Cuento ⎸La mariposa naranja

“Yo también tuve un poeta capricornio, te entiendo, dijo aquella muchacha después de irse en abruptas eyaculaciones provocadas por las manos y la boca de mi novio, frente a mí. Inundó la habitación, viramos el colchón y el fluido lo había traspasado.”

Fragmento del cuadro de la artista del Art decó Tamara Lempicka.
"Retrato de Ira" (1930), Tamara Lempicka.

De haberme mirado desde tu propia fragilidad tú también me habrías comparado con una mariposa. A mí me habría gustado haber sido aquella que se posó en tu edredón en una fría mañana de enero de 1933, anaranjada, manchadas las alas de nieve. Nerviosa y abatida no habría podido reparar de inmediato en ti, pero ya vería enseguida cómo parabas de contar acerca del último psicoanálisis con Allendy, para después de un el poeta inspira más de lo que es inspirado, y antes de reparar tú en mí y hacerme notar en tu diario, escribir No soy más que un fragmento sedoso de mujer.

Allí me habría dado cuenta entonces de que otra vez se hacían realidad mis peticiones, y de que a las muchas ideas de haber podido ser un búcaro, la falda de una cortina, la tecla E de tu máquina de escribir, tu lápiz, la página blanca donde te dejas; a Dios o al Universo se les había ocurrido ponerme en la casa de Louveciennes, en el endeble cuerpecillo de una mariposa.

Hablas de la mentira, y de cómo has deseado a veces romper con el mundo de Henry. Tienes las manos heladas y síntomas de aflicción, pero a estas alturas ya estás atrapada en tu historia, escribes, como yo, que cuando empecé a leerte abrí grande los ojos y comencé a marcar todo porque todo estaba dicho con tu voz y desde tu alma, pero a través de las mías.

A veces pienso que el mundo es una mala novela que alguien escribe, o peor, que mi mundo es uno de esos realities shows o Gran Hermano en el cual soy la única que no sabe de la farsa. Como a Truman, me siguen por una pantalla grande y votan a favor o no de ciertos capítulos. Ponen obstáculos, personajes cercanos y otros de fondo, entradas y salidas como en cualquier dramaturgia, y estímulos: hay días en los que me he sentido el perro de Pávlov.

¿Qué crees tú, Ana, cariño?

Yo también tuve un poeta capricornio, te entiendo, dijo aquella muchacha después de irse en abruptas eyaculaciones provocadas por las manos y la boca de mi novio, frente a mí. Inundó la habitación, viramos el colchón y el fluido lo había traspasado. ¿Qué habrías hecho tú?, ¿qué me habría tocado leer en tu diario luego de que hubieras visto al hombre de tu vida cabalgando a otra mujer, tocándola y sacándole ese líquido?, tanto.

No puedo decir que pensé en ti cuando la tarde siguiente el Henry mío me encontró cantando el Blackbird de Nina Simone, y al tratar de amarme en su fervor habitual yo le pedí que me amara como lo había hecho el día anterior con aquella muchacha, que me dijera su nombre, que usara la cadencia que usó con ella y tuviera la expectativa de hacerme eyacular. No pensé en ti cuando ya muy metida en mi papel le prodigué un líquido tan parecido a la orina que tuvo que reírse, le dio risa, y me besó contento. Eres tremendamente competitiva, dijo, y yo sonreí, con la única certeza de que ya nunca más iba a volver a lograrlo, y la duda de que hubiera sido un efecto de los que llevan el guion.

Pero te pregunto, ¿cuánta alma puede caberle a una mariposa?, ¿tiene voz? Ya yo me había hecho tú y le había escrito a Cortázar, Si no fuera porque amo a Henry, Julio, y mi concepto de amor tiene muchísimo que ver con la lealtad, te habría amado en silencio… al menos. Pero no soy tú, y tú habrías podido amarlos a los dos, como amaste a Lawrence ―de esa forma―, y como amaste a Rupert Pole en California y a Hugh Guiler en Nueva York, a la vez, viajando de un lado a otro.

