Entrevista ⎸ Lucía González: “NUNCA NUNCA le hagas esa pregunta a una persona trans”
Lucía González es una mujer trans cubana que vive en Canadá. Adentrarse en su historia, sus procesos, la resiliencia que la caracteriza, hace de esta una entrevista reveladora y necesaria.
Quienes leyeron mi texto anterior sobre Lucía González, los amigos con los que comenté todo lo que me había hecho sentir la lectura de su blog y las conversaciones hermosas que hemos tenido luego, saben que venía esta entrevista. Mi rol de editora, mujer que escribe y se fascina con lo en verdad genuino jalonaron, en medio de otras urgencias cotidianas, y logré hacer un cuestionario.
“Gracias. Te agradezco el interés que te has tomado. Yo no me doy mucha importancia. Jajaja. No soy nadie. Dame tiempo, mis días son inmensos y estoy hasta el cuello” Lucy trabaja mucho. En las redes hemos visto su oficina, el orden y cuidado que le da al lugar donde pasa el mayor tiempo de su día. Yo espero y me llegan sus respuestas.
“Hola Yudarkis. Ahí va, más o menos, lo que me pediste... No te hablo de mi padre, eso lo reservo para mi novela, así como las circunstancias de mi nacimiento…”
Sigo leyendo. Me ruborizo. He metido la pata. Le he hecho una pregunta que no debía hacer y ella me corrige “NUNCA NUNCA le hagas esa pregunta a una persona trans”, pero me aclara, en esa naturalidad que admiro tanto de ella “No es un regaño”.
Mi estupor no me exime, sin embargo, de disfrutar de las otras respuestas.
¿En qué año naciste?
Nací en 1966
¿Tienes hermanos?
Una hermana, tres años menor.
¿A qué se dedicaban tus padres?
Mi madre se graduó de Artes Plásticas en la primera escuela de Instructores de Arte que funcionó en el Hotel Comodoro. Tuvo como maestros a glorias de la pintura cubana como Martínez Pedro, López Oliva y el rumano Sandú Darié, de quien se convirtió en una especie de protegida. Fue una esperanza de la pintura nacional, la que se frustró cuando se casó con mi padre, nunca ejerció.
Mi padre se graduó de música en la misma escuela. Aunque se conocían de vista, se hicieron novios a unas semanas de la graduación, cuando se casaron. La graduación fue graduación y boda colectiva de doce parejas con todos los gastos pagados por el gobierno. Ernesto Guevara y su esposa fueron los padrinos de la boda. Solo la pareja de mis padres sobrevivió las pruebas de la vida.
"A los diez o doce años ya había leído El Quijote, La Ilíada y La Odisea, y leía la Biblia con interés creciente. De muchas maneras quise creer que la religión me iba a “curar” de mis “debilidades”."
¿Cuándo descubriste que había algo "distinto" en ti? ¿Cómo lo descubriste?
Siempre supe que era diferente, pero cuando vi los genitales de mi hermana en un cambio de pañales, me quedé de una pieza. No entendía por qué los de ella eran distintos. Aquel momento marcó el principio de la toma de conciencia de una desgracia que me costó media vida definir. Toma de conciencia que tuvo confirmación final en la escuela, ante las expectativas sociales. Vivía en un limbo imposible de explicar, no lograba encajar. Hallé en la lectura la manera de enajenarme de mi opresiva realidad. Mi madre me enseñó a leer a los cuatro años, y siempre tuvimos libros en casa, sobre todo buenos libros. En la escuela siempre fui como un niño prodigio para los demás, aunque sufría el día a día como una tortura sin fin. Aún tengo pesadillas relacionadas con esa época.
¿Qué sentiste en tu niñez, en tu día a día, en las acciones más cotidianas, en tus espacios más íntimos?
Desde la más temprana infancia leí de todo, mucho y bueno. Imagínate que a los diez o doce años ya había leído El Quijote, La Ilíada y La Odisea, y leía la Biblia con interés creciente. De muchas maneras quise creer que la religión me iba a “curar” de mis “debilidades”. Claro, leía de manera inconexa, aunque tuve la suerte de que me cayó en las manos un libro que se llamaba Las Cien Obras Maestras de la Literatura y el Pensamiento Universal del profesor dominicano Pedro Henríquez Ureña.
