Narrativa estadounidense │ Ursula K. Le Guin: “La versión de la esposa”
En un tiempo en que la ciencia-ficción estaba dominada por escritores hombres, Ursula K. Le Guin se impuso con una obra que desafiaba las normas.
Era un buen marido. Un buen padre. No lo entiendo. No lo creo. Me niego a creer que sucediese. Vi cómo sucedía, pero no es verdad. No puede ser. Él siempre fue amable. Si lo hubieran visto jugando con los niños, nadie que lo hubiera visto con los niños hubiese pensado que tenía algo mal. Nada, ni tan siquiera un huesecillo.
Cuando lo conocí, vivía aún con su madre, cerca del lago Primavera. Yo los veía juntos, a la madre y los hijos, y pensé que merecía la pena conocer a un joven tan bueno con su familia. Luego, una vez que iba yo por el bosque, lo encontré solo. Volvía de cazar. No había cazado nada, ni un ratón de campo tan siquiera, pero no estaba enfadado por ello. Andaba retozando por allí, disfrutando del aire de la mañana. Fue una de las primeras cosas que me gustaron de él. No se tomaba nada a mal, no gruñía ni gemía cuando las cosas no salían a su gusto.
Así que aquel día estuvimos charlando. Y supongo que las cosas fueron liándose a partir de entonces, porque muy pronto estaba aquí casi continuamente. Y mi hermana dijo (mis padres se habían mudado el año anterior y se habían ido al sur, dejándonos a nosotras aquí), mi hermana dijo, tomándome el pelo un poco, pero seria:
―¡Bien! ¡Si se va a pasar aquí todo el día y la mitad de la noche, supongo que ya no hay sitio para mí!
Y se mudó… camino abajo. Siempre hemos estado muy unidas las dos. Es una de esas cosas que no cambian nunca. Nunca habría podido superar este problema sin mi hermanita.
Bueno, el caso es que él se vino a vivir aquí. Y lo único que puedo decir es que fue el año feliz de mi vida. Era de lo mejor conmigo. Muy trabajador, nunca holgazaneaba, tan grande, tan apuesto. En fin, todos lo respetaban a pesar de lo joven que era. Las noches de reunión le pedían cada vez con más frecuencia que dirigiese el canto. Tenía una voz tan bonita… y empezaba fuerte, y los demás lo seguían y se le unían.
Ahora me estremezco al pensarlo, cuando lo escuchaba las noches que me quedaba en casa y no iba a la reunión, cuando los hijos eran pequeños… el canto llegaba hasta aquí arriba entre los árboles, y la luz de la luna, las noches de verano, la luna llena iluminando. Nunca volveré a oír nada tan hermoso. Nunca volveré a conocer aquella dicha.
Fue la luna, eso es lo que dicen. Fue culpa de la luna y de la sangre. Lo llevaba su padre en la sangre. Yo no conocí a su padre y ahora me pregunto qué habrá sido de él. Era de más allá de Aguablanca y no tenía parientes por aquí. Yo siempre creí que habría vuelto allí, pero ahora no sé. Se contaban de él cosas, historias que salieron después de lo que pasó con mi marido.
Es algo que se lleva en la sangre, dicen, y puede no salir nunca, pero si sale es siempre por el cambio de luna. Pasa siempre cuando no hay luna. Cuando todo el mundo está en casa y duerme. Hay algo que le viene al que lleva en la sangre la maldición, según dicen, y se levanta porque no puede dormir, y sale al sol cegador y se va solo… va a buscar sin poder evitarlo a los que son igual que él.
Y puede que sea así, porque mi marido lo hacía. Yo me incorporaba medio dormida y le decía:
―¿A dónde vas?
Y él decía:
―Oh, a cazar, volveré de noche.
Y no parecía él, hasta la voz era distinta Pero yo tenía sueño y no quería despertar a los pequeños, y él era tan bueno y tan responsable, no estaba bien que me pusiera a preguntarle por qué y a dónde y esas cosas.
Esto pasó tres o cuatro veces. Volvía tarde, agotado, de muy mal humor para alguien de tan buen carácter como él… No quería hablar de aquel asunto. Yo me decía que todos han de hacer una escapada de vez en cuando y que acosándolo no adelantaría nada. Pero la verdad es que empecé a preocuparme. No tanto porque se iba, sino por lo cansado y raro que volvía. Hasta el olor era raro. Me ponía los pelos de punta. No podía soportarlo y decía:
―¿Qué es eso… ese olor que tienes por todo el cuerpo?
