Tres palabras

| Escrituras | 14/05/2017
Foto: Humberto del Río.

Va a matarme. Dijo que iba a matarme y tiró la puerta. Me dejó el cuello ardiendo. Esta vez me apretó más de lo acostumbrado. Sus dedos se clavaron en mi piel y fue entonces cuando lo dijo: “Te mato, puta, yo sí te mato”. Por un momento pensé que era el final y hundí mis uñas en su cara. Me empujó contra la meseta y repitió las palabras que tanto le gustan: “Te mato, puta”. Su saliva se impregnó en mi cara propagando el olor a alcohol y a muerte. Ya no podía hacerle resistencia y bajé los brazos. Cuando mis ojos comenzaban a nublarse me soltó. Tosí par de veces, traté de respirar y me desplomé contra la pared.

Algo de verdad había en su frase. Nunca la dijo con tanta ira. Lo supe cuando me miró segundos antes del portazo. En sus ojos el brillo aumentó y pude predecir el odio que resopló sobre mí. Va a matarme, esta vez lo dijoc omo sentencia, lo sé. No valdrá la pena esperar a que vuelva y se acueste a mi lado, soportar sus ronquidos como tren a media madrugada, sus disculpas en la mañana, las súplicas y el llanto. Esas promesas que siempre hace y olvida con dos tragos de ron. No sé cuánto demore, si me alcance el tiempo para recoger los trapos que tengo y largarme. Aunque no sé si quiero irme, a veces llega el momento en que te cansas de las amenazas y prefieres los hechos.

Va a volver, tal vez más borracho, arrastrándose sobre los muebles. Quizás ni alcance a verme después de tanto alcohol.

Sería perfecto, entonces se llevaría la sorpresa. Sentiría el líquido caer sobre él, pero apenas tendría fuerza para moverse. No podrá evitarlo. Cuando esté cubierto me alejaré con el galón dejando un hilo de gasolina sobre el piso, encenderé el fósforo, las llamas seguirán el hilo hasta su cuerpo y lo veré arder en silencio. Algún movimiento denotará su reacción ante el fuego. Intentará decir algo, pero no podrá articular palabras, ni siquiera esas que tanto repite.

Permanezco tirada en el piso, me palpo el cuello que aún duele mientras los dedos tiemblan y con ellos las manos, los brazos, el cuerpo. Suspiro y me seco las lágrimas. Voy al cuarto de desahogo y enciendo la luz. Tras las botellas apiladas en una esquina, está el galón. Sacudo las telarañas y lo alcanzo. Apenas lo muevo y el sonido del combustible deleita mis oídos. Regreso a la cocina. Busco los fósforos, pero no los encuentro. Me cago en él y en la madre que lo parió. Pienso en la fosforera y la recuerdo en algún lugar del cuarto.

Reviso las gavetas una por una. No está. No creo que el muy cabrón se la haya llevado también. Siento ganas de gritar, pero me contengo y es cuando por fin la veo encima del escaparate. Sonrío y la guardo en mi bolsillo. Miro el reloj, es cerca de las doce de la noche, en cualquier momento regresará.
Ha pasado una hora y aún no llega. Mis ojos de tanto seguir las manecillas giran sin parar, mientras que el sueño comienza a rondarlos. Con un pie acerco el galón hacia la cama. Corro la sábana y me recuesto. Las escenas se repiten una y otra vez, hasta convertirse en flashazos que poco a poco se disuelven.

No escucho la puerta al abrirse, ni sus pasos tambaleándose por el pasillo, ni su respiración sobre mí. Solo siento el líquido que se derrama y me cubre. Entonces el olor a gasolina penetra hasta mis pulmones. Abro los ojos y lo veo parado frente a mí, con los fósforos en la mano. “Te mato, puta”, dice y sonríe.

Relato perteneciente al libro Palabras, modos y rutinas (Ed. La Luz, Holguín, 2008)

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