon literario construido por el patriarcado ha intentado silenciar.
Sin embargo, esa intención ha sido en vano, pues estas angélicas y altas voces poéticas a las que los hombres y las circunstancias putearon inmisericordemente —como diría Camilo José Cela a propósito de Gloria Fuertes—, se han convertido en pliegos sobre los cuales los poetas y lectores, sean del género que sea, nos vemos reflejados; sobre su cuerpo textual sobrescribimos nuestras propias interrogantes y develamos contradicciones y angustias.
Más que buscar respuestas, un síntoma de nuestros demonios, una explicación a nuestros miedos, encontramos en sus textos y actos vitales la imagen que proclama la libertad del espíritu que no se deja aprisionar por tabúes, convencionalismos, marginaciones, religiones, ideologías...
La imagen que construye la mujer poeta se opone a los estereotipos del histerismo, o, por el contrario, el de pasividad y dulzura de la buena ama de casa que cuando cesan sus labores domésticas pergeña versitos para alejar su aburrimiento y contentar al hombre y sus amigos. Muchas grandes poetas se han hecho a la sombra, realizando cualquier oficio para sobrevivir, o escogiendo sin vocación el matrimonio o la soledad. Su tropo puede haber nacido del murmullo, debajo de la escalera, sesgada, como fantasmas, como en el caso de Emily Dickinson, pero también desde el espacio público o su justo reclamo, como hiciera la Avellaneda, a quien le fue negado su entrada a la Academia de la Lengua mereciéndola con creces. Desde una u otra posición no se ha dejado de escuchar la queja que para las mujeres reclamaba la Zambrano. Su movimiento pudiera ser el de la semilla: lento, soterrado; pero también el de la ola: con ascensos y/o descensos.
Con la acritud de la cebolla que cortan en la cocina, el estruendo en la sien y el frío que cala los huesos frente a los barrotes de la cárcel donde padece el hijo; con las sombras que apisonamos en un pequeño jardín y la visión de las palmas como cruces cuando se ha perdido lo más amado; con úteros como prismas invertidos de madres imposibles, con palabras dejadas en un pizarrón para llenar la ausencia, y con desmoronamientos de tierra y nieve y leche y sangre, maceran imágenes las mujeres poetas. Doblegan, vitalizan el idioma en el que escriben, y enriquecen el texto humano que contiene la única lengua del amor.
En sus versos se cristalizan las múltiples antítesis y complejidades del ser femenino, con belleza e inteligencia, sin graves alardes de retórica, buscan la filosofía que fluye tanto de las pequeñas cosas como de las cosmogónicas. El duende de la alegría y la fe que salva y ahuyenta la locura en un mundo desproporcionado, —aunque muchas de ellas abrazaran por voluntad propia la muerte—, se reafirma en la lectura de su obra.
Por mucho que quieran no las pueden borrar. Los nuevos lectores y lectoras las descubren y se percatan que el mundo se conoce más y es mejor por la obra que lograron y aun por aquello que, dadas las propias circunstancias que se les opusieron, no llegó a ser más que germen, potencia.
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