Me hice el firme propósito de leerlas todas, creo haber leído la mayoría. Sin embargo, fue sólo en mi adolescencia que, finalmente, el marido de una tía de mi padre puso algún orden en mis lecturas. Era ítalo-cubano, un anciano que vivió de cerca, como periodista, muchos de los episodios políticos e históricos de nuestra primera república. Un personaje de novela, fue uno de mis mejores maestros de todo.
Los amores
Los amores que me marcaron para siempre fueron el primero, que nos marca a todos sin remedio, pero que en mi caso se convirtió en una tragedia. Éramos dos adolescentes inocentes de todo. La familia de ella no veía la relación con buenos ojos, lo que causó el suicidio de ella. Suicidio del que me culpé durante años. Luego de algún que otro amor más o menos importante, apareció Heidi en mi vida.
Aunque entonces yo sabía exactamente quién y qué era, vivía un proceso de autoprotección más o menos consciente que me permitía vivir el día a día de alguna manera. La pureza de aquel amor me llevó a ese momento supremo de honestidad en el que al fin me confesé ―y le confesé quién y qué era―. Ella lo asumió con la naturalidad que lo asumía todo, pero yo me perdí en mis miedos y prejuicios y terminé rompiendo con ella. Creía que le iba a hacer daño. Aquella ruptura fue el error y el dolor más grande de mi vida. Ella no me lo perdonó jamás. Murió de cáncer en el 2019, a unos días de cumplir 43 años. Es la muerte que más me ha dolido en la vida.
Ahora mismo tengo una relación con una muchacha iraní, a la que le llevo diecinueve años. Es políglota y tiene tres doctorados. Vie en su casa y yo en la mía. Nos vemos cuando nos vemos y tal cosa nos funciona a las dos. Tiene un trabajo muy exigente y de mucha responsabilidad. Yo no tengo mucho tiempo tampoco.
"Tuve la suerte de que mi psicóloga era también transexual. Ella no necesitó mucho para confirmar que yo también lo era".
El proceso de "diagnóstico"
Fui al CENESEX, donde me atendieron con una medida de profesionalidad, pero sin que entonces pudieran hacer mucho por mí. Luego de un seguimiento de dos años me diagnosticaron como transexual, luego, nada... Ya en Canadá me trataron en la Clínica de Identidad de Género de Toronto, adjunta al Centro de Adicciones y Salud Mental de Toronto. Allí también me diagnosticaron como transexual luego de un seguimiento de otros dos años. Tuve la suerte de que mi psicóloga era también transexual. Ella no necesitó mucho para confirmar que yo también lo era.
Tu esposa e hijo
La separación de Heidi dejó a todos con la boca abierta. Mi familia no fue la excepción. Le confesé a mi madre la razón de aquella separación y ella decidió, con la complicidad de mi padre y hermana, hacerme la vida imposible. Conocí entonces a quien sería mi esposa. Ella tenía un niño de tres años y vivía en un minúsculo apartamento en el Vedado. Se enamoró de mí y, aunque no me era indiferente, yo viví aquella relación sobre las cenizas de la ruptura con Heidi, de la que nunca me recuperé.
Llegué a quererla y terminé yéndome a vivir con ella, más para distanciarme de mi familia que por otra cosa. A la vez mi madre se calmaba los nervios al verme con una mujer. Emigré a Canadá con ella y su hijo, al que adopté legalmente. Hoy es mi mejor amiga y mi familiar más cercano.
Mi hijo adoptivo es un hombre de bien, estoy muy orgullosa de él.
¿Qué estudiaste? ¿De qué te graduaste? ¿De qué ejerciste?
