Virgilio Piñera y el cuerpo de la sobrevida
El poema “Vida de Flora” es la visión profunda sobre una mujer que encarna una "punzante humanidad". Virgilio Piñera rinde homenaje al cuerpo y el espíritu de la mujer, marcados por una existencia difícil en una sociedad machista.
La ocasión secular de la poesía
Es la poesía, entre los distintos géneros que cultivó Virgilio Piñera, quizás la zona de su obra donde se ponen de manifiesto con mayor dureza y desnudez aquellas fuerzas contrarias que se agitaban en su temperamento y que lo hacían cumplir sucesivas muertes y resurrecciones. Esta parte de su creación, tan inexplorada aún, tan incomprendida o situada al margen hasta por el mismo autor, reclama desplazarse hacia el centro de las interpretaciones, pues en ella precisamente se resumen las pulsiones estéticas y vitales que vertebran su obra como una totalidad, y que se sintetizan en un problema de lenguaje y de transgresión profunda.
En su poesía está la sangre de su poética, construida a partir de fricciones incluso de capas internas, que muestran, a través de la erosión, una estética cautivante y fundacional, sin la cual la literatura cubana no habría alcanzado en el siglo XX esa dimensión de ruptura que puede caracterizarla como una promesa de experimento, más allá de los mitos y la modernidad crepuscular. Recuperar la latencia subversiva de Virgilio, pues, en el acto fecundante de la lectura, deviene responsabilidad de cada generación. La lectura contemporánea de un autor ya canon, se realiza en una especie de continuum ad infinitum, al agregar al texto nuevas y hasta encontradas resonancias, que dialogan entre sí y con visiones anteriores que a la larga enriquecen los sentidos primarios de la obra artística.
"Su obra es como una conversación que fluye sobre las ruinas del pasado inminente, que nace de una experiencia personal e histórica; una realidad como ha dicho el propio Vitier, «desustanciada», de lo que se desprende un fruto de gran exquisitez estética y densidad humana".
Tal es así, que ubicado ya como un texto iluminador de nuestra insularidad y cubanidad, «La isla en peso», su poema más conocido y tal vez el más ambicioso, ha transitado por múltiples etapas interpretativas. Desde la negación de muchos contemporáneos, algunos tan cercanos como los origenistas Eliseo Diego, Cintio Vitier y Gastón Baquero; hasta la afirmación y la influencia significativa, rotunda, ocurrida en las décadas del ochenta y el noventa, cuando promociones de jóvenes poetas, con necesidades ontológicas y sobreponiéndose al rol científico de la crítica, rescataron para sí esa visión antiutópica de la Isla, y asumieron el texto como metáfora que explicaba y resumía actitudes e indefiniciones de un contexto histórico particularmente difícil o sombrío.
En efecto, recepciones sucesivas, que van de la negación a la afirmación tácita —jamás la indiferencia— ha causado siempre la poesía de Virgilio Piñera. Esto reafirma su poderío expresivo de amplia apoyatura conceptual, que se fundamenta en el sentido proyectivo y dialéctico de la escritura, al contener y sobrepasar los gestos que llevan implícita su negación posible. Su obra es como una conversación que fluye sobre las ruinas del pasado inminente, que nace de una experiencia personal e histórica; una realidad como ha dicho el propio Vitier, «desustanciada», de lo que se desprende un fruto de gran exquisitez estética y densidad humana. Escritura que se muerde la cola, de naturaleza abierta y polémica, que exprime y desborda el tejido vivencial y niega la historicidad hasta situarse en un límite no temporal, semejante a la trascendencia.
Los origenistas, allí donde creyeron que se había atomizado lo «esencial político», buscaban una salvación en lo que Lezama llamó «una teleología insular». De manera casi mística proclamaban el poder actuante de la imagen en la historia, eran unos utópicos, su proceder poético derivaba de la certeza de que la poesía puede salvar y cambiar el estado de cosas. Por ello, el todo es triste, que Virgilio repite enfáticamente en su poema «Elegía así»,[1] difícilmente podía ser entendido, mucho menos aceptado —aunque no creo que ese haya sido el propósito de Piñera— por poetas como Vitier, al cual le provoca juicios tan mordaces como este: «cambió la ingenua poesía por los infernillos literarios y con su obra se ha empeñado en demostrar que, como decía el estribillo de su “Elegía así”, todo es triste. Pero no ha logrado convencernos».[2]
"La suya es una lucidez que parte de la experiencia cotidiana y lo afirma aún más en su autenticidad de hombre maldito y maldecido, con una metafísica negativa e integradora, como lo trasluce poco antes de morir en su conmovedor e irónico poema ‘Isla’".
Esta elegía, desde su mismo comienzo —Invito a la palabra / que pasea entre perros su desierto ladrido— estaba removiendo una buena parte de los principios sobre los que se levantaba la catedral imaginaria, pero sobre todo el ethos iluminista, del Grupo Orígenes, pues la palabra y la vida del poeta son igualadas a la vida y el ladrido de un miserable perro callejero, es terrosa, perfora la vida y los espejos, y detrás de las palabras las serpientes se ríen.