Y él decía:
―No sé ―muy secamente, y se hacía el dormido.
Pero se iba abajo cuando creía que yo no me daba cuenta y se lavaba, se lavaba. Pero aquellos olores no se le iban, se le quedaban en el pelo, quedaban en nuestro lecho durante varios días.
Luego, pasó aquello tan horrible. No me resulta nada fácil hablar de ello. Me entran ganas de llorar cuando tengo que recordarlo. Nuestra hija más pequeña, la chiquitina, rechazó a su padre. Fue de pronto. Llegó él y ella puso cara de miedo, se quedó rígida, los ojos muy abiertos, luego empezó a llorar y a esconderse detrás de mí. Aún no hablaba bien, pero no hacía más que repetir: “¡Que se vaya, que se vaya!”
Qué mirada la de su padre, cuando la oyó decir esto. Eso es lo que nunca quiero recordar. Eso es lo que no puedo olvidar. La expresión de sus ojos, solo un instante, mirando a su propia hija.
A la pequeña le dije:
―¡Debía de darte vergüenza!, ¿qué te pasa? ―riñéndola, pero al mismo tiempo apretándola contra mí, porque también yo tenía miedo. Tanto que temblaba.
Entonces él apartó la vista y dijo, más o menos:
―Supongo que acaba de despertar y sigue soñando ―y no le dio más importancia, o lo procuró.
Yo hice otro tanto. Y me enfadé mucho con mi pequeña cuando siguió mostrando tanto terror hacia su propio padre. Pero ella no podía evitarlo y yo no podía hacer nada.
Él pasó fuera todo aquel día. Porque ya lo sabía, me imagino. Sabía que empezaba ya el período en que no hay luna.
Hacía calor dentro, era agobiante, estaba oscuro, y llevábamos todos durmiendo un rato cuando me despertó algo. Él no estaba a mi lado. Presté atención y oí un rumor en el pasadizo. Así que me levanté, porque no podía aguantar más. Salí al pasadizo y había luz, la penetrante luz del sol que venía de la entrada. Y lo vi allí plantado en la hierba alta de la entrada. Con la cabeza inclinada. Luego se sentó, como si se sintiese cansado, y miró hacia abajo, hacia los pies. Me quedé quieta, dentro, mirándolo… sin saber por qué.
Y vi lo que él veía. Vi el cambio. Empezó por los pies. Se le volvieron largos, más largos, se estiraron, se estiraron los dedos y se estiraron los pies y se hicieron blancos y carnosos. No había nada de pelo en ellos.
Empezó a desaparecerle el pelo por todo el cuerpo. Era como si con la luz del sol se derritiese y desapareciese. Se quedó todo blanco, igual que un gusano. Y volvió la cara. Le iba cambiando mientras lo miraba. Se le fue aplanando cada vez más, y la boca también se le acható y ensanchó y los dientes le asomaban planos y romos y la nariz era ya solo un botón de carne con dos agujeros, y desaparecieron las orejas y los ojos se volvieron azules (azules, con bordes blancos alrededor del azul) y me miraban fijamente desde aquella cara blanca, suave, plana.
Luego se levantó sobre dos piernas.
Lo vi. Tenía que verlo, mi propio amor convertido en el abominable.
No podía moverme, pero mientras estaba agazapada allí mirando hacia el día, temblé y me estremecí con un gruñido que estalló en un aullido horrible y demencial. Un aullido que era grito de dolor y de terror y llamada de auxilio. Y los demás me oyeron, aunque estaban dormidos. Despertaron.
Me miró, entornó los ojos, la cosa aquella en que se había convertido mi marido, y alzó la cara hacia la entrada de nuestra casa. Yo estaba aún paralizada por un miedo mortal, pero los pequeños habían despertado y la pequeña lloriqueaba a mi espalda. Me invadió entonces la furia materna y avancé con un gruñido.
La cosa hombre miró a su alrededor. No tenía ningún arma, como las de los lugares de los hombres. Pero cogió una rama grande de árbol con su largo pie blanco y lanzó el extremo de la misma hacia la entrada de la casa, en mi dirección. Yo aferré la punta de la rama entre los dientes y empecé a avanzar, pues sabía que el hombre mataría a nuestros hijos si podía.
