Las medidas económicas tomadas por el gobierno cubano para enfrentar el virus dejaron a los jóvenes sin dinero y sin esperanza
LA HABANA -- “Yo comparo 2020 con 2019, cuando igual me quejaba y pensaba que esto no podía ir a peor, y me doy cuenta cuánto ha cambiado todo”, dice Daniela, de 23 años, tatuadora desde hace seis. “Ya ni siquiera puedo pensar en cosas que para mí eran cotidianas, como comprar los materiales que necesito para trabajar. Siento que estoy parada en el tiempo, viviendo al día, sin cabeza ni para pensar qué es lo que realmente quiero”.
Su historia es la misma que tiene para contar toda una generación de jóvenes cubanos que se sienten atrapados por la incertidumbre. Pero a diferencia de otras generaciones, esta se incorporó al mundo laboral en la última década, en medio de promesas de reformas económicas y con la esperanza de que la normalización de la relación con Estados Unidos trajera más prosperidad y oportunidades al país. Eso fue en 2014, hace ya casi siete años.
Ilusionados, los jóvenes, que ya estaban cansados de los bajos salarios y la falta de perspectivas en los empleos estatales, eligieron salir adelante como emprendedores o trabajadores privados. Algunos se convirtieron en cuentapropistas con reconocimiento legal del Estado para crear su propio negocio. Los que estudiaron profesiones para las que no existía una licencia que les permitiera ser empresarios, se hicieron trabajadores independientes.
Pero a medida que las relaciones con Estados Unidos empeoraban durante la presidencia de Donald Trump y el país se adentraba en una grave crisis económica, las esperanzas de estos jóvenes comenzaron a menguar.
Entonces, llegó la pandemia. El turismo desapareció, los productos y servicios básicos empezaron a escasear y las autoridades lanzaron una serie de medidas económicas de choque, que devaluaron la moneda cubana para propugnar una unificación monetaria que, en teoría, salvaría la economía.
El mundo de cubanas como Daniela se derrumbó.
Ella y otras jóvenes entrevistadas para este reportaje prefieren que no se utilicen sus nombres reales o se ofrezcan detalles biográficos que sirvan para identificarlas. Sus miedos van desde que las procesen penalmente hasta que no las dejen salir de Cuba, aun cuando están diciendo algo que ya todos saben: que el país está en crisis.
Tienen miedo por la reciente ola de represión contra activistas, artistas, periodistas independientes o cualquiera que se atreva a contar en sus redes sociales una realidad diferente a la que impone el discurso único del gobierno.
Desempleados durante la cuarentena, muchos de estos jóvenes regresaron a vivir con sus padres. Otros venden ropa, zapatos, celulares viejos y todo lo que ya no usan. Otros echaron mano de los ahorros que tenían para comprarse una casa. Y otros gastaron todo el dinero que habían guardado para irse del país.
Daniela recuperó su trabajo en octubre pasado, seis meses después de que saliera huyendo de La Habana para regresar a la casa de sus padres una mañana en que solo desayunó un mango, a falta de comida.
Ahora, de regreso en la capital, tiene que lidiar con una escasez de alimentos, productos básicos y otra crisis más extrema: la falta de insumos para sus tatuajes y la ausencia de clientes. Y si ello no fuese suficiente, tiene que ingeniárselas para sobrevivir con una serie de medidas económicas que depreciaron el valor de sus ingresos y quintuplicaron sus gastos básicos. Todo de un día para otro. Literalmente.
Los cuentapropistas y freelancers que apenas se están incorporando al trabajo esperan, como mínimo, mantener vivos sus proyectos y emprendimientos. Los que no, comienzan a desesperarse. El deseo de tener un trabajo estable y, como resultado, una vida estable, lleva a algunos a querer salir de Cuba lo antes posible. Otros esperan a que pase algo, sin tener muy claro qué.
“Me es difícil mantener la esperanza todo el tiempo, me doy cuenta que no depende de mí, ni de mis ganas de salir adelante, ni de mis deseos de trabajar”, dice Daniela.
