Repensando los límites de un cuerpo gestante
"Hacen falta mucho más que cuatro brazos para cargar a un bebé, muchas más infraestructuras y unas buenas políticas públicas que atiendan demandas específicas relacionadas con la justa distribución del cuidado de un bebé".
¿Cuáles son los límites de un cuerpo y quién determina esos límites? Esa pregunta puede parecer un tanto filosófica y, de hecho, lo es. Ella carga en sí misma algunas premisas de la filosofía de Spinoza, pero por ahora dejemos a la filosofía de lado para pasar a un nivel más concreto: la sala de espera de un servicio de reproducción asistida, la consulta de ese mismo servicio en donde mujeres cisgénero con diagnóstico de infertilidad acudieron para negociar con el Estado sus deseos por hijos.
Por suerte, esta negociación, por motivos obvios, no está fundamentada en una lógica de mercado en Cuba. Por tanto se circunscribe a un conjunto de conciliaciones, ajustes, alineamientos entre las expectativas de quienes quieren gestar, por un lado, y las prerrogativas institucionales, por otro.
Como es conocido, recientemente se aprobó el Nuevo Código de las Familias y la Resolución 1151/2022 del Ministerio de Salud Pública que establece la Reproducción Asistida en humanos. No obstante, algunas razones me llevan a creer que es importante revisitar algunas historias que antecedieron a estas recientes conquistas para que podamos ponderar los desafíos que tenemos por delante.
Desinstitucionalizar la heterosexualidad
Como bien afirmó en reciente artículo mi colega Yennys Hernández Molina, se observa que pese a la aprobación de esta Resolución, “la Red de Atención a la Pareja Infértil continuará siendo el marco institucional donde se desarrollen las consultas y se apliquen las técnicas”.
Mi primera inquietud es: ¿por qué no se cambia inmediatamente el nombre de la Red si la nueva Resolución admite que mujeres solteras accedan a los servicios de reproducción asistida? Sabemos que delante de la fuerza de un imaginario heteronormativo, cambiar el nombre no es una simple cuestión de rótulo. Ese movimiento político e institucional es necesario para confrontar el peso de ese imaginario compulsivamente heterosexual que se ha solidificado por siglos. Es preciso desinstitucionalizar la heterosexualidad y eso implica, entre otras cosas, modificar radicalmente, el nombre de esa Red de atención a la salud sexual y reproductiva.
Coincido también con mi amiga Yennys cuando dice en ese mismo texto: “Vale preguntarse también cuánto influirán los prejuicios del personal encargado de aplicar estos procedimientos y técnicas en la atención a personas que se aparten del modelo de la pareja heterosexual y nuclear bajo el que fue pensado el Programa de Atención a la Pareja Infértil”.
Enlazando historias
Precisamente por considerar el impacto de los prejuicios (léase heteronormatividad) y apelando a la sabiduría popular que reza “vamos a poner el parche antes de que salga el grano”, es que quiero enlazar las historias que me contaron dos interlocutoras de mi tesis de Doctorado (realizada entre 2017 y 2021), con esta reflexión acerca de lo que un cuerpo puede y quién dicta los límites de eso.
Por eso, viajemos al espacio concreto donde dos cuerpos (tal vez hasta más) se encuentran: el médico/especialista investido de su saber-poder; la futura gestante que llega allí a sabiendas de que algunas de las tecnologías disponibles (como es el caso de la inseminación artificial) la pueden ayudar a traer al mundo un tercer cuerpo: el futuro bebé anhelado, soñado, y que prescinde de un hombre cisgénero y fértil (otro cuerpo) para ser concebido.
Al final, las tecnologías reproductivas tienen ese potencial y esa belleza: ellas no son simple y llanamente una instancia de “cura” de problemas de infertilidad. (Observarlas apenas por ese ángulo equivale a una visión bien restricta, yo diría que hasta arcaica). Es muy empobrecedor pautar nuestra observación del mundo apenas en la falta, en un supuesto vacío que procura ser llenado. Es precisamente cuando desistimos de esa visión limitadora, que inmediatamente podemos apreciar que las tecnologías reproductivas tienen la capacidad de desmoronar los imaginarios normativos que exigen que, para tener un bebé necesariamente tienen que comparecer: mamá y papá.
