Referentes | Simone de Beauvoir: “El segundo sexo” (parte 1)

“Si la función de hembra no es suficiente para definir a la mujer, tenemos que plantearnos la pregunta de rigor: ¿qué es una mujer?”

Mitades. Foto: Diana | Unsplash
Mitades. Foto: Diana | Unsplash

He dudado mucho antes de escribir un libro sobre la mujer. Es un tema irritante, sobre todo para las mujeres, y no es ninguna novedad. La polémica del feminismo ha hecho correr tinta suficiente y ahora está prácticamente cerrada: punto en boca. Sin embargo, seguimos hablando de ello. Y no parece que las voluminosas tonterías proferidas durante este último siglo hayan arrojado alguna luz sobre el problema. Además, ¿hay algún problema? ¿Cuál es? ¿Acaso hay mujeres?

Efectivamente, la teoría del eterno femenino sigue contando con adeptos que susurran: “Hasta en Rusia, las mujeres siguen siendo mujeres”; otras personas bien informadas —que suelen ser las mismas— suspiran: “La mujer se pierde, la mujer se ha perdido”. Ya no sabemos con certeza si sigue habiendo mujeres, si las habrá siempre, si es deseable o no, qué lugar ocupan en este mundo, qué lugar deberían ocupar. “¿Dónde están las mujeres?”, preguntaba hace poco una revista de publicación irregular.1

¿Qué es ser mujer?

Para empezar: ¿qué es una mujer? “Tota mulier in utero: es una matriz”, dicen unos. Sin embargo, cuando hablan de algunas mujeres, los entendidos decretan: “No son mujeres”, aunque tengan un útero como todas las demás. Todo el mundo está de acuerdo en reconocer que en la especie humana hay hembras; constituyen, ahora como siempre, aproximadamente la mitad de la humanidad; sin embargo, se nos dice que “la feminidad está en peligro”; nos exhortan: “Sed mujeres, siempre mujeres, más mujeres”.

La feminidad

Anna Bilińska: “A la orilla del mar” (1886), fragmento.
Anna Bilińska: “A la orilla del mar” (1886), fragmento.

Por tanto, no todo ser humano hembra es necesariamente mujer; necesita participar de esta realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad. ¿Se trata de algo que segregan los ovarios? ¿Está colgada del cielo de Platón? ¿Bastarán unas enaguas susurrantes para que baje a la tierra? Aunque algunas mujeres se afanen en encarnarlo, el modelo nunca ha sido patentado. Se suele describir en términos vagos y relumbrantes que parecen tomados del vocabulario de las videntes.

En tiempos de Santo Tomás, se presentaba como una esencia definida con tanta seguridad como las virtudes somníferas de la adormidera. Sin embargo, el conceptualismo ha perdido terreno: las ciencias biológicas y sociales ya no creen en la existencia de entidades fijadas de forma inmutable que definan caracteres dados como los de la mujer, el judío o el negro; consideran que el carácter es una reacción secundaria ante una situación. Si ya no hay feminidad, será porque nunca la hubo.

La condición humana

¿Quiere eso decir que la palabra “mujer” no tiene contenido? Es lo que afirman enérgicamente los partidarios de la filosofía de la ilustración, del racionalismo, del nominalismo: las mujeres son aquellos seres humanos que reciben arbitrariamente el nombre de “mujer”; en particular, las estadounidenses suelen pensar que la mujer como tal es algo improcedente; si alguna retrasada se sigue considerando mujer, sus amigas le aconsejan que se psicoanalice con el fin de librarse de esa obsesión.

A propósito de una obra, por otra parte muy irritante, titulada Modern Woman: a lost sex, Dorothy Parker escribió: “No puedo ser justa con los libros que se ocupan de la mujer como mujer… Creo que todos, hombres y mujeres, no importa, debemos ser considerados seres humanos”.

