Jilma Madera, la escultura y el silencio
No existe nada más automático que la relación de los seres humanos con la realidad cotidiana. La rutina embota los sentidos y así, nuestra realidad próxima, nuestras respuestas y conductas ante ella se vuelven familiares, repetitivas. Sin embargo, hay siempre cosas, gestos, palabras, que nos hacen quebrar ese manto de inercias y nos fuerzan, lo queramos o no, a aguzar nuestra vista frente a lo que nos rodea. Cuando tropezamos con semejantes elementos nos detenemos a reevaluarlo todo. En las ciudades pasa a menudo: un edificio, un evento, un automóvil, un rostro, un rajadura en un muro golpean la vista y ponen a la mente a funcionar en otras direcciones, mientras se cruza la calle.
Hay en La Habana, en la entrada del puerto, una escultura que no pasa inadvertida y que propicia los efectos antes comentados. Mide 24 metros de altura y pesa 320 toneladas. Situada en una colina, se eleva a 51 metros por encima del nivel del mar. Se trata de un Cristo de mármol blanco de Carrara. No tiene los brazos abiertos aunque está de pie; el gesto que la piedra captura es el de bendecir a la ciudad. Sus oblicuos ojos están vacíos y da la impresión de que abarca con la vista todo lo que tiene delante. Sus sandalias no se parecen a la de los antiguos habitantes de Galilea; son de tipo moderno: de las que tiene un pieza entre los dos primeros dedos de los pies. Se trata de una figura musculosa, de hombros anchos, pecho amplio y fuerte; su expresión es suave y sus labios carnosos. Parece un mestizo y no la figura de rasgos caucásicos que suele colgar, doliente, de los crucifijos.
La artífice de esta icónica escultura fue la cubana Lilia Jilma Madera Valiente (1915-2000), quien cinceló durante un año 600 toneladas de mármol para dar forma a las 67 piezas que conforman el imponente Cristo de La Habana y dan cuerpo a la escultura más grande del mundo realizada en ese material. Jilma Madera fue la primera mujer en realizar una obra de semejante magnitud y monumentalidad.
La artista había nacido en 1915 en San Cristóbal (en la entonces provincia de Pinar del Río). Se graduó de Economía en 1936, pero también realizó estudios de pedagogía en la Universidad de La Habana. Sin dudas la enseñanza fue su gran vocación, pues la ejerció durante 25 años; sin embargo, su pasión por las artes plásticas la condujo a matricular en 1942 en la Escuela Anexa de la Academia de Artes Plásticas de San Alejandro. Allí cursó pintura y escultura con maestros como Juan José Sicre, Armando Maribona, Arturo Michelena y Enrique Carabia. Su talento para el arte se hizo notar de inmediato y fue premiada en numerosos concursos y eventos donde presentó su obra. Siguiendo su amor por la pedagogía, se hizo profesora de dibujo y modelado, pero se fue especializando cada vez más en el campo de la producción escultórica. A ello contribuyó su periodo de vida en New York, donde continuó su superación en centros de gran reconocimiento y prestigio como The Art Student League o bajo la tutela del escultor español José de Craft, bajo cuyo influjo realizó piezas en mármol, bronce y tarracota, alcanzando gran dominio de las técnicas de trabajo con cada uno de esos materiales. Mas también tuvo un lugar de gran importancia en la formación de la autora sus estudios sobre la escultura de las civilizaciones prehispánicas, las cuales tuvo la oportunidad de estudiar gracias a múltiples viajes a museos de América Latina y Europa.
La obra de Jilma Madera se exhibió en los años ‘50 en numerosos espacios habaneros: fue parte de los Salones de Bellas Artes y se presentó en el Liceo de La Habana, el Centro Asturiano y el Museo Nacional de Bellas Artes. Se cuentan hoy más de 700 obras suyas, de las cuales un grupo representativo de las de pequeño y mediano formato integran las colecciones del museo de su ciudad natal.
Los estudiosos suelen calificar su producción como “neoclásica con tendencia a la estilización”: en sus piezas jamás se abandona la figuración o se desestructura la imagen humana; todo lo contrario, se la exalta. Mas lo que realmente distingue a las obras de la artista es la relación armónica que siempre fue capaz de establecer entre el volumen escultórico, el espacio de inscripción del mismo y la luz. A propósito de esta, solía mencionar que el sol era el mejor ayudante del escultor, pues se encargaba de dibujar el claroscuro de la pieza. Así, sus esculturas, concebidas a partir de un exquisito dibujo, se caracterizarán por el equilibrio, la simplicidad y el carácter de forma cerrada. Bajo tales líneas Jilma Madera realizó desnudos, esculturas alegóricas, piezas de pequeño formato; pero su especialización fue en el campo del retrato, destacando la escultura de bulto, los bustos y relieves que retrataban a figuras históricas en monumentos conmemorativos, los cuales trabajó empleando técnicas como la talla directa, la cera perdida, el moldeado y el pasado por puntos (que consiste en trasladar una escultura a una copia de mayor escala).