Hace tres años, la tatuadora dejó la clientela que se había ganado en su provincia y vino a buscarse la vida en la capital. Allá le pagaban el equivalente a cinco dólares como mínimo por un tatuaje. En La Habana 25. Y si el cliente era extranjero, 35 o 50 dólares.
En ese entonces, 2018, aún entraba con regularidad el turismo estadounidense que solventó los negocios locales, uno de los beneficios del restablecimiento de las relaciones entre ambos países.
Después de tocar puerta a puerta en un edificio del centro de la ciudad, Daniela encontró finalmente el apartamento en renta donde permanece hasta hoy. Llegó en un momento en que los alquileres a cubanos estaban más caros por la creciente demanda, impulsada por los jóvenes que lograron insertarse en la nueva dinámica laboral en la hostelería, la tecnología y la comunicación. Jóvenes, como Daniela, que creyeron en la posibilidad de prosperar en este país.
“Nuestros ingresos nos permitían ahorrar, hacer cosas”, dice Adriana, otra muchacha de 30 años que antes de la pandemia administraba cinco casas de renta en La Habana a turistas por Airbnb. “Nosotros, malo que bueno, siempre podíamos sacar un ‘todo incluido’ al año (un hotel en alguno de los polos turísticos del país), comprar los equipos electrodomésticos, que son caros. Siempre teníamos cervecita o vino en la casa, y comida, comida buena. Mi esposo viajó, nos compramos una moto. Teníamos una calidad de vida, que era un poquitico… vida”.
Con el desplome del turismo durante la cuarentena, Adriana entregó su licencia de trabajadora por cuenta propia, como hicieron cuatro de cada diez cuentapropistas: casi 250.000 personas.
Sobrevivió vendiendo mercancía importada, algo que siempre ha hecho para buscarse un dinero extra. Comercializó en el mercado informal varios productos que tenía almacenados: pasta dental, tinte para el cabello y muchísima keratina, un químico para alisar el cabello.
Como eran artículos directamente comprados a “mulas” mayoristas (personas que viajan al exterior y traen en sus maletas bienes que escasean o no existen en el mercado formal cubano), pudo venderlos a buenos precios.
La tranquilidad de esa entrada de dinero le duró un par de meses, hasta que el gobierno arremetió con multas y sanciones penales ―trabajo correccional y privación de libertad incluidas― contra coleros y revendedores (personas que compran y acumulan productos a pequeña escala en el mercado formal) para evitar el acaparamiento, supuesta raíz de la escasez de productos en el país.
“Me daba miedo, claro, que nos cogieran con la mochila llena de cosas haciendo el (servicio de) domicilio, o que se nos tiraran en la casa y encontraran aunque sea una maletincito con cuatro cosas”, dijo Daniela. “Pero más miedo me daba tener el refrigerador vacío”.
Los cuentapropistas que mantuvieron sus licencias apenas pueden trazar una estrategia para sus negocios a largo plazo. A pesar de las recientes reformas anunciadas para ampliar el trabajo privado, este colectivo sigue enfrentando grandes obstáculos.
Los bancos cubanos apenas les otorgan préstamos y tienen prohibido asociarse con inversores extranjeros. El mercado mayorista para cuentapropistas es aún incipiente y sólo está orientado a los negocios de restauración.
Ahora, con apenas vuelos y la posibilidad de entrar a otros países limitada por las medidas sanitarias, tienen más dificultades que nunca para traer productos del extranjero o comprarlos a las “mulas”.
Daniela asegura que apenas encuentra insumos y ahora, por la escasez, son mucho más caros. Una aguja para tatuar antes de la pandemia costaba 12 pesos cubanos (CUP), ahora el mismo producto se encuentra por 50 CUP.
La comida, equipos electrónicos y herramientas de trabajo apenas aparecen en las llamadas tiendas en Moneda Libremente Convertible (MLC), en las que solo se puede comprar con una tarjeta magnética asociada a cuenta en divisas fuertes como dólares o euros.
Y aunque ahora los cuentapropistas sí están autorizados a importar insumos para sus negocios a través de una empresa estatal, deben hacerlo pagando en MLC. Igualmente, los mercados mayoristas que se han anunciado también serán en MLC.