Sin embargo, el nominalismo es una doctrina un tanto limitada, y los antifeministas tienen muy fácil la demostración de que las mujeres no son hombres. Es evidente que la mujer es un ser humano como el hombre, pero una afirmación de este tipo es abstracta; la realidad es que todo ser humano concreto siempre tiene un posicionamiento singular. Negar las nociones de eterno femenino, de alma negra, de carácter judío, no es negar que existan los judíos, los negros, las mujeres: esta negación no representa para los interesados una liberación, sino una huida engañosa.

La igualdad

Élise Léontine Deroche, la primera mujer piloto, 1919.
Élise Léontine Deroche, la primera mujer piloto, 1919.

Es obvio que ninguna mujer puede pretender de buena fe situarse más allá de su sexo. Una escritora conocida se negó hace algunos años a que su retrato figurara entre una serie de fotografías consagradas precisamente a las escritoras: quería que la colocasen con los hombres, pero para obtener ese privilegio utilizó las influencias de su marido. Las mujeres que afirman que son hombres no dejan de reclamar atenciones y consideración por parte de los hombres. Recuerdo también una joven trotskista de pie sobre un estrado en un mitin tormentoso que se disponía a actuar violentamente, a pesar de su evidente fragilidad; negaba su debilidad femenina, pero era por amor a un militante con el que quería estar en pie de igualdad. La actitud de desafío en la que se crispan las norteamericanas demuestra que están obsesionadas por el sentimiento de su feminidad.

En realidad basta pasearse con los ojos abiertos para comprobar que la humanidad se divide en dos categorías de individuos en los que la vestimenta, el rostro, el cuerpo, la sonrisa, la actitud, los intereses, las ocupaciones son claramente diferentes; quizá estas diferencias sean superficiales, quizá estén destinadas a desaparecer. Lo que está claro es que de momento existen con una evidencia deslumbradora.

La mujer como lo inesencial

Marilyn Monroe posando en bikini a finales de 1940.
Marilyn Monroe posando en bikini a finales de 1940.

Si la función de hembra no es suficiente para definir a la mujer, si también nos negamos a explicarla por “el eterno femenino” y si no obstante aceptamos, aunque sea con carácter provisional, que existen mujeres sobre la tierra, tenemos que plantearnos la pregunta de rigor: ¿qué es una mujer?

El enunciado mismo del problema me sugiere inmediatamente una primera respuesta. Es significativo que me lo plantee. A un hombre no se le ocurriría escribir un libro sobre la situación particular que ocupan los varones en la humanidad.2 Si me quiero definir, estoy obligada a declarar en primer lugar: “Soy una mujer”; esta verdad constituye el fondo sobre el que se dibujará cualquier otra afirmación. Un hombre nunca empieza considerándose un individuo de un sexo determinado: se da por hecho que es hombre.

Si en los registros civiles, en las declaraciones de identidad, las rúbricas “hombre” o “mujer” aparecen como simétricas es una cuestión puramente formal. La relación entre ambos sexos no es la de dos electricidades, dos polos: el hombre representa al mismo tiempo el positivo y el neutro, hasta el punto que se dice “los hombres” para designar a los seres humanos, pues el singular de la palabra vir se ha asimilado al sentido general de la palabra homo. La mujer aparece como el negativo, de modo que toda determinación se le imputa como una limitación, sin reciprocidad.

A veces me he sentido irritada en una discusión abstracta cuando un hombre me dice: “Usted piensa tal cosa porque es una mujer”; yo sabía que mi única defensa era contestar: “Lo pienso porque es verdad”, eliminando así mi subjetividad. No podía replicar: “Y usted piensa lo contrario porque es un hombre”, pues se da por hecho que ser hombre no es una singularidad; un hombre está en su derecho de ser hombre, la que se equivoca es la mujer.