Una de las piezas conmemorativas más importantes de la autora fue el busto de José Martí. Realizado en 1952, la artista compró el bronce y lo envió a fundir a Obras Públicas, pero como no tenía dinero para viabilizar el proyecto, realizó varios medallones y una esculturilla del Apóstol, los cuales vendió. Con eso se costeó la producción de la obra; mientras, el emplazamiento se realizó en 1953, año del centenario del natalicio de José Martí, gracias a la ayuda de su amiga Celia Sánchez (posterior integrante del alto mando del Ejército Rebelde y figura de gran influencia durante el gobierno post 1959) y de su padre. El busto de bronce se colocó así en un pedestal de piedra en el punto más alto de la geografía cubana. Jilma Madera no cobró un centavo por la realización del busto martiano. Para ella era un gran orgullo homenajear de este modo a la figura más cimera de la historia del país.
Otro monumento de gran importancia realizado por la artista es El pacto de silencio. Está dedicado a la familia Pérez, cuyos integrantes aparecen retratados en un relieve en bronce situado en un pedestal de piedra. Dicha familia fue la encargada de custodiar los restos mortales del General de las Guerras de Independencia Antonio Maceo y de su ayudante. De modo que la pieza constituye un homenaje a quienes juraron proteger del enemigo el cadáver del General, para otorgarle luego digna sepultura.
En el repertorio de piezas de carácter conmemorativo de la autora cuentan también las esculturas en relieve del médico cubano Carlos J. Finlay y de los escritores Miguel de Cervantes y William Shakespeare. No obstante, es en el Cristo de La Habana donde se encuentra el nudo donde se resume el pasado y se marca el futuro de Jilma Madera Valiente.
La historia del Cristo está muy emparentada con la historia de Cuba y con una promesa. Cuando el 13 de marzo de 1957 un comando del Directorio Revolucionario asaltó el Palacio Presidencial para ultimar al presidente Fulgencio Batista, su esposa, en medio del ataque, juró que si aquel lograba escapar con vida, mandaría a erigir un Cristo Salvador que se viera desde todos los puntos de la ciudad. Como es sabido, la acción del Directorio fracasó y Marta Fernández de Batista enseguida movilizó sus recursos e influencias para acometer la obra que había prometido: se creó un patronato para recaudar fondos, la primera dama hizo un donativo notable y se organizó un concurso de proyectos, que fue ganado por Jilma Madera. Resultó la escultura sobre la cual la autora diría: “Seguí mis principios y traté de lograr una estatua llena de vigor y firmeza humana. Al rostro le imprimí serenidad y entereza, como para dar a alguien que tiene la certidumbre de sus ideas. No lo vi como un angelito entre las nubes sino con los pies firmes en la tierra”.
La relación de la autora con la figura esculpida no es sencilla de entender. Jilma Madera era completamente anticlerical; sin embargo, simpatizaba con Jesús, al cual observaba como un defensor de los pobres. De hecho, el día de la inauguración, se refirió al personaje retratado diciendo: “Lo hice para que lo recuerden, no para que lo adoren: es mármol”. El evento en que dichas palabras fueron proferidas tuvo lugar el 25 de diciembre de 1958; cinco días después, Batista se vería obligado a huir tras el avance del Ejército Rebelde de Fidel Castro.
Con la llegada del régimen castrista Jilma Madera dejó de producir obras. Permaneció en su casa hasta su muerte en febrero del año 2000, ganándose la vida fundamentalmente como traductora de inglés. La versión oficial del relato plantea que dejar de trabajar fue una decisión suya, impulsada por la terrible glaucoma que la aquejaba; sin embargo, se sospecha que su negativa a seguir esculpiendo no haya provenido de una determinación personal, sino producto del silenciamiento por parte de las autoridades, que nunca asimilaron su cercanía a la esposa de Fulgencio Batista.
Con todo, la obra de Jilma Madera figura en numerosos países y museos. Su nombre ha pasado a la historia como el de una mujer que supo afirmarse en un campo del arte dominado por los hombres y por el machismo. Ello sin necesidad de las decadentes “rehabilitaciones” propias de los regímenes totalitarios respecto a los artistas e intelectuales no serviles, cuyas voces acallan y cuando consideran que ya no son una amenaza, cuando le son necesarias para incrementar su reserva simbólica, intentan recolocar en el espectro de su historia oficial, blanqueando así su criminalidad como censores y represores de la pluralidad. El Cristo de la Habana, por su parte, sigue ahí: bizarro, intentando bendecir a la ciudad y como rastro material de muchas historias no contadas.
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