A mí me negaron la Licenciatura en Inglés; menos por convicción que por una desdichada interpretación de la lealtad y respeto a mis padres. En la entrevista que me hicieron dije que tenía creencias religiosas, y me comieron a preguntas. “¿¿Testigo de Jehová??”, y yo: “No, ni mi familia ni yo pertenecemos a ninguna religión”, “Ya, Testigo de Jehová…” Y dictaminaron que yo no podía formar a las nuevas generaciones en la concepción materialista de la historia. Me quedé en el aire, y terminé dejando el pre.
"Yo había decidido que si me “cogía” el servicio me iba a suicidar la primera vez que tuviera un arma en las manos".
Enseguida me llamaron para el servicio militar y me quitaron el carnet de identidad. Me enviaban de vez en vez unas citaciones con un cuño azul que decía “LISTO PARA PARTIR”. Yo había decidido que si me “cogía” el servicio me iba a suicidar la primera vez que tuviera un arma en las manos. Pero cada vez me posponían “por estudios”, yo trataba ―débilmente― de explicar que no estaba estudiando, pero tratar de razonar con un militar semi-analfabeto es un reto imposible. En ese limbo y jueguito malsano estuve tres años. Terminé enfermándome y casi me muero. Mi estancia en el Clínico de 26 fue de meses. Terminé pesando noventa y nueve libras con mis algo más de seis pies de estatura.
Entonces, un tío que era oficial de las fuerzas armadas decidió tomar cartas en el asunto y en cuestión de minutos lo resolvió. Me llevó al Comité Militar y no sé qué sucedió, pero salió con una carta para que fuera al registro del Carnet de Identidad para que me hicieran un carnet nuevo. La carta decía que me habían excluido del registro militar. Yo creo que mi tío intuía algo; me hizo prometer que nunca le contaría a nadie lo que hizo por mí, lo que cumplí hasta que falleció.
Me fui a Cristino Naranjo, un pueblecito de la periferia de Holguín que no aparece en los mapas. Allí vivían amigos de la familia. Me hicieron un contrato para enseñar Inglés en la secundaria local. Uno de los requisitos era tener duodécimo grado y yo no lo tenía, porque abandoné el pre sin graduarme. Alguien me “resolvió” un certificado falso y así me lancé a una carrera magisterial que duró quince años.
Me descubrieron pero, tal vez, como rehusé decir de dónde había salido el certificado falso, me perdonaron. Me dieron la oportunidad de seguir impartiendo clases, con la condición de que terminara el duodécimo grado en la Facultad Obrero-Campesina que funcionaba en las noches, en la misma secundaria. Los profesores eran mis compañeros de trabajo en el curso diurno.
Mi madre conoció a la metodóloga de Inglés de Provincia Habana y le habló de mí. Ella le dijo que si yo pasaba una prueba de Inglés, me ubicaría en una escuela de Provincia Habana. Así fue, y trabajé primero en la EIDE de Cangrejeras y luego en dos IPUEC de Quivicán. Luego impartí Inglés en la escuela de idiomas Abraham Lincoln y Jorge Dimitrov. Allí hice muy buenas relaciones, y terminé trabajando como intérprete freelance para el ICAIC. Sobre la marcha aprendí sobre cine, y fungí como Coordinadora de producción y Locaciones para algún que otro documental filmado en Cuba, principalmente por equipos de EE.UU. Durante esa parte de mi vida conocí y trabajé con alguna que otra celebridad del mundo del cine.
También tenía un contrato para enseñar Inglés en el mismo hospital donde casi perdí la vida en la adolescencia, el Clínico de 26, Joaquín Albarrán.
Durante mis años de magisterio me dieron la oportunidad de hacer la Licenciatura en Inglés en el difunto ISPLE, me gradué con Título de Oro en 1997.
¿Cómo y por qué decidiste irte de Cuba? ¿Cuándo? ¿Cómo lo lograste?