En la práctica, igual que en la Antigüedad había una línea vertical absoluta con respecto a la cual se definía la oblicua, existe un tipo humano absoluto que es el tipo masculino. La mujer tiene ovarios, útero; son condiciones singulares que la encierran en su subjetividad; se suele decir que piensa con las glándulas. El hombre olvida olímpicamente que su anatomía también incluye hormonas, testículos. Percibe su cuerpo como una relación directa y normal con el mundo, que cree aprehender en su objetividad, mientras considera el cuerpo de la mujer lastrado por todo lo que lo especifica: un obstáculo, una prisión. “La hembra es hembra en virtud de una determinada carencia de cualidades”, decía Aristóteles. “Tenemos que considerar el carácter de la mujer como naturalmente defectuoso”.

Y Santo Tomás decreta a continuación que la mujer es un “hombre fallido”, un “ser ocasional”. Es lo que simboliza la historia del Génesis, donde Eva aparece como sacada, en palabras de Bossuet, de un “hueso supernumerario” de Adán. La humanidad es masculina y el hombre define a la mujer, no en sí, sino en relación con él; la mujer no tiene consideración de ser autónomo. “La mujer, el ser relativo…”, escribe Michelet.

Benda afirma también en Le Rapport d’Uriel: “El cuerpo del hombre tiene un sentido en sí mismo, al margen del cuerpo de la mujer, mientras que este último parece desvalido si no evocamos al hombre… El hombre se concibe sin la mujer. Ella no se concibe sin el hombre”. Y ella no es más que lo que el hombre decida; así recibe [en francés] el nombre de “el sexo”, queriendo decir con ello que para el varón es esencialmente un ser sexuado: para él, es sexo, así que lo es de forma absoluta.

La mujer se determina y se diferencia con respecto al hombre, y no a la inversa; ella es lo inesencial frente a lo esencial. Él es el Sujeto, es el Absoluto: ella es la Alteridad.3

La alteridad de la mujer

Aïda Muluneh: “Ambos lados”, fotografía de la serie “Memoria de la esperanza” (2017).
Aïda Muluneh: “Ambos lados”, fotografía de la serie “Memoria de la esperanza” (2017), fragmento.

La categoría de Otro es tan originaria como la conciencia misma. En las sociedades más primitivas, en las mitologías más antiguas, encontramos siempre una dualidad que es la de lo Mismo y lo Otro; esta división no se situó en un principio bajo el signo de la división de sexos, no depende de ningún dato empírico: es lo que se deduce, por ejemplo, de los trabajos de Granet sobre el pensamiento chino, de los de Dumézil sobre India y Roma. En los binomios Varuna-Mitra, Urano-Zeus, Sol-Luna, Día-Noche, no está implicado en principio ningún elemento femenino, como tampoco en la oposición del Bien y el Mal, de los principios fastos o nefastos, de la derecha y de la izquierda, de Dios y de Lucifer; la alteridad es una categoría fundamental del pensamiento humano.

Ser otro

Ningún colectivo se define nunca como Uno sin enunciar inmediatamente al Otro frente a sí. Basta que tres viajeros se reúnan por azar en un mismo compartimiento para que el resto de los viajeros se conviertan en “otros” vagamente hostiles. Para el aldeano, todas las personas que no pertenecen a su aldea son “otros” sospechosos; para el nativo de un país, los habitantes de países que no son el suyo aparecen como “extranjeros”; los judíos son “otros” para el antisemita, los negros para los racistas norteamericanos, los indígenas para los colonos, los proletarios para las clases pudientes.

Al cabo de un estudio profundo sobre las diferentes figuras de las sociedades primitivas, Lévi-Strauss concluyó:

El paso del estado de Naturaleza al de Cultura se define por la aptitud que tiene el hombre para concebir las relaciones biológicas en forma de sistemas de oposiciones: la dualidad, la alternancia, la oposición y la simetría, presentadas en formas definidas o imprecisas, no son tanto fenómenos que hay que explicar como imperativos fundamentales e inmediatos de la realidad social.4

Estos fenómenos no se pueden entender si la realidad humana se considera exclusivamente un mitsein basado en la solidaridad y en la amistad. Por el contrario, se aclaran inmediatamente si, siguiendo a Hegel, descubrimos en la propia conciencia una hostilidad fundamental respecto a cualquier otra conciencia; el sujeto solo se afirma cuando se opone: pretende enunciarse como esencial y convertir al otro en inesencial, en objeto.