El poema, que se erige en una especie de ofensa para Vitier, suscita en este un comentario no menos beligerante. Piñera había lanzado sus «aperradas flechas», sus «dentadas», quizás sin proponérselo, sobre una estética de matriz patriarcal y católica, sobre una forma de habitar y construir la identidad nacional, sobre una condición promulgada por ese grupo que a él no lo convencía, pues ya había sido negado, ya había sufrido y carecido demasiado.
Una vez que modelos ideológicos tenidos por certezas inamovibles quedaron en evidencia y cayeron, Virgilio, en comparación con sus colegas que coincidieron dentro del mismo cuadro de hostilidades, puede resultar más vivo y cercano. Su «juego de palabras con ladridos», revela la voluntad de sinceridad y capacidad de superación de un gran agonista en el terreno del arte, y avisa sobre otras posibilidades asombrosas de la metáfora que no se desvían del carácter paradójico y efímero de la existencia.
La imponderable amargura de un zapato
Los instantes de la cotidianidad que Virgilio literaturizó en sus poemas, dignifican el acto de existir en cualquier circunstancia, del mismo modo que ayudan a cualquier lector sensible a situarse directamente en la carne, en tiempo y espacio, y ver desde adentro la encrucijada que es la sobreabundancia de la Nada de Piñera. A diferencia de lo que plantea Vitier, su pupila está muy lejos de ser «desustanciadora», pues escudriña con dolorosa lucidez un escenario donde el vacío y la tristeza carcomían cualquier acto fecundo y dejaban en entredicho hipócritas discursos mitificadores.
Asimismo el gran dramaturgo, en la hora de su poesía descarnada, ofrece un lado incómodo de la psicología del cubano, de su conciencia nacional, muy diferente a lo que una élite intelectual voluntariosa y una clase social viciada e interesada habían convertido en cliché, o en folclor, por los simulacros concurrentes de las afectaciones literarias y el fraude político.
"‘Vida de Flora’ resulta un poema que defiende los derechos elementales de la mujer, y un canto, una elegía a ese cuerpo otro que carga el peso de la sobrevida cotidiana o la subsistencia constante en el medio hostil de una sociedad machista".
Para Vitier y otros origenistas, reciamente católicos, fieles a «esa Cuba intensa y profundamente individualizada en sus misterios esenciales por generaciones de poetas»,[3] resultaría amargo que ya esté ocurriendo, como si hubiese sobrevenido el fin de la historia, que la santidad se desinfla en una carcajada.[4] Vitier afirma que su «testimonio de la isla está falseado»,[5] pero la Isla de Piñera es tangible, concreta, y por eso duele, aunque él sabe que no es la única posible, y aquí tal vez radique uno de sus mayores méritos: incluir, adelantar otras imágenes de la historia que permutan inevitablemente una identidad material con su cuerpo y su espacio autóctono.
La suya es una lucidez que parte de la experiencia cotidiana y lo afirma aún más en su autenticidad de hombre maldito y maldecido, con una metafísica negativa e integradora, como lo trasluce poco antes de morir en su conmovedor e irónico poema «Isla». Describe allí la posibilidad de su opuesto, en una imagen esencialmente más cercana a Lezama y su ansiado «mito de la lontananza», en que la horizontalidad de la Isla se compara con el gesto teatral del cadáver que, extendido, queda expuesto: tendido como suelen ser las islas / miraré fijamente al horizonte, / veré salir el sol, la luna, / lejos ya de la inquietud, / diré muy bajito: / ¿así que era verdad?[6]
Sus visiones, llenas de mutilaciones del cuerpo y de autofagia, están abiertas a la cópula y al renacimiento. En definitiva su lenguaje insular, su poesía que habla desde la condición o máscara de la isla en que se proyecta su voz hacia lo desconocido, donde la insularidad está definida precisamente por la indefinición y por el cáncer del horizonte acuoso que roe; se mezcla, como en un coro —para reflejar un sentido de pertenencia que es pago de impuesto obligado en las fronteras de la historia, y aunque sea mediante el rito crepuscular de la ironía y el patetismo travestido—, con otras voces y visiones. Voces netamente oníricas, menos problemáticas, como esas donde ocurre la fiesta innombrable y colorida de Lezama, o aquella esbelta y juncal de Dulce María Loynaz, o la de la tierra de Fina García Marruz, coronada por un cielo acariciable porque muestra un color que ondeaba tierno en las banderas viejas.
Por esa capacidad copulativa que se presenta ya plenamente desarrollada en la poesía de Piñera, sobre todo en su veta conversacional e iconoclasta, por esa explosión del vacío histórico que surge de la certera incertidumbre y la firme inseguridad; nunca llega a quedarse el lector completamente a oscuras en la soledad de sus versos, sino con más ansia de luz y justicia. Se siente el eco de san Juan que decía vivir deseando nada, cuando asistimos a la energía activa de Piñera, movilizado por la fuerza del pathos, que se despliega en versos en los cuales la emoción va a fijar el centro del pensamiento poético con expresiones como hay que morder, hay que gritar, hay que arañar.