En 1980 yo tenía trece años. Me tocó presenciar un muy vergonzoso acto de repudio en el marco de aquello que empezó con la embestida de una guagua contra la Embajada del Perú, y que terminó con el éxodo masivo del Mariel. Yo estaba en una parada de ómnibus en la Ciudad Deportiva. De pronto, aparecieron dos guaguas Girón V de las que se bajaron un montón de muchachos vestidos con el uniforme de la escuela militar Camilo Cienfuegos, conocidos entonces como “Camilitos”. Eran adolescentes que, azuzados por alguien, rodearon en tropel a una muchacha que estaba en la parada. Le gritaron horrores, no la tocaron, pero casi podías imaginarte cómo la salpicaban de saliva al gritarle a milímetros de la cara.
“Cuando sea grande, yo también me voy a ir”, dije en voz alta, y me sentí mejor.
Cuando se cansaron, se fueron por donde vinieron, en medio de una chanza, burlas, y choteo que aún me resulta tan chocante como asqueroso. Yo creo que aquella muchacha nos dio a todos una lección de dignidad tal, que al menos a mí no se me olvidará jamás. Fue sólo cuando la turba se perdió de vista que le empezaron a correr las lágrimas. Hasta hoy me recrimino por no haber ido a darle un abrazo. Me paralicé, con una vergüenza que me dura. “Cuando sea grande, yo también me voy a ir”, dije en voz alta, y me sentí mejor.
Durante mi estancia en Holguín conocí a otro muchacho que también enseñaba Inglés en una escuela cercana. Él había conocido a unos canadienses el año anterior en la playa Guardalavaca, y ese verano estaban de vuelta en Cuba. Fuimos a encontrarnos con ellos, y el resto, como dicen, es historia. Nos invitaron a visitar Canadá en el verano de 1993. Durante la estancia conocimos a Bill, un maestro de escuela primaria, quien años después me visitó en La Habana.
En medio de una conversación me dijo: “Pero qué bien encajarías tú en Canadá!” a lo que yo respondí: “¡Qué más quisiera yo…!”. Bill se tomó un interés inmediato y, gracias a su ayuda, y muchas, muchísimas casualidades y coincidencias felices, ocurrió el milagro. Mi ex-esposa, el hijo de ella y yo vivimos en casa de Bill los primeros nueve meses en Canadá. Se convirtió en nuestra familia más cercana. Desgraciadamente, Bill murió en el 2008.
No me quedé en Canadá en 1993 porque recién empezaba mi relación con Heidi y le había prometido volver a Cuba.
¿Cuándo tuviste claro que querías una reasignación de sexo?
Desde que supe que tal cosa era posible. En los años 80 publicaron en Cuba la autobiografía de Enrique Arredondo (La Vida de un Comediante) uno de nuestros actores humorísticos más populares de entonces. Allí él contaba el episodio de la visita de Christine Jorgensen a La Habana a finales de la década del 50. La operación de reasignación de sexo de ella en Dinamarca, en 1953, fue noticia de primera plana en todo el mundo, e inspiración de La llegada de Christine, puesta en escena que Arredondo y su troupe diseñaron para hacer reír.
No se trataba de algo transfóbico ni mucho menos, sino del pretexto de turno para hacer comedia a partir de algo de actualidad. Aunque imagino que en este mundo polarizado de hoy sería vista de otra manera. La noticia de la posibilidad de una reasignación de sexo me dejó en un estado de shock que me duró semanas. Me fui a la Biblioteca Nacional a revisar las revistas Bohemia de entonces, hasta que encontré las crónicas de tal visita. Arranqué las páginas más jugosas y las conservé, escondidas, por supuesto, durante muchísimos años.
¿Cómo tomaste la decisión?
Cuando supe que el amor de mi vida (Heidi) se iba a casar, me puse a escribir como una posesa. Estuve escribiendo sin parar once meses; tal es la motivación verdadera de esa novela aún trunca. La catarsis final de todos mis dolores, ver casi toda mi vida en blanco y negro, me ayudó a darme cuenta de cuánto tiempo llevaba evitando dar el paso final. Ya no me quedaban pretextos ni mentiras piadosas. El autoengaño consciente me estaba envenenando la vida y cerrándome las puertas a la felicidad.
“Cuando sea grande quiero ser como ella”, era lo único que me repetía una y otra vez, y viví en esa ensoñación durante años. Se llamaba Lucía.
