Recuerdos de una prisión: mi escuela al campo (“My diary”)
La escuela al campo expuso a adolescentes cubanos a penurias, abusos y violencias de todo tipo. El artista visual Nonardo Perea nos cuenta su experiencia.
Si lo vemos desde el punto de vista romántico, irse, por los años 1980, dos o tres años a una escuela al campo, con tan solo 13 años a pasar la secundaria, para muchos sonaría como una experiencia estupenda. Se creería que el adolescente podría crecer de forma independiente, a la vez que entraría en contacto, como era mi caso, con el ámbito rural.
Sin embargo, no solo por mi experiencia, sino por las de muchos amigos, colegas, incluso personas desconocidas que “sobrevivieron” a la escuela al campo, puedo asegurarles que aquellas becas, eran solo campos de concentración donde el menor era expuesto a abusos de estudiantes y profesores. La supuesta noble imagen de “estudio y trabajo” que según Fidel, había sido promulgada por Martí, era, en las manos del régimen, una paja, un método de control, una tortura, una cárcel.
A mis 13 años tenía una apariencia entendida como “femenina”, que al día de hoy me sigue acompañando. No solo por la “pluma”, sino porque también me comportaba como yo entendía.
Desde mi niñez siempre estuve bien definido y supe, bien temprano cuál era mi orientación sexual. Me gustaban los hombres. Nunca estuve en un closet porque mi forma de ver la vida no me permitía ocultar quién era. Yo nací libre y así lo expresaba a través de mi cuerpo, mis comportamientos, mi manera de relacionarme con el mundo. (Nunca quise engolar la voz, ni cambiar mis ademanes para así falsear una postura y engañar a otros, cosa que muchos hacían para pasar desapercibidos ante todas esas personas que podrían juzgarlos por ser realmente como eran).
En la beca: burlas, acoso, abuso...
Volviendo a la beca, como también era conocida la escuela al campo, les puedo decir que desde el comienzo fue traumático. Recuerdo que llegué a la escuela Bernardo O'Higgins, cerca de Bejucal, y me pusieron en un albergue donde solo habían estudiantes de noveno grado, porque en mi albergue de séptimo no había capacidad.
Imaginen, yo conviviendo con hombres que ya tenían sus cuerpos desarrollados, que ya conocían las intrigas y las dinámicas de la escuela-cárcel.
Allí estuve alrededor de dos meses, y les aseguro que fue un proceso de adaptación terrible. Convivir con jóvenes que no conocía, compartir la ducha con ellos, verlos desnudos, descubrir sus cuerpos, en una época en la que yo aún no tenía ni vello púbico.
Recuerdo que cada vez que llegaba la hora del baño me resultaba difícil desnudarme, por lo que muchas veces me duchaba en calzoncillos y por eso se burlaban de mí. El tema de las burlas era constante, como también lo eran el acoso y el abuso sexual.
Había un chico que entraba a mi litera casi todas las noches y me obligaba a masturbarlo, diciéndome que si no lo hacía se lo diría al director. Yo era muy ingenuo. Estaba pasando por esa edad de la inocencia donde no entendía muy bien lo que estaba ocurriendo en mi vida, y a pesar de que me gustaban los chicos eran eventos que no disfrutaba porque no era algo consensuado.
Fueron muchos los que, de igual modo violento, intentaban tener encuentros sexuales. Algunos se masturbaban frente a mí y solo me pedían que los mirase y les dijera palabras obscenas, o que les sacara la lengua. Por aquel tiempo no entendía bien las razones de aquellas solicitudes.
Yo no dejé de llorar ni un día, y así transcurrieron los dos años que pude aguantar. El primero, en O'Higgins y el segundo en la escuela Polonia. Me cambiaron porque yo estaba muy rebelde en esa época. Entre las cosas que hacía estaba fugarme, junto a otros “raritos”, para evitar el trabajo en el campo. También buscaba todas las maneras posibles de que me soltaran para mi casa en medio de la semana.
En una ocasión me eché tierra en los ojos para coger conjuntivitis. En otra, me golpeé un dedo a propósito con una puerta, y se puso tan mal, que hasta perdí una uña. En otra oportunidad me abalancé contra el pico de una botella, y tras varios puntos en la palma en la mano, me dejaron irme para mi casa. (Aún conservo la marca).
Todo lo que hacía era para estar el menor tiempo posible en ese infierno, donde lo único que aprendí fue a conocer lo peor del comportamiento humano, y donde lo único que saqué de provecho fue el haberme hecho más fuerte para la vida.
Algo de bueno pude sacar de esa experiencia, comencé a escribir mis primeros cuentos, todos de terror y oscuridad, por cierto. Aquellos cuentos y novelas, aunque no existen, porque mi padrastro se encargó de tirarlos a la basura ya que decía que escribir era cosa de maricones, fueron uno de los pocos refugios que tuve en la escuela al campo.
Pensar ahora en la violencia de mi padrastro, de los jóvenes de la beca, me hace querer no haber sentido nunca nada por ningún hombre, porque a través de mi viaje por distintas relaciones afectivas, han sido los hombres los que más daño me han hecho.
Nonardo Perea
(La Habana, 1973). Narrador, artista visual y youtuber. Cursó el Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso del Ministerio de Cultura de Cuba. Entre sus premios literarios se destacan el “Camello Rojo” (2002), “Ada Elba Pérez” (2004), “XXV Encuentro Debate Nacional de Talleres Literarios” (2003- 2004), y “El Heraldo Negro” (2008), todos en el género de cuento. Su novela Donde el diablo puso la mano (Ed. Montecallado, 2013), obtuvo el premio «Félix Pita Rodríguez» ese mismo año. En el 2017 se alzó con el Premio “Franz Kafka” de novelas de gaveta, por Los amores ejemplares (Ed. Fra, Praga, 2018). Tiene publicado, además, el libro de cuentos Vivir sin Dios (Ed. Extramuros, La Habana, 2009).
Entiendo, se lo que se siente, fui víctima de muchas golpizas, una de ellas me tuvo inconsciente por más de seis horas, me tuvieron que dar reanimación, yo era muy flaquito y teníamos que trabajar como esclavos, muy triste, si algún día escriben un libro saldrán a la luz muchas historias, e esas escuelas todo estaba permitido, muertos, violaciones, accidentes por negligencia de los adultos