Sin embargo, la otra conciencia le plantea una pretensión recíproca: cuando viaja, el nativo advierte escandalizado que en los países vecinos existen nativos que le miran a su vez como extranjero; entre aldeas, clanes, naciones, clases, hay guerras, potlatchs, negociaciones, tratados, luchas que privan a la idea de Alteridad de su sentido absoluto y descubren su relatividad; de grado o por fuerza, los individuos y grupos están obligados a reconocer la reciprocidad de sus relaciones. ¿Cómo es posible entonces que entre los sexos esta reciprocidad no se haya planteado, que uno de los términos se haya afirmado como el único esencial, negando toda relatividad con respecto a su correlato, definiéndolo como alteridad pura? ¿Por qué las mujeres no cuestionan la soberanía masculina?

Ningún sujeto se enuncia, de entrada y espontáneamente, como inesencial; lo Otro, al definirse como Otro, no define lo Uno: pasa a ser lo Otro cuando lo Uno se posiciona como Uno. Sin embargo, cuando no se opera esta inversión de Otro en Uno, será porque existe un sometimiento a ese punto de vista ajeno. ¿De dónde viene en la mujer esta sumisión?

Las mujeres y el proletariado

Existen otros casos en los que, durante un tiempo más o menos largo, una categoría consigue dominar de forma absoluta a otra. En general, este privilegio se debe a la desigualdad numérica: la mayoría impone su ley a la minoría o la persigue. Sin embargo, las mujeres no son una minoría, como los negros estadounidenses o como los judíos: hay tantas mujeres como hombres sobre la tierra.

A menudo, los dos grupos enfrentados habían sido antes independientes: se ignoraban en un principio, o cada cual admitía la autonomía del otro, hasta que un acontecimiento histórico subordinó el más débil al más fuerte: la diáspora judía, la introducción de la esclavitud en América, las conquistas coloniales, son acontecimientos fechados. En estos casos, para los oprimidos hubo un antes: tienen en común un pasado, una tradición, a menudo una religión, una cultura.

En este sentido consideramos pertinente la relación que estableció Bebel entre las mujeres y el proletariado: los proletarios tampoco están en inferioridad numérica y nunca constituyeron un colectivo separado. No obstante, a falta de un acontecimiento, un desarrollo histórico explica su existencia como clase y da cuenta de la distribución de estos individuos en esta clase.

No siempre hubo proletarios, pero siempre ha habido mujeres; lo son por su estructura fisiológica; por mucho que nos remontemos en la historia, siempre han estado subordinadas al hombre: su dependencia no es la consecuencia de un acontecimiento o de un devenir, no ha acontecido. En parte porque escapa al carácter accidental del hecho histórico, la alteridad se nos presenta aquí como un absoluto. Una situación que se ha creado a través del tiempo puede deshacerse en otro tiempo: por ejemplo, los negros de Haití lo han demostrado. Sin embargo, al parecer una condición natural es obstáculo para el cambio.

La opresión de las mujeres

Trabajadoras en una línea de ensamblaje, 1930.
Trabajadoras en una línea de ensamblaje, 1930.

En realidad, la naturaleza no es un hecho inmutable, como tampoco lo es la realidad histórica. Si la mujer se descubre como lo inesencial que nunca se convierte en esencial, es porque no opera ella misma esa inversión. Los proletarios dicen “nosotros”. Los negros también. Al afirmarse como sujetos, transforman en “otros” a los burgueses, a los blancos. Las mujeres —salvo en algunos congresos que no pasan de manifestaciones abstractas— no dicen “nosotras”. Los hombres dicen “las mujeres” y ellas retoman estas palabras para autodesignarse, pero no se afirman realmente como Sujetos.