En tu blog puede encontrarse el proceso, quien quiera conocerlo a fondo puede ir allí a leerlo, pero, ¿cómo lo resumirías? ¿Hubo dudas en él? ¿Qué fue lo más difícil?
El primer paso, decirme en alta voz que iba a hacerlo de cualquier manera, que lo iba a lograr, y llegar a creérmelo. Una vez que pasé ese umbral no hubo dudas, aún así, la noche antes de la cirugía hice mi último acto de contrición, y volví a hallar que no tenía la mínima duda.
Has dejado claro que ese fue sólo uno de los tantos otros retos que has asumido en la vida. ¿Cuáles han sido otros?
Mi timidez, superar el trauma de un padre narcisista y despótico, sentir que tenía derecho a ser yo, a ser feliz. Aprender que con disciplina y fuerza de voluntad, casi todo es posible.
¿Cuáles son los nuevos?
Terminar de pagar mi hipoteca, poner mi casita como quiero, viajar a dos o tres países que me quedan pendientes, VIVIR.
¿Por qué Lucía?
Mi padre llevó a comer a casa a una “compañera de trabajo”. Una mujer bellísima, muy alta, trigueña, de pelo casi por la cintura. Yo vi en ella una diosa. Me quedé lela cuando me dio un beso en la mejilla. Mi corazoncito de siete u ocho años se me quería salir del pecho: “Cuando sea grande quiero ser como ella”, era lo único que me repetía una y otra vez, y viví en esa ensoñación durante años. Se llamaba Lucía.
Tu viaje a Japón, ¿por qué Japón?, ¿por qué sola?, ¿cuánto te enriqueció como persona esa experiencia?
Japón siempre fue para mí un destino, y decidí que iba a ir el año en que cumpliría los 50, más que nada, comunicarme con una de mis ex-alumnas establecida allá me dio el empujón final. Ese mismo año viajé sola a Francia, donde me encontré con amigos de alma que viven en Marsella.
Cuando supe que Heidi se iba a casar, me dio tal ataque de celos que me monté en un avión y aterricé en La Habana sin un plan concreto de nada. Pero mi ex-suegra me echó un cubo de agua fría cuando me dijo por teléfono que Heidi se había casado con un danés y que se había ido a vivir a Dinamarca. Me bajé de un avión en Toronto y me monté en otro con destino a Copenhague. Allí estuve tres días, pedaleando ciudad arriba y ciudad abajo. Fui a estaciones de policía, y hasta a la Embajada de Cuba para ver si la encontraba. Tuve la suerte de que me cayó al lado en el avión una muchacha a la que le conté las razones de mi viaje. Ella y sus amigos me dieron cobija y alimentaron la aventura hasta que estuvo claro que no la encontraríamos.
Creo que de aquella aventura romántica saldría una buena película. Luego supe que vivía en Odense, el pueblo natal de Hans Christian Andersen, a unos 100 km de la capital. Una amiga común nos puso en contacto, pero el desencuentro aquel murió de muerte natural. Ella se había convertido al budismo, y me hablaba en una jerigonza que parecía más una lengua extranjera que otra cosa.
Cuando supe que tenía cáncer, y que era terminal, le envié todo tipo de mensajes por todas las vías imaginables. Ella no quiso comunicarse conmigo. Le dijo a una amiga que yo era la única persona que podía convencerla de cualquier cosa. Esa frase me retumba por dentro desde entonces sin que haya logrado exprimirle el sentido.
Mi último viaje sola fue justo antes de la pandemia. Me fui a la ciudad de Montpelier, en el estado de Vermont en los EE.UU. Allí también me encontré con una amiga entrañable. Viajar es siempre como quitarte ese velo que las nociones preconcebidas echan sobre lo que creemos saber. Viajar es enfrentarse a la verdad, y una manera inigualable de vivir.
¿Cómo ha sido vivir, ahora libremente como mujer, después de tu experiencia anterior? ¿Ha influido esta, llamémosle "pre" vida, si te parece bien, en la conformación de tu visión acerca de lo que una mujer es, sus derechos, las expectativas que sobre nosotras recaen?
