Delmira Agustini: el feminicidio nos privó de su voz

El asesinato de Delmira Agustini fue considerado en su época un "acto de amor" o un "pacto entre amantes", cuando en realidad fue un feminicidio que privó a América de una voz poética prominente.

Foto de la poeta uruguaya Delmira Agustini.
Delmira Agustini (Montevideo, Uruguay, 1886-1914).

Cuenta Dulce María Loynaz que en una ocasión Gabriela Mistral le preguntó a quién consideraba la mejor poetisa de América. La chilena le pidió a la habanera no incurrir en la obviedad de decir que era ella misma (o sea, Gabriela). Dulce María, persona de carácter ácido, le respondió algo así: “Tengo que decir que es usted, porque es la verdad; pero usted sabe que si otra de ‘nosotras’ viviera, las cosas no serían igual”. La autora de Desolación le contestó brevemente: “Estoy de acuerdo”. Ambas, sin mencionarla explícitamente, hablaban de Delmira Agustini.

Un denso enigma envuelve la figura de la uruguaya. El poder telúrico de su poesía parece no tener una explicación lógica de acuerdo con su vida. La muchacha bellísima, educada en los cánones conservadores que marcaron el tránsito del siglo XIX al XX en las altas clases latinoamericanas, cuyas lecturas no parecen haber sido particularmente abundantes, y de correspondencia que no delata un talento más allá de lo ordinario, fue, al mismo tiempo, la autora de una de las obras más apasionadas e intensas de la poesía en español. Y fue también la mujer que se ha entendido como una personificación del fuego, de las ansias eróticas que muy probablemente no experimentó a plenitud, pero que la han definido como una de las poetisas más interesantes de su país, a pesar también de su corta vida.

Es como si en Delmira habitase un espíritu flamígero que buscara saciar, a través de la poesía, las ansias de amor que la devoraban. Porque es el amor, el amor carnal, el tema predominante en su obra. Ella, la muchacha bien de ambiente casi victoriano, es la que declararía, en uno de sus versos, ser “la vaina del rayo”. A la que podemos imaginar en sus altas noches abandonando sobre sus cuadernos casi adolescentes los ropajes de la aristocracia oriental a la que pertenecía su familia, para ser allí, en el arte, lo que realmente era detrás de los oropeles de la corrección: una mujer ávida por el goce del amor, o angustiada por su ausencia.

Quizás se viese a sí misma cargando sobre su frente los “grades lirios marmóreos de pureza,/ pesados y glaciales como témpanos”, pues es claro que Delmira Agustini se sintió mucho más que lo que la sociedad esperaba de ella. Sus libros, que pasaron de títulos como El lirio blanco o Cantos de la mañana a otros de un fuerte matiz erótico en Los cálices vacíos, El rosario de Eros y Los astros del abismo (los dos últimos póstumos), fueron admirados y despreciados conforme a las reglas estrictas de quienes, aun reconociendo el inmenso talento de la joven, se negaron a aceptar que el tema sexual pudiese ser digno en la poesía, y menos en la poesía escrita por una joven de alcurnia.

Mucho se habla desde hace algunas décadas de la literatura hecha por mujeres como un corpus diferenciado, como si hubiese un especial mérito en el género de quien escribe. No soy partidario de la división artificial entre literatura “de mujeres” y “de hombres”. Veo en ella un intento de excluir y crear ghettos que responden a agendas extrartísticas. Delmira hace una poesía profundamente femenina porque es lo que ella misma era; en su femineidad estaban sus intereses, sus dudas y sus sueños no cumplidos, pero los valores de su obra exceden ese tipo de clasificaciones en mi opinión superficiales. Es una poesía humana: debiera bastar.