Pero llegaba ya mi hermana. La vi correr hacia el hombre con la cabeza baja, los ojos amarillos como el sol de invierno. Se volvió hacia ella y alzó la rama para pegarle. Pero yo salí entonces, enloquecida por la furia materna y ya llegaban todos los demás respondiendo a mi llamada, toda la manada unida, allí en aquella claridad cegadora, bajo el calor del sol de mediodía.
El hombre nos miró a todos y lanzó un gran grito y blandió la rama. Luego echó a correr, dirigiéndose hacia los campos más despejados y hacia las tierras de labor, ladera abajo. Corría, con dos patas, saltando y zigzagueando, nosotros lo seguimos.
Yo iba detrás, porque el amor aún frenaba la cólera y el miedo que había en mí. Iba corriendo cuando vi que lo derribaban. Los dientes de mi hermana se clavaron en su garganta. Cuando llegué, ya había muerto. Los demás se apartaron de la pieza cobrada por el gusto de la sangre, y por el olor. Los más jóvenes se encogían, algunos gemían, mi hermana se frotaba la boca contra las patas delanteras sin parar, para borrar aquel sabor.
Me acerqué, porque creía que si la cosa estaba muerta, el hechizo, la maldición habría cesado y mi marido volvería… vivo, o incluso muerto. Si pudiese al menos verlo, mi verdadero amor, tan hermoso en su verdadera forma… Pero allí solo estaba el hombre muerto, blanco y ensangrentado. Fuimos apartándonos de él, alejándonos, hasta que dimos vuelta y nos alejamos corriendo, volvimos a las montañas, a los bosques de sombras y de penumbra y de bendita oscuridad.
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En un tiempo en que la ciencia-ficción estaba dominada por escritores hombres, Ursula K. Le Guin se impuso con una obra que desafiaba no solo las convenciones literarias sino también las normas de la sexualidad y el género. Entre los muchos reconocimientos que reció Le Guin está el haber sido la primera mujer en recibir el título de Gran Maestra que otorga la Asociación de Escritores de Ciencia-Ficción y Fantasía de Estados Unidos. Su novela La mano izquierda de la oscuridad (1969) se considera hoy pionera de la ciencia-ficción feminista, aunque en su momento provocó las críticas de quienes creían que la escritora no había ido muy lejos en su exploración de la identidad de género.
Sobre la relevancia de su obra escribió Harold Bloom que “Le Guin, al igual que Tolkien, ha elevado la fantasía a la categoría de alta literatura” y la incluyó en su influyente libro El canon occidental (1994). Por su parte, Elaine Showalter, una de las fundadoras de la crítica literaria feminista, señaló que Le Guin abrió el camino “para que las mujeres abandonaran el silencio, el miedo y la duda”.
Acompañan este relato de Ursula K. Le Guin dos pinturas de la artista estadounidense Susie M. Barstow. Nacida en Nueva York en 1836, Barstow estudió en el Instituto Femenino Rutgers, el primer colegio superior para mujeres en su ciudad, y desde joven se interesó por el arte, vinculándose a la Escuela del Río Hudson.
Si bien era entonces raro que una mujer se dedicara a la pintura de manera profesional, mucho más lo era que su pasión por la naturaleza y el arte la llevara a subir montañas y pasar días en sitios alejados de la civilización, pintando paisajes que llegaron a ser tan apreciados como los de Thomas Cole, William Hart o Asher B. Durand. Por eso, Susie Barstow llamó enseguida la atención de los medios, que seguían tanto sus escapadas ―en las que usaba botas de trabajo y vestía pantalones bajo una falda corta― como el progreso de su carrera artística.
Susie M. Barstow fue profesora en el Instituto de Artes y Ciencias de Brooklyn y miembro del Club de alpinismo de los montes Apalaches. Expuso en prestigiosas galerías y escaló más de cien picos, no solo en las cordilleras de América sino también en la Selva Negra y los Alpes. Ignorada durante casi todo el siglo XX por los historiadores del arte, su obra y su vida, como las de otras mujeres artistas, han vuelto a exhibirse y despertar interés en las últimas décadas.
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