No es infundado el asombro de David Leyva,[7] y el dolor, ante las opiniones vertidas sobre Virgilio por Vitier —pensemos que provenían de una persona imbuida en la espiritualidad martiana— primero en Orígenes, luego acentuadas y recrudecidas en Lo cubano en la poesía; allí le cataloga de «poeta frío de la desolación física y las nefastas meditaciones».[8] Pero más asombra que muchos estudiosos posteriores no se hayan percatado a tiempo de los prejuicios enfilados contra el autor enjuto, homosexual y de familia pobre; y que, como de gratis, otras generaciones[9] repitan valoraciones similares, cual eco crítico, sin tomar en cuenta el verdadero calibre literario del hombre genial que fue Virgilio Piñera.
"Escuchar este poema en voz de Virgilio no deja de estremecernos, por la intuición para penetrar en la vida de una mujer humilde, alguien que posee lo que Vitier llama una ‘punzante humanidad’".
Al mismo Vitier hay que agradecerle la exégesis del poema «Vida de Flora», en el que aprecia certeramente que «una desolada ternura nos detiene y sobrecoge». Escuchar este poema en voz de Virgilio no deja de estremecernos, por la intuición para penetrar en la vida de una mujer humilde, alguien que posee lo que Vitier llama una «punzante humanidad».
Puede parecer peregrino, pero resulta un poema que defiende los derechos elementales de la mujer, y un canto, una elegía a ese cuerpo otro que carga el peso de la sobrevida cotidiana o la subsistencia constante en el medio hostil de una sociedad machista: cuántas veces recorrías el barrio / pidiendo un poco de aceite y el brillo de la luna te encantaba. Es una oda al cuerpo deformado por el trasiego de las cargas pesadas de una existencia sin sentido, y a su espíritu, a su capacidad fabulativa, a la fuerza de su imaginación y de sus resistentes sueños mínimos.
En ese Ponte la flor. Espérame, que vamos juntos de viaje, y en ese Flora, te voy acompañar hasta tu última morada, encontramos en Cuba, quizás, la mayor y más dramática identificación de un poeta con los destinos de una mujer anónima y de «pobreza irradiante». El alma femenina de Flora deja de ser parte de su función vegetativa o puramente instrumental, mientras el poeta la describe por su movimiento último y definitorio, en el acto amoroso del acompañamiento hacia la muerte, como alma de la propia poesía. Se parece al vacío, mientras el poeta más se mira en su movimiento, sus disposiciones patéticas, ridículas o feroces para llenar el tiempo. Materialización, estilización de la Nada, su ondular, su cíclica o cotidiana expresión trágica: Tú tenías grandes pies. ¡Qué tristeza en el aire! / ¿Quién se mordía la cola?
Otra vez el autor encuentra, o crea de la nada, una presencia imprescindible que, de súbito, como una sombra iluminada, recorre por él el tortuoso camino de la vida, su destino elegido, al cual se ha entregado en sacrificio. Presencias que se rebelan contra las fuerzas insaciables del vacío, de la soledad, la inercia y el inmovilismo que conducen a la esterilidad y a la muerte. Sagrada, misteriosa compañía, necesaria para desentrañar las circunstancias y los enigmas del diario acontecer. Ayuda humilde, auténtica, que puede adquirir la magnificencia de unos pies, o la simplicidad de una mujer que plancha pantalones de lino blanco, mientras suspira —no diferente de Casal— por otro país, por regiones nunca pisadas: Un aire feroz ondulando por la rigidez de tus plantas, / todo eso que tú pensabas cuando la plancha te doblegaba.
Este texto es un fragmento del ensayo "Virgilio Piñera o ‘La imponderable amargura de un zapato’" publicado en el libro Sagradas compañías. Paseos de grandes poetas cubanos entre la muerte y la resurrección, de Ileana Álvarez y Francis Sánchez. Fue Premio Nacional de ensayo «Ciudad de Matanzas», Cuba en 2016 y ha sido publicado en su tercera edición por Ediciones Deslinde en 2023.
[1] A Virgilio López Lemus le recuerda el nevermore de «El cuervo», de Poe. Cfr. el ensayo de este autor «Vida verdadera del poeta Virgilio Piñera», en Oro, crítica y Ulises o Creer en la poesía, Ed. Oriente, 2004, p. 108.
[2] Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1970, p. 484.
[3] Cintio Vitier: ob. cit., p. 480.
[4] Virgilio Piñera: «La isla en peso», en La isla en peso, Ed. Unión, La Habana, 2011, p. 31.
[5] Cintio Vitier: ob. cit., p. 481.
[6] Virgilio Piñera: «Isla», en La isla en peso, Ed. Unión, La Habana, 2011, p. 210.
[7] Cfr. David Leyva: Virgilio Piñera o la libertad de lo grotesco, Ed. Letras
Cubanas, 2010, p. 16.
[8] Cintio Vitier: ob. cit., p. 484.
[9] Cfr. Las opiniones de Enrique Saínz en La poesía de Virgilio Piñera: ensayo de aproximación, las de Virgilio López Lemus en «Vida Verdadera del poeta Virgilio Piñera», y las de Alberto Garrandés en La poética del límite.
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