¡Ah, entre todas las manos yo he buscado tus manos!
Tu boca entre las bocas, tu cuerpo entre los cuerpos;
de todas las cabezas yo quiero tu cabeza,
de todos esos ojos, ¡tus ojos solo quiero!
Tú eres el más triste por ser el más querido,
tú has llegado el primero por venir de más lejos…

La muerte de Delmira Agustini, con solo veintisiete años, es uno de los más penosos episodios de violencia de género en la historia de la literatura. Aunque tal acontecimiento conmovió a la sociedad de su país, fue considerado un “pacto de amor” o “crimen pasional”, cuando a todas luces fue exactamente un feminicidio. Está comprobado que el hombre con quien se casó, Enrique Job Reyes, distaba mucho de valorar sus intereses creativos. Los entendía como “asuntos de mujeres solteras”. Delmira siguió con su carrera literaria. Durante los cinco años que había durado el noviazgo casi totalmente por correspondencia, el reconocimiento de la Agustini fue cada vez más creciente entre personalidades e intelectuales de Montevideo. El novio consideraba este talento más una preocupación que una virtud, pero esperaba que con el matrimonio tales inclinaciones desaparecieran.

“He resuelto arrojarme al abismo medroso del casamiento.”, le cuenta la uruguaya a Rubén Darío, “No sé: tal vez en el fondo me espera la felicidad. ¡La vida es tan rara!” Menos de dos meses después Delmira Agustini volvió a la casa de sus padres y pidió el divorcio alegando “hechos graves que imposibilitan cualquier reconciliación” y las amenazas recibidas tras la separación de hecho. Ese mismo año se había aprobado la nueva ley uruguaya acerca del derecho de la mujer a solicitar el divorcio con su sola voluntad. Delmira se siguió viendo con él durante el proceso de divorcio, quizá debido a estas amenazas que ya había mencionado. En uno de esos encuentros, el individuo la asesinó con dos balazos y trató de terminar con su propia vida, lo cual consiguió de camino al hospital.

Habremos de conformarnos con imaginar lo que Delmira pudo haber escrito y ya no existirá jamás. Es ilusorio y falso asumir los temas y las formas que mantendría o cambiaría en su obra nonata. Lo que nos quedan son sus versos reales, los que pudo hacer mientras se lo permitió su breve tiempo en el mundo, y con ellos se ganó un lugar de privilegio en las letras americanas. Lo sabía Dulce María Loynaz y lo sabía Gabriela Mistral.

Yo, de cualquier modo, siento que no es el lugar que merece todavía. Un crimen privó a América de una de sus voces poéticas más sólidas, en un momento en el que ya hacían su obra o estaban por hacerla un grupo extraordinario de poetas mujeres que tampoco han obtenido el reconocimiento de sus colegas varones. Pero se habla mucho más de otras grandes poetisas, como Alfonsina Storni o Juana de Ibarbourou.

Quizás debiésemos romper algunos esquemas a los que acudimos de modo inconsciente. Quizás la discriminación positiva a la que hemos sometido durante años a estas enormes mujeres les esté jugando en contra a todas, y en particular a Delmira Agustini. Siempre las comparamos entre “ellas”. Un buen paso sería leer su obra, entenderla a través de sus poemas, disfrutar lo larval que en ella era ya potencia en la manera distinta de concebir lo poético, el erotismo, la libertad.

Aquí uno de sus poemas:

Ven

Ven, oye, yo te evoco.
Extraño amado de mi musa extraña,
ven, tú, el que meces los enigmas hondos
en el vibrar de las pupilas cálidas.
El que ahondas los cauces de amatista
de las ojeras cárdenas…
Ven, oye, yo te evoco,
extraño amado de mi musa extraña!
Ven, tú, el que imprime un solemne ritmo
al parpadeo de la tumba helada!
el que dictas los lúgubres acentos
del decir hondo de las sombras trágicas.
Ven, tú, el poeta abrumador, que pulsas
la lira del silencio: la más rara!
La de las largas vibraciones mudas,
la que se acorda al diapasón del alma!
Ven, oye, yo te evoco,
extraño amado de mi musa extraña!
Ven acércate a mí, que en mis pupilas
se hunden las tuyas en tenaz mirada,
vislumbre en ellas el sublime enigma
del “más allá”, que espanta…
Ven… acércate más…  clava en mis labios
tus fríos labios de ámbar,
guste yo en ellos el sabor ignoto,
de la esencia enervante de tu alma!
Ven, oye, yo te evoco,
extraño amado de mi musa extraña!

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