Una unidad que se afirme

Los proletarios hicieron la revolución en Rusia, los negros en Haití, los indochinos luchan en Indochina. La acción de las mujeres nunca ha pasado de ser una agitación simbólica. Solo han ganado lo que los hombres han tenido a bien concederles. Ellas no han tomado nada: han recibido.5 Es porque no tienen medios concretos para agruparse en una unidad que se afirme al oponerse.

No tienen pasado, historia, religión propias; tampoco tienen como los proletarios una solidaridad de trabajo y de intereses. Ni siquiera existe entre ellas esa promiscuidad espacial que convierte a los negros de América, a los judíos de los guetos, a los obreros de Saint-Denis o de las fábricas Renault en una comunidad. Viven dispersas entre los hombres, vinculadas más estrechamente por el hábitat, el trabajo, los intereses económicos, la condición social, a algunos hombres —padre o marido— que a otras mujeres. Las burguesas son solidarias de los burgueses y no de las mujeres proletarias; las blancas de los hombres blancos y no de las mujeres negras.

El proletariado podría proponerse masacrar a la clase dirigente. Un judío o un negro fanáticos podrían soñar con acaparar el secreto de la bomba atómica y crear una humanidad totalmente judía, totalmente negra. La mujer, ni en sueños puede pensar en exterminar a los varones. El vínculo que la une a sus opresores no se puede comparar con ningún otro. La división de los sexos es un hecho biológico, no un momento de la historia humana. Su oposición se ha dibujado en el seno de un mitsein original y ella no la ha borrado. La pareja es una unidad fundamental cuyas dos mitades están adosadas la una a la otra: no es posible dividir la sociedad por sexos.

La necesidad del otro

Esto es lo que caracteriza fundamentalmente a la mujer: es la Alteridad en el corazón de una totalidad en la que los dos términos son necesarios el uno al otro.

Podríamos pensar que esta reciprocidad debería haber facilitado su liberación. Cuando Hércules hila la lana a los pies de Onfalia, su deseo lo encadena. ¿Por qué Onfalia no consigue un poder duradero? Para vengarse de Jasón, Medea mata a sus hijos. Esta leyenda salvaje sugiere que la mujer habría podido convertir en ascendiente temible el vínculo que la une al hijo. Aristófanes imaginó jocosamente en Lisístrata una asamblea de mujeres en la que estas tratan de explotar en común con fines sociales la necesidad que los hombres tienen de ellas. Pero solo es una comedia. La leyenda que pretende que las sabinas raptadas opusieron a sus raptores una esterilidad pertinaz. También dice que al golpearlas con correas de cuero los hombres acabaron mágicamente con su resistencia.

Las necesidades biológicas —deseo sexual y deseo de una posteridad— que hacen que el macho dependa de la hembra no han liberado socialmente a la mujer. El amo y el esclavo también están unidos por una necesidad económica recíproca que no libera al esclavo. Ello se debe a que en la relación entre el amo y el esclavo, el amo no plantea la necesidad que tiene del otro, tiene poder para satisfacerla y no la mediatiza. Por el contrario, el esclavo, desde su estado de dependencia, esperanza o miedo, interioriza la necesidad que tiene del amo. La urgencia de la necesidad, aunque sea igual en ambos, siempre favorece al opresor frente al oprimido: es lo que explica que la liberación de la clase obrera, por ejemplo, haya sido tan lenta.

Estatuto legal de la mujer

Manifestación de mujeres exigiendo el derecho al voto, Londres, 1920.
Manifestación de mujeres exigiendo el derecho al voto, Londres, 1920.

La mujer siempre ha sido, si no la esclava del hombre, al menos su vasalla. Los dos sexos nunca han compartido el mundo en pie de igualdad. Incluso en nuestros días, aunque su condición esté evolucionando, la mujer sufre grandes desventajas. En casi ningún país del mundo tiene un estatuto legal idéntico al del hombre, y en muchos casos su desventaja es considerable. Incluso cuando se le reconocen unos derechos abstractos, un hábito arraigado hace que no encuentren expresión concreta en las costumbres.