Vivir como mujer fue el fin de un calvario que ya me era imposible sobrellevar más tiempo. Lo asumí con una naturalidad que hasta a mí misma me sorprendió, como si despertara de una pesadilla. Mi visión de la mujer siempre tuvo como modelo a mi sufrida madre, aunque fue tarde en la vida que logré entender que ella fue (es) víctima del abuso de un narcisista. Mi madre, con todas sus limitaciones, es toda empatía, amor, y sacrificio. Toda la vida creí que tenía la mejor madre del mundo, aunque de vez en vez su machismo me sacaba de paso.
"Asumir mi feminidad no fue un episodio traumático. Tuve la suerte, sin embargo, de que tal cosa no sucedió en un país machista como Cuba".
Asumir mi feminidad no fue un episodio traumático. Tuve la suerte, sin embargo, de que tal cosa no sucedió en un país machista como Cuba. Allá todo habría sido mucho más difícil. Asumir el rol femenino te hace abrir los ojos a todas esas desventajas invisibles que la sociedad impone a la mujer. Sin embargo, quiero acotar que la sociedad también crea expectativas sobre los hombres, expectativas que me oprimían más allá de lo que te pueda contar.
Aunque en nuestros intercambios y la lectura de tus textos he encontrado a una persona que más que un credo tiene una convicción más apegada al valor que a cualquier tendencia o línea política habida, necesito preguntarte ¿Qué cree Lucía González del feminismo? ¿Eres feminista?
Mi encuentro primario con el feminismo militante fue con una portuguesa-canadiense con la que tuve una relación. Ella tenía toda una historia de trajines políticos. Tal vez el momento cumbre de su activismo fue cuando la Corte Suprema de Canadá dictaminó la legalidad de que una mujer pudiera exhibir sus pechos en público, y la ciudad de Cambridge, en el sur de Ontario, decidió que allí no se cumpliría la decisión de la Corte Suprema. Ella desnudó sus pechos en una piscina pública, lo que le ganó un forcejeo con la policía y un arresto, seguido de una demanda judicial que ganó ella. Tal hecho la convirtió en una celebridad y le abrió las puertas a que se postulara para la alcaldía de la ciudad. Perdió, pero perdió porque no sabía mentir. Es imbatible en cualquier debate, sin embargo. Tengo el privilegio enorme de que conservo su amistad.
Para responder tu pregunta, sí, me considero feminista, pero en el sentido tal vez más conservador del término. Estoy a favor de todo lo que signifique igualdad de derechos sin distinción de género. Sin embargo, como suele suceder, ha ocurrido una escisión dentro del feminismo actual. Hay corrientes salpicadas de todo tipo de conservadurismos y/o sinsentidos. No por gusto han aparecido términos como “feminazi”, y el último que vi fue “terfa”, la españolización forzada de la sigla TERF en Inglés: “Trans Exclusionary Radical Feminist” o feminista radical, que excluye a las mujeres trans.
¿Qué es lo más hermoso que te ha ocurrido en la vida hasta el día de hoy?
Heidi.
¿Qué es lo más hermoso que quisieras que ocurriera en tu vida a partir de hoy?
Realmente no sé, ahora mismo creo tenerlo todo.
¿Qué vamos a encontrarnos en tu novela de más de 900 páginas?
La historia de dos familias en el contexto de la desgracia que ha significado el castrismo para Cuba. Tales historias tienen como hilo conductor una historia de amor y de dolor; mi propia historia.
¿Cuándo la vamos a poder leer?
Hmm, buena pregunta...
Termina. Y yo, ya feliz ―porque me encanta la naturalidad de esta mujer, su manera de asumir la vida sin fundamentalismo o militancias excluyentes o bombo y platillo―, ya me he aliviado de la turbación por haber hecho una pregunta que NUNCA NUNCA se le hace a una persona trans. Lucía González me ha enseñado muchas cosas desde que me escribió aquella tarde porque me había leído; hoy no me respondió qué nombre le habían puesto sus padres. Ni falta que me hizo.
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