Quiero quedarme quieta, otearlo todo, aprenderte de memoria, conocer a fondo tus maneras y la entereza con que logras reponerte de Henry. Tú también tienes tu poeta capricornio, fíjate si esta vida es un guion malo y predecible. ¿Quién puso a Henry Miller a nacer un 26 de diciembre? ¿Cómo llegué hasta ti? A mí ya me gustaba el nombre de tu padre, me gustaba escribirlo todo, reflexionar a través de la letra sobre todo, y mucho antes de conocer a Freud ―de saber que existía, quiero decir― me obsesionaba la idea de analizarme, no tanto para conocerme como para encontrarle sentido a mi excepcionalidad.

Leerte corroboró algunas de mis teorías. Cuido mis palabras y mis ademanes, pongo un bemol en mi voz según la circunstancia, enciendo mis ojos, y al rato de haber conseguido la atención incluso de los que sólo me ven andar, siento el peso de quien ha trabajado mucho. Nunca entendí tanto este peso como cuando pude leerte. Ya sospechaba yo que la capacidad de seducción no era tanto una virtud como cierta respuesta a una debilidad: soy insegura, me falta la confianza.

Para mí también es necesario merecer el amor, y también lo he dado a mares a quien para la humanidad no parece merecerlo. Como tú, desprecio mi propia hipersensibilidad que tanto aliento necesita, y contigo creo que desde luego, es anormal ansiar tanto ser amada y comprendida, y no puedo evitarlo, no sé evitarlo.

Quien lea tus diarios estará leyendo la versión refinada y parisina de mí, una versión de la cual sólo corregiría el incesto, porque hasta tu valentísimo vínculo con June es tan plausible…

Me gusta la vista de ti que me permiten mis alas. El haber entrado por esta ventana y haber escogido de refugio a tu edredón. Puedo verte las manos, asidoras como las mías. Quien lea tus diarios marcados por mis manos podrá leerme tanto. En casi todos los libros que he leído mis marcas me denotan, pero desde tu cuestionamiento a la neurosis por haber escrito un libro y construido una casa hermosa, hasta tu emoción por la humildad de Henry cuando se encuentra ante algo que no ha visto en su vida, y sobre todo la entereza con que confías en que él es para ti una fuerza vital y no destructiva como se empeñan en mostrarte los demás; dibujan, a veces mi estatura real, a veces la estatura a la cual quiero crecerme.

Pareciera entonces que es muy distante de la literatura mi relación contigo, pero la exploración y el hallazgo que ha provocado en mí leerte me hacen amar la letra de otro modo. He aquí la primera mujer con la que he podido ser absolutamente sincero, escribes que dice Henry sobre ti en abril de 1932, y me estremezco.

Mirarte desde aquí me ha hecho quererme más y por lo tanto, aunque no me haga escribir mejor ―ya que no tengo la sagacidad de las veladuras con las que armaste un cuaderno para un coleccionista pornógrafo no muy amante de la poesía, con que subiste hacia el fuego, con que viviste en una campana de cristal, con que habitaste la casa del incesto y un invierno de artificio―, sí me obliga a leer mejor la vida, que es casi más literatura que la literatura, con la perspectiva de quien ha batido sus alas para despojarse de una nieve que pesa, aun sabiendo que no es más que un fragmento sedoso de mujer.

“La mariposa naranja”, cuento de Yudarkis Veloz Sarduy, apareció primero, como homenaje a Anaïs Nin, en el libro En islotes de intimidad y silencio (2017), compilación de Yoan Pico. Luego perteneció al cuaderno “Glándulas de Skene” (inédito), en el que la autora recoge varios relatos relacionados con la eyaculación femenina y la montaña rusa en la que tiende a convertirse la pasión. Años después, terminó siendo parte del primer capítulo de su novela Balance Disorder (2020), en la que el lector puede armarse su propia versión de la historia a través de documentos (cartas, mensajes de texto, conversaciones electrónicas, cuentos, diálogos, reflexiones) que se compendian en ella.

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