Económicamente, hombres y mujeres constituyen casi dos castas. En igualdad de condiciones, los primeros tienen situaciones más ventajosas, salarios más elevados, más oportunidades de triunfar que sus competidoras recientes. Los hombres ocupan en la industria, la política, etc., mayor número de puestos y siempre son los más importantes. Además de los poderes concretos con los que cuentan, llevan un halo de prestigio cuya tradición se mantiene en toda la educación del niño. El presente envuelve al pasado, y en el pasado, toda la historia ha sido realizada por los varones.

Afirmarse como sujeto

En el momento en que las mujeres empiezan a participar en la elaboración del mundo, sigue siendo un mundo que pertenece a los hombres: a ellos no les cabe ninguna duda, y a ellas apenas. Negarse a ser Alteridad, rechazar la complicidad con el hombre sería para ellas renunciar a todas las ventajas que les puede procurar la alianza con la casta superior. El hombre soberano protegerá materialmente a la mujer súbdita y se encargará de justificar su existencia: además del riesgo económico evita el riesgo metafísico de una libertad que debe inventar sus propios fines sin ayuda.

Junto a la pretensión de todo individuo de afirmarse como sujeto, que es una pretensión ética, también está la tentación de huir de su libertad y convertirse en cosa. Se trata de un camino nefasto, porque pasivo, alienado, perdido, es presa de voluntades ajenas, queda mutilado en su trascendencia, frustrado de todo valor. Sin embargo, es un camino fácil: se evita así la angustia y la tensión de la existencia auténticamente asumida.

El hombre que considera a la mujer como una Alteridad encontrará en ella profundas complicidades. De esta forma, la mujer no se reivindica como sujeto, porque carece de medios concretos para hacerlo, porque vive el vínculo necesario que la ata al hombre sin plantearse una reciprocidad, y porque a menudo se complace en su alteridad.

Inmediatamente se plantea una pregunta: ¿cómo ha empezado toda esta historia?

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J. Howard Miller: “¡Podemos hacerlo!”, cartel de la serie “Rosie la remachadora” (1943).
J. Howard Miller: “¡Podemos hacerlo!”, cartel de la serie “Rosie la remachadora” (1943).

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1 Ahora ha desaparecido, se llamaba Franchise.

2 El informe Kinsey, por ejemplo, se limita a definir las características sexuales del hombre norteamericano, que es algo completamente diferente.

3 Esta idea la expresó en su forma más explícita E. Lévinas en su ensayo sobre El tiempo y el otro. Se expresaba así: “¿No habrá una situación en la que un ser asuma la alteridad a título positivo, como esencia? ¿Cuál es la alteridad que no entra pura y simplemente en la oposición de las dos especies del mismo género? Pienso que lo contrario, absolutamente contrario, cuya contrariedad no se ve afectada en absoluto por la relación que se puede establecer entre él y su correlato, la contrariedad que permite seguir siendo absolutamente otro, es lo femenino. El sexo no es una diferencia específica cualquiera… La diferencia de sexos tampoco es una contradicción… No es tampoco la dualidad de dos términos complementarios, porque dos términos complementarios suponen un todo preexistente… La alteridad se hace realidad en lo femenino. Término del mismo rango, pero de sentido opuesto al de conciencia”.
Supongo que Lévinas no olvida que la mujer es también conciencia para sí. Sin embargo, es curioso que adopte deliberadamente un punto de vista de hombre, sin señalar la reciprocidad del sujeto y del objeto. Cuando escribe que la mujer es misterio, se sobrentiende que es misterio para el hombre. De este modo, una descripción que pretende ser objetiva es en realidad una afirmación del privilegio masculino.

4 Véase C. Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco. Quiero agradecer a C. Lévi-Strauss su amabilidad al enviarme las pruebas de su tesis. Las he utilizado ampliamente, entre otros documentos, en la segunda parte, I [El segundo sexo, parte 2, capítulo 1].

5 Véase la segunda parte, V [El segundo sexo, parte 2, capítulo 5].

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