Sin embargo, los cuentapropistas solo pueden comercializar sus productos en pesos cubanos. Y en algunos casos las autoridades provinciales les imponen precios máximos.
Si una cafetería o restaurante en La Habana quiere vender una lata de cerveza nacional tipo Lagarto o Mayabe, por ejemplo, puede comprarla por un dólar aproximadamente, pero no puede venderla en más de 30 CUP, por una Resolución de la Dirección Provincial de Finanzas y Precios.
Estos 30 CUP, en teoría, equivalen a 1,25 dólares según el tipo de cambio fijado por el Estado, lo que deja un margen de beneficio. Pero en el único lugar donde es posible comprar dólares en la actualidad ―el mercado informal―, por 30 CUP solo es posible obtener 60 centavos de dólar. Lo mismo sucede si quiere vender una malta, o un jugo.
A este problema se suma el hecho de que en plena crisis está cayendo el consumo, lo que dificulta a los pequeños empresarios encontrar clientes.
“Ni aun subiendo los precios da la cuenta porque el dinero que tiene la gente es para el detergente o la comida”, dice Daniela, que ahora trabaja menos de la mitad de lo que trabajaba antes. “Los que se tatúan son los que más posibilidades tienen, y casi siempre es (por)que les mandan dinero de afuera”.
Según la consultora Auge, con la devaluación del CUP perderán valor los fondos de contingencia de los negocios y aumentarán sus costos e inversiones. Con este escenario, los emprendedores no pueden asumir un aumento salarial que cubra los aumentos en las tarifas de la electricidad (que se cuadruplicaron), el gas (que se duplicó) o la comida, a los que también se enfrentan sus empleados.
Adriana, su esposo y su hijo viven prácticamente de las remesas en estos momentos. El negocio de las “mulas” está medio quebrado entre las restricciones de viaje y la carestía de los dólares en el mercado informal. Nunca antes, en varios años de casados, habían dependido de sus padres o de las ayudas de hermanos que decidieron irse. Cualquier trabajo que caiga es bienvenido.
“Yo no te puedo explicar, mija, yo voy a hacer lo que sea que le dé comida a mis hijos”, dice refiriéndose a unos cuantos perros y gatos que completan la familia.
Ahora pone toda su fe en que el presidente Joe Biden reanude la concesión de visados de reunificación familiar en la embajada estadounidense de La Habana. Este tipo de servicios llevan en suspendidos en Cuba desde 2017, cuando la administración de Donald Trump decidió reducir al mínimo el personal consular tras los llamados ataques sónicos. La obtención de una visa de reunificación familiar, aunque puede demorarse años, es la vía en la que muchos cubanos ponen sus esperanzas de migrar.
“Hay que salir huyendo de esto antes de que te coma viva”, dice Daniela, que nunca ha salido de Cuba, y no sabe cómo hacerlo, ni adónde ir. “Aquí no puedo mirar más allá de ‘dónde encuentro esto’, ‘me hace falta aquello’, y así se te va la vida. Y yo solo tengo una, con muchos deseos de sentirme segura y poder decir lo que pienso, de crecer con mi trabajo y vivir cómodamente de eso”.
La mayoría de los jóvenes no piensa siquiera en la idea de promover o formar parte del cambio que todos esperan. Apenas disponen de representación política. Aunque Cuba tiene uno de los parlamentos más poblados del mundo, con 605 diputaciones, solo un 13 por ciento de ellos tenía entre 18 y 35 años al comienzo de la actual legislatura, según información oficial.
Aunque es una baja representación parlamentaria, teniendo en cuenta que un cuarto de la población se ubica en ese rango de edad, la gran mayoría de los jóvenes no se siente representada en el Parlamento ni las instituciones de gobierno.
Así, Cuba no solo es un país envejecido, como lo muestran las cifras demográficas. Políticamente hablando es también un país de viejos.
“La única escapatoria”, dice Daniela, “es escapar”.
* El autor del reportaje pidió que su nombre no fuera publicado por temor a represalias de la Seguridad del Estado cubano.
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