La belleza de las tecnologías también reside en la fuerza con que confrontan la dicotomía naturaleza-cultura, esa tan reivindicada por las Terfs para destilar su transfobia. Al final, la tecnología se inventó para eso, para posibilitar espacios de autonomía a los cuerpos que habitamos. Cuerpos que no son apenas compuestos de sangre, gametos, huesos y células, pues ellos también incorporan esos imaginarios reproductivos que, por momentos, cooptan o expanden las posibilidades de autonomía reproductiva o cualquier otro tipo de autonomía corporal, de género…Pero volvamos al cuerpo, ese campo de batalla permanente.
Itinerarios reproductivos
Traigo a colación aquí un resumen de lo que mis interlocutoras de investigación de Doctorado me relataron. Ellas, mujeres cisgénero, asumidas heterosexuales, con comprobadas dificultades para quedar embarazadas por la vía del coito y movidas por el deseo de tener hijos, llegaron a diferentes servicios de reproducción asistida del país.
Independientemente de acudir a distintos servicios, situados en instancias provinciales y/o regionales, la respuesta a su demanda fue invariable: les aconsejaron, en todos los casos, que volvieran cuando tuvieran una pareja estable. Sí amores, al final, el pasaporte de entrada a los tratamientos de infertilidad (al menos hasta antes de la reciente aprobación del Nuevo Código de las Familias) no era apenas la comprobación de una “falla” o condición de salud de su sistema reproductivo. El verdadero pasaporte, hasta 2022 era una norma social. Esta daba por sentado y de cierta forma imponía la heterosexualidad, que concedería la posibilidad de convertirse en madres.
Encrucijadas monogámicas y heterosexuales de nuestros imaginarios reproductivos
¿En qué se piensa cuando aparece el deseo de tener hijos? ¿Qué es lo que imaginan médicos y futuras gestantes? ¿Cuáles son los puntos de contactos entre esos imaginarios?
“Vuelvan cuando tengan un marido”, ese mandato del Estado —una cierta ficción de estabilidad, de quietud absoluta— condensa en sí mismo al menos dos normas culturales: heterosexualidad y monogamia.
Pero no vayamos muy lejos ni nos apresuremos a concluir que este raciocinio es exclusivo de las instituciones de salud. El otro día me tropecé, en las redes sociales, con una persona que pensaba en este mismo sentido. Condicionó su decisión de tener un hijo por la vía de la reproducción asistida, a la disponibilidad de una “pareja estable”.
Mi asombro frente a este tipo de argumentos no entra en el campo del cuestionamiento a la autonomía de cada quien, sin embargo, no puedo dejar de preguntarme: ¿por qué damos por sentado que una relación “estable” es una condición sine qua non para tener hijos? No digo eso porque yo abogue por lo contrario, sino porque creo firmemente que ni en el caso de tener una pareja estable, ese representaría el mejor escenario para tener hijos.
El punto es que colocamos la resolución de un problema estructural —el trabajo reproductivo, el cuidado—, en un nivel individual. Ahí es donde nos perdemos.
Sí people, precisamos cuestionar nuestro edificio de certezas para no seguir moldeando las decisiones reproductivas a imagen y semejanza de la sacrosanta norma.
Alzar a la condición de ideal reproductivo el estar en una relación de pareja estable, es como echar un cubo de agua más para que se acabe de hundir el Titanic de los proyectos de gestación y crianza de hijos. Entiendo que el afán por “la pareja estable” proviene al menos de varios lugares: la fuerza de un imaginario hetero/homonormativo, la certeza de la carga del trabajo reproductivo que implica criar a un bebé, carga que históricamente recae sobre mujeres cis y el deseo legítimo de quienes así lo prefieran, a sabiendas de que la tal estabilidad es una falsa promesa que se cumple a mucho costo. Es justamente esa paradoja la que podría conducirnos a desapegarnos de la obligatoriedad de esa figura “pareja”, para que eso sirva como un catalizador que transforma ese lugar solitario, que es la gestación y la crianza de hijos.
Algunas salidas emancipadoras
En este sentido, antes que (o a la par de), una “pareja estable”, las preguntas y disputas en las que podríamos invertir para crear nuevos imaginarios, pudieran ser:
¿Cuál es la red de apoyo de la que dispone una persona que decide tener un hijo? ¿Cuántos amigos/as pueden comprometerse con este proyecto sin pensarlo en términos de una dádiva o un favor? ¿Existen licencias de cuidado infantil que contemplen otras personas que no sean, necesariamente, “parientes biológicos”? ¿Por qué no expandir y reformular esa posibilidad apenas restricta a la licencia materna/paterna?
Y por último: ¿cuáles infraestructuras va a crear el Estado para que gestar y criar hijos no sea una tarea restricta al nidito de amor llamado pareja e implique menos desgaste? ¿Más círculos infantiles? ¿Otros subsidios financieros y materiales para apoyar a las personas gestantes durante y después del embarazo? ¿Por qué no existe una política pública para eso si tanto se habla del descenso de los índices de natalidad? Si tanto se quiere que nazcan más bebés, ¿por qué esas estadísticas no son consideradas para crear mejores condiciones materiales para el nacimiento, la crianza, el cuidado? Por la misma razón por la que naturalizamos que un hombre y una mujer, una madre y un padre son suficientes para criar a un hijo; y así desresponsabilizamos al Estado.
Tengo un recuerdo lejano, previo al periodo especial, de cuando había una base de taxis a la salida de los hospitales para transportar a determinados pacientes. ¿Uds. se acuerdan de eso? ¿Qué otras posibilidades podemos imaginar para que los proyectos reproductivos no se vean supeditados a la imprescindibilidad de una pareja (que en ningún caso se va a bastar por sí sola) y para que mis entrevistadas no tengan que chocar con la prerrogativa de “vuelve cuando tengas un marido” (cosa que en teoría no debe suceder más con la aprobación de la nueva Resolución, estemos atentas a la práctica).
Quiero subrayar una vez más que el apego a ese modelo de familia nuclear como un ideal reproductivo, (a pesar de que las propias tecnologías reproductivas lo confrontan) es un efecto más de la persistencia de cosmovisiones occidentales y eurocéntricas. Sobre todo si tenemos en cuenta que las culturas indígenas y afrodescendientes históricamente han tenido otras configuraciones relacionales. Estas distan de la pareja hombre-mujer, aislada totalmente de la comunidad y de otros parientes. El modelo eurocéntrico tiene un cuño neoliberal donde cada uno se las apaña como puede en su restricto nidito de amor.
Cuerpos en alianzas
Por último, volvamos al cuerpo, y a los impedimentos que históricamente vienen siendo colocados para que un cuerpo geste y/o para que un nuevo cuerpo nazca.
No es la ausencia de una pareja un real obstáculo para que más hijos vengan al mundo, especialmente cuando consideramos el potencial de las tecnologías de reproducción asistida. La historia de mis interlocutoras brevemente resumida en estas páginas, nos revela que es el poder biomédico junto con otras inercias normativas (heterosexualidad compulsoria y monogamia) las que atraviesan los cuerpos de personas gestantes, cooptando su autonomía.
Es el peso de una cosmovisión que se orienta por la falta (falta un padre, falta un hombre cis, la obsesión por la falta) la que impide que apostemos en otras alianzas políticas. Estas serían mucho más potentes de cara al desafío de gestar, parir y criar hijes.
Hacen falta mucho más que cuatro brazos para cargar a un bebé que llega al mundo, muchas más infraestructuras y unas buenas políticas públicas que atiendan demandas específicas relacionadas con la justa distribución del cuidado de un bebé. Al final, pensando con Spinoza y su trabajo sobre el poder entendido no como potestad de otres sino como potencia (cuestión que para el autor radica en el encuentro y las alianzas entre varios cuerpos): ¿Cuáles son los límites de un cuerpo que desea gestar y parir? Quizás haga falta girar un poco el lente a través del cual estamos observando estas cuestiones para desafiar los límites impuestos por nuestras propias creencias, que andan de manos dadas con un conjunto de poderes coercitivos. ¿Qué tal apostar por las alianzas colectivas?
Yarlenis M. Malfrán
Psicóloga por la Universidad de Oriente, Cuba. Máster en Intervención Comunitaria (CENESEX). Doctora en Ciencias Humanas (Universidad Federal de Santa Catarina). Investigadora de Post Doctorado vinculada a la Universidad de São Paulo, Brasil. Feminista, con experiencia en varias organizaciones y